Vladimir Moss
En el año 1071 cayó la Bari bizantina, en el sur de Italia,
en poder de los normandos, quienes no tardaron en constituir otro reino de
carácter absolutista, “de Sicilia e Italia”, que habría de servir como base
para varias incursiones en contra el Imperio bizantino. En ese mismo año, los
bizantinos sufrieron una grave derrota frente a los turcos selyúcidas en
Manzikert, a raíz de la cual la mayor parte de Anatolia pasó a dominio turco.
En este contexto de crisis para la Ortodoxia, el papado entró en una nueva
etapa con la elección, en 1073, del arcediano Hildebrando como papa Gregorio
VII…
Hildebrando era de pequeña estatura física. Pero, tras haber
sido elegido para el papado «por voluntad de san Pedro», se propuso asegurarse
de que ningún gobernante en la tierra pudiera rivalizar con él en grandeza.
Habiendo sido testigo de la deposición del papa Gregorio VI por el emperador Enrique
III —con quien partió al exilio—, adoptó el nombre de Gregorio VII con el fin
de subrayar una misión singular. Y quizá también para enfatizar su parentesco
con Gregorio VI, pues ambos papas pertenecían a la familia judía Pierleone.[1]
[2]
Como escribe Peter de Rosa, «había visto a un emperador destronar a un papa; él
destronaría a un emperador a toda costa.[3]
De haberse limitado a corregir a un emperador, nada habría
habido que reprocharle. Pero hizo mucho más: al introducir una doctrina
perniciosa y herética [acerca de las relaciones entre Iglesia y Estado], se
colocó a sí mismo en el lugar del emperador… Llegó a proclamarse no solo obispo
de obispos, sino Rey de reyes. Parodiando deliberadamente los Evangelios, Gregorio
VII como si el diablo lo hubiera llevado a un monte muy alto exclamo: “todos [estos
reinos] son míos”.
Como escribió uno de los historiadores más objetivos Henry
Charles Lea, en The Inquisition in the Middle Ages: “Consagró su vida a
la realización de este ideal [de la supremacía papal] con un celo ardiente y
una determinación inquebrantable, que no retrocedía ante ningún obstáculo, y a
ello estaba dispuesto a inmolar no solo a los hombres que se cruzasen en su
camino, sino incluso los principios inmutables de la verdad y de la justicia”.
El obispo de Tréveris identificó el peligro y acusó a
Gregorio de quebrantar la unidad de la Iglesia. El obispo de Verdún consideró
que el papa incurría en una arrogancia sin precedentes. La fe — sostenía —
pertenece a la Iglesia, mientras que la lealtad del corazón corresponde a la
comunidad política. El papa no debía apropiarse de esa lealtad. Sin embargo,
eso fue exactamente lo que hizo Gregorio; Todo lo quiso y no dejó nada a
emperadores ni a príncipes. El papado, tal como él lo había configurado, al
socavar el sentimiento patriótico, debilitó también la autoridad de los poderes
seculares, que comenzaron a sentirse amenazados por el Altar. Durante la
Reforma, en Inglaterra y en otras regiones, los gobernantes se vieron
compelidos a excluir el catolicismo de sus dominios para poder sentirse
seguros…
“Los cambios que Gregorio introdujo
se reflejaron en el lenguaje. Antes de él, el título tradicional del papa era Vicario
de san Pedro. Después de él, fue Vicario de Cristo. Solo «Vicario de
Cristo» podía justificar sus pretensiones absolutistas, que sus sucesores no
heredaron ni de Pedro ni de Jesús, sino de Gregorio.»[4]
Canning señala: «El pontificado de
Gregorio VII tuvo un impacto inmenso: para la Iglesia nada volvería a ser como
antes. Desde el período de su actividad puede advertirse la consolidación de la
Iglesia en una dirección duradera como cuerpo de poder y de coerción, así como
la afirmación del papado como institución de carácter jurisdiccional y
gubernativo… Surge entonces un pensamiento intrusivo, fuera de los límites del
historiador: este fue el momento del gran rumbo equivocado adoptado por el
papado, uno que habría de sobrevivir a la Edad Media y prolongarse hasta
nuestra época. Desde Gregorio puede fecharse la clericalización consciente y
deliberada de la Iglesia, fundada en la idea de que el clero, por su presunta
superioridad moral, se hallaba por encima del laicado y constituía una Iglesia
católica, casta y libre. Existía una profunda conexión entre el poder y un
celibato que servía para marcar al clero como una casta separada y superior,
apartada — en el sentido psicológico más profundo — de las preocupaciones
familiares de los laicos subordinados. Ya para la época del papado reformador,
la Iglesia quedaría marcada con rasgos que aún hoy le son caracteristicos: se
volvió centrada en el papa, legalista, coercitiva y clerical. La Iglesia romana
era, en palabras de Gregorio, la “madre y maestra” (mater et magistra)
de todas las Iglesias».[5]
La posición de Gregorio descansaba en una colección apócrifa
de cánones y en una exégesis errónea de dos pasajes evangélicos: Mateo 16,18-19
y Juan 21,15-17. Según el primero, en la interpretación de Gregorio, él era el
sucesor de Pedro, sobre quien había sido edificada la Iglesia, y estaba
investido de un poder pleno para atar y desatar. Según el segundo, el rebaño de
Pedro sometido a su jurisdicción abarcaba a la totalidad de los cristianos, sin
exceptuar siquiera a los emperadores. Como escribió el propio Gregorio:
«Quizá — [dicen] los partidarios del emperador — imaginan
que, cuando Dios confió tres veces su Iglesia a Pedro, diciendo: “Apacienta mis
ovejas”, hizo una excepción en favor de los reyes. ¿Por qué no consideran, o
más bien confiesan con vergüenza, que cuando Dios otorgó a Pedro, como
gobernante, el poder de atar y desatar en el cielo y en la tierra, no exceptuó
a nadie ni privó a nadie de su potestad?
Pues, «¿quién podría dudar de que los sacerdotes de Cristo
son considerados los padres y maestros de los reyes, los príncipes y de todos
los fieles?»
De ello se seguía que tenía potestad tanto para excomulgar
como para deponer al emperador. Y la unción imperial no confería, a juicio de
Gregorio, autoridad alguna al emperador; pues «se concede mayor poder a un
exorcista, cuando se le constituye como emperador espiritual para expulsar a demonios,
que el que podría otorgarse a cualquier seglar para el dominio temporal».
«Los reyes y príncipes de la
tierra, seducidos por la vana gloria, anteponen sus intereses a las cosas del
espíritu; mientras que los pontífices piadosos, despreciando la vanagloria,
colocan las cosas de Dios por encima de las de la carne».
Y, en verdad, «¿quién ignoraría que los reyes y duques
tuvieron su origen en hombres que, ignorantes de Dios y movidos por el orgullo,
la rapiña, la perfidia, los homicidios y casi toda suerte de crímenes, bajo la
instigación del diablo, príncipe de este mundo, buscaron con deseo ciego y
presunción intolerable dominar a sus iguales, esto es, a otros hombres?»[6]
La actitud de Hildebrando frente al
poder político era casi maniquea por la violencia de su rechazo. El
maniqueísmo, herejía dualista que veía en la naturaleza material un principio
maligno, nació en Persia y conoció una historia sumamente diversa tras la
ejecución de su fundador, Mani, en 276. Se propagó hacia Occidente hasta el
Imperio romano, donde san Agustín profesó el maniqueísmo antes de abrazar el
cristianismo. Hacia fines del primer milenio reapareció bajo la forma de la
secta de los paulicianos en Asia Menor, luego entre los bogomilos de Bulgaria y
Bosnia, y más tarde entre los cátaros del sur de Francia; subsistió incluso en
el sur de China hasta el siglo XVI.
La actitud de Hildebrando era maniquea en cuanto
interpretaba la relación entre Iglesia y Estado como un conflicto dualista
entre el bien y el mal, la luz y las tinieblas. Del mismo modo que los
maniqueos — como todas las herejías de carácter gnóstico — aspiraban a
emanciparse de la carne y de la naturaleza material, consideradas
intrínsecamente impuras, así los gregorianos aspiraban a emanciparse del
Estado, considerado intrínsecamente malo. Para ellos no podía haber un rey
verdaderamente bueno: la realeza debía recaer en los únicos buenos, los
sacerdotes. Como observa de Rosa a propósito de un papa posterior, fiel
seguidor de la doctrina de Hildebrando, «se trataba de un maniqueísmo aplicado
a las relaciones entre Iglesia y Estado: la Iglesia, espiritual, era buena; el
Estado, material, era esencialmente obra del diablo. Este absolutismo político
sin velos minaba la autoridad de los reyes y, llevado a sus últimas
consecuencias, conduciría a la anarquía».[7]
Desde luego, la idea de que el sacerdocio era en esencia
superior a la realeza no era en sí misma herética, y podía encontrar apoyo en
los Padres. Sin embargo, los Padres siempre reconocieron que los reyes tenían
supremacía de jurisdicción en su propio ámbito, pues el poder de los
gobernantes seculares procede de Dios y es digno del honor que corresponde a
toda institución establecida por Dios. De hecho, poco antes del cisma, el
latino Pedro Damián había escrito: «En el rey se reconoce verdaderamente que Cristo
reina».[8] Lo
verdaderamente nuevo, perturbador y radicalmente antipatrístico de las palabras
de Gregorio eran su desprecio abierto por la realeza, su rechazo absoluto a
reconocerle dignidad o santidad alguna y las implicancias proto-comunistas que
encerraban ya que los gobernantes no tenían derecho a gobernar si él no se
lo concedía.
El corolario de todo esto era que el único gobernante
legítimo era el Papa. Pues, “si la santa sede apostólica, en virtud del
poder principesco que le ha sido conferido divinamente, ejerce jurisdicción
sobre las materias espirituales, ¿por qué no también sobre las seculares? Por
lo que, en 1077, Gregorio escribió a los gobernantes seculares de España que el
reino de España pertenecía a san Pedro y a la Iglesia romana «en justo dominio».
La Iglesia española fue objeto de una sustitución casi total
de su jerarquía eclesiástica —obispos, arciprestes, canónigos catedralicios y
numerosas abadías — por prelados franceses de obediencia cluniacense, fieles a
la llamada “Reforma”, en particular a la de Gregorio VII a fines del siglo XI; Esta
reordenación contó con el respaldo de los propios soberanos, entre ellos
Alfonso VI, y fue acompañada por la supresión violenta del rito litúrgico
ibérico tradicional.
Y a los gobernantes seculares de Cerdeña les escribió en
1073 que la Iglesia romana ejercía sobre ellos «un cuidado especial e
individual», lo cual — como lo demostraría una carta posterior de 1080 —
significaba que se enfrentarían a una invasión armada si no se sometían a las
condiciones del papa.
Del mismo modo, en 1075
amenazó al rey Felipe I de Francia con la excomunión, tras advertir al
episcopado francés que, si el rey no corregía su conducta, pondría a Francia
bajo interdicto, añadiendo: «No dudéis de que, con la ayuda de Dios, haremos
todo lo posible por arrebatarle el reino de Francia»[9]
Pero todo esto habría quedado en simples palabras si
Gregorio no hubiera contado con la capacidad de forzar la sumisión. Demostró
dicha capacidad cuando escribió a uno de los vasallos del rey Felipe, el duque
Guillermo de Aquitania, y lo invitó a amenazar al rey. El monarca dio marcha atrás…
Este poder se manifestó con aún mayor claridad en su célebre
enfrentamiento con el emperador Enrique IV de Alemania. Tuvo su origen en una querella
entre el papa y el emperador en torno a la sucesión de la sede de Milán.[10] Gregorio esperaba que Enrique se retirara, como había hecho
el rey Felipe; pero no ocurrió así, probablemente porque la sede milanesa
controlaba los pasos alpinos y, con ello, el acceso del emperador a sus
dominios italianos. En enero de 1076, Enrique respondió convocando un sínodo de
obispos en Worms, que se dirigió a Gregorio como “el hermano Hildebrando”, y
donde afirmo que su despotismo dentro de la Iglesia había degenerado en
gobierno de la muchedumbre y le negó toda obediencia: «Ya que, según tu propia pública
proclamación, ninguno de nosotros ha sido obispo para ti, así tampoco tú serás
papa para ninguno de nosotros».[11]
Gregorio respondió de un modo revolucionario. En un sínodo
celebrado en Roma declaró depuesto al emperador. Dirigiéndose a san
Pedro, dijo: «Retiro a Enrique, rey, hijo del emperador Enrique, la totalidad
del reino de los germanos y de Italia, pues se ha levantado en contra tu
Iglesia con una inaudita arrogancia. Y absuelvo a todos los cristianos del
vínculo del juramento que le han prestado o que en adelante pudieran prestarle.
Asimismo, a cualquiera servirle como Rey»[12]
Al absolver a los súbditos de su lealtad al monarca,
Gregorio, como señala Robinson, «sancionó en la práctica la rebelión contra la
autoridad real…»[13]
Los papistas contradecían así un decreto papal anterior,
promulgado en 963, que confirmaba la práctica de la investidura imperial,
mostrando con ello su apartamiento de la tradición ortodoxa en materia de
relaciones entre Iglesia y Estado. Los autores hildebrandianos comenzaron, en
el siglo XI, a poner en duda la autenticidad del decreto del papa León VIII
(†965), por cuanto se oponía a su revolución contra la Sinfonía. Con
anterioridad a ello, el poder imperial [o regio] en la vida de la Iglesia se
consideraba tan fundamental como el poder sacerdotal para asegurar la armonía
entre los pueblos cristianos, sobre todo en la regulación de las elecciones de
obispos, arzobispos y papas. Cuando el decreto habla del derecho del Poder
civil ortodoxo a “ordenar”, no era que se refiriera al acto de la imposición de
manos ni a la lectura de las oraciones consagratorias para la venida del
Espíritu Santo a fin de hacer de un hombre un obispo, etc.; se refería al
derecho del patriciado a participar en las elecciones, a certificar los
mandatos e incluso, en algunos casos, a vetar determinados candidatos si se
determinaba que el candidato podía resultar perjudicial para la comunidad
cristiana. Después de lo cual, los obispos de una provincia local debían
consentir y acordar realizar la Consagración.
Conviene señalar que este procedimiento —esto es, que el
rey, el emperador o el patricio participaran en la elección efectiva y en la
investidura de un obispo, arzobispo o papa— fue explícitamente condenado como
herético y “simoníaco” por los hildebrandianos del siglo XI durante su llamada
“Reforma”, cuyo objetivo era subvertir la antigua concepción de la Sinfonía. No
deja de ser significativo que este derecho y privilegio ancestral del pueblo
cristiano fuera confirmado por el papa León VIII, elegido en el sínodo romano
de 963, el mismo sínodo que depuso del obispado de Roma al reprobado Juan XII,
también llamado Octaviano. De ahí que surgieran intentos posteriores – carentes
de toda causa razonable – de presentar a León VIII como un “antipapa temporal”.
Y a esto añadió la publicación del célebremente
megalomaníaco Dictatus Papae, en el que se afirmaba: «El papa no puede
ser juzgado por nadie; la Iglesia romana nunca ha errado ni errará jamás hasta
el fin de los tiempos; la Iglesia romana fue fundada únicamente por Cristo;
solo el papa puede deponer y restituir obispos; solo él puede promulgar nuevas
leyes, erigir nuevos obispados y dividir los antiguos; solo él puede trasladar
obispos; solo él puede convocar concilios generales y autorizar el derecho
canónico; solo él puede revisar sus propios juicios; solo él puede usar las
insignias imperiales; puede deponer emperadores; puede absolver a los súbditos
de su lealtad; todos los príncipes deben besar sus pies; sus legados, aun
perteneciendo a órdenes inferiores, tienen precedencia sobre todos los obispos;
una apelación a la corte papal suspende el juicio de todos los tribunales
inferiores; y un papa debidamente ordenado es hecho indudablemente santo por
los méritos de san Pedro».[14]
Robinson continúa: «La confusión
entre lo espiritual y lo secular en el pensamiento de Gregorio VII se
manifiesta de manera particularmente clara en la terminología que empleó para
describir a los laicos a los que reclutó con el fin de promover sus objetivos
políticos. Sus cartas están plagadas de expresiones como “la milicia de
Cristo”, “el servicio de san Pedro”, “los vasallos de san Pedro” (…) El
lenguaje militar es, desde luego, frecuente en los escritos patrísticos. San
Pablo había evocado la imagen del soldado de Cristo que libra una guerra
enteramente espiritual… En las cartas de Gregorio VII, sin embargo, la metáfora
tradicional se desliza hacia una literalidad efectiva… Para Gregorio, la
“milicia de Cristo” y la “milicia de san Pedro” pasaron a significar, no las
luchas espirituales de los fieles, ni los deberes del clero secular, ni las
incesantes devociones de los monjes, sino más bien los enfrentamientos armados
de los caballeros feudales en los campos de batalla de la Cristiandad…»[15]
Se trataba de política de poder bajo el disfraz de
antipolítica; y funcionó. Aunque en un sínodo celebrado en Worms en 1076
algunos obispos apoyaron a Enrique, afirmando que el papa había “introducido lo
mundano en la Iglesia”, que “los obispos habían sido despojados de su autoridad
divina” y que “la Iglesia de Dios estaba en peligro de destrucción”, aun así
Enrique comenzó a perder apoyos, y en 1077 se vio obligado, junto con su esposa
y su hijo, a atravesar los Alpes en pleno invierno y a hacer penitencia ante
Gregorio, permaneciendo durante tres días casi desnudo en la nieve, a las
puertas del castillo de Canossa. Gregorio le devolvió la comunión, pero no el
trono…
Canossa se convirtió en el símbolo duradero de la herejía
papocesarista. Poco después comenzó a gestarse la rebelión en Alemania, cuando
Rodolfo, duque de Suabia, fue elegido antirrey. Durante un tiempo Gregorio
dudó. Pero en 1080 depuso a Enrique, liberó a sus súbditos de su fidelidad y
declaró que la realeza le había sido concedida a Rodolfo. Enrique, sin embargo,
logró rehacerse: convocó un sínodo episcopal que declaró depuesto a Gregorio y
posteriormente a otro sínodo que eligió como antipapa a Wibert de Rávena. En
octubre de 1080 Rodolfo cayó muerto en batalla. En 1083 Enrique y Wibert
avanzaron sobre Roma. Al año siguiente, Wibert fue consagrado papa bajo el
nombre de Clemente III y coronó a Enrique como emperador Gregorio huyó de Roma
con ayuda de los normandos y murió en Salerno en 1085.[16]
Todo parecía indicar que Gregorio había fracasado; sin
embargo, sus ideas perduraron, así como el conflicto entre el papado y el
imperio, que se prolongó durante siglos. Ambas partes adoptaron posiciones
extremas, señal inequívoca de que en Occidente se había perdido la comprensión
ortodoxa de la sinfonía de poderes.
Joseph Canning observa: «La reflexión sobre los problemas
que la Querella de las Investiduras planteó acerca de la relación entre el
poder temporal y el espiritual no se confinó a Alemania e Italia, sino que fue
visible en Francia desde los años 1090 y en Inglaterra a partir del cambio de
siglo. En realidad, la formulación más radical se hallaba en un tratado surgido
en los dominios anglonormandos. Su autor, conocido durante largo tiempo como el
Anónimo de York, pero identificado posteriormente, gracias a los estudios de
George H. Williams, como el Anónimo Normando, redactó su obra en el continente,
posiblemente en Ruan, hacia el año 1100.
Expresó la concepción tradicional según la cual los poderes
real y sacerdotal estaban unidos en Cristo; pero la independencia intelectual
del autor se manifestó en el desarrollo de su argumentación. Sostenía que
Cristo era rey en virtud de su naturaleza divina y sacerdote en virtud de su
naturaleza humana, con el resultado de que la realeza era superior al
sacerdocio tanto en Cristo como en su vicario, el rey.
Ahora bien, mientras Cristo era Dios por naturaleza, el rey
lo era por gracia, es decir, por la unción: por naturaleza era un hombre
individual; por gracia, un christus, un Dios-hombre. En cuanto rey
ungido, como “figura e imagen de Cristo y de Dios (figura et imago Christi
et Dei)”, reinaba en comunión con Cristo. De ello se seguía que «es
evidente que los reyes poseen el poder sagrado del gobierno eclesiástico
incluso sobre los propios sacerdotes de Dios, y dominio sobre ellos, de modo
que también ellos mismos puedan gobernar la santa Iglesia con piedad y fe». El
sacerdocio estaba sujeto al rey, como a Cristo. En consecuencia, el rey podía
nombrar e investir obispos. Subyacía a estas afirmaciones la idea de que la
jurisdicción era superior al poder sacramental, noción común tanto a los
gregorianos como a sus adversarios realistas. Pero el Anónimo invertía la
posición papalista al negar al sacerdocio toda potestad gubernativa y
reservarla exclusivamente al rey. No consideraba, además, que el hecho de que
los obispos consagraran a los reyes los hiciera en modo alguno superiores, pues
existían numerosos ejemplos de potestades inferiores que elevaban a otras
superiores a un cargo.
De todas las cuestiones debatidas en la literatura polémica
de la Querella de las Investiduras, la decisiva era si el papa poseía realmente
autoridad para absolver a los súbditos de sus juramentos de fidelidad y deponer
a los reyes. En este punto el papado pisaba su terreno más inestable, y sus
pretensiones resultaban especialmente escandalosas, en cuanto a que contradecían
los presupuestos fundamentales de la sociedad secular. Estaban en juego
cuestiones fundamentales relativas a la obediencia a la autoridad y a la
legitimidad de la rebelión. Ambos bandos coincidían en considerar la realeza
como un oficio limitado por su función, tomando en cuenta la tradición de
Gregorio I, los henricianos – siguiendo al Papa – dejaban al rey errante al
juicio de Dios, mientras que los partidarios de Gregorio VII así justificaban –
en su interpretación sobre la noción del oficio del rey la
intervención humana para deponerlo, contribuyendo así de manera decisiva a la
desacralización de la realeza. El centro de esta argumentación era el papel del
Papa.
Manegoldo de Lautenbach llevó esta posición aún más lejos al
afirmar que un rey injusto o tiránico había roto el pacto (pactum)
fundacional con su pueblo y que, al romper el vínculo de fidelidad, el pueblo
quedaba automáticamente liberado del juramento de obediencia…»[17]
Resulta fácil advertir cómo concepciones de este género
pudieron desembocar en una teoría plenamente desarrollada de la soberanía
popular, e incluso en la doctrina del contrato social. En la Querella de las
Investiduras se halla ya, en estado embrionario, toda la tragedia del posterior
desarrollo revolucionario de la civilización occidental.[18]
[1] David Allen Rivera, Final
Warning, capitulo 10
[2]Nota de traductor – Esta información
también se encuentra disponible en el estudio académico de George L. Williams; Papal
Genealogy. Mc
Falrand & Company, Inc., editores. Jefferson, Carolina del Norte,
Estados Unidos. 1998. págs. 20 y 215.
[3] De Rosa, Vicars of Christ,
Londres: Bantam Press, 1988, págs. 65 y 66.
[4]
De Rosa, op. cit., pp. 65, 66.
[5] Canning, A History of Western Political
Thought, 300-1450, Londres y Nueva York: Routledge, 1996 págs. 96 y 97.
[6]
Citado de Canning, op. cit., pp. 91-93.
[7]
De Rosa, op. cit., p. 69.
[8] Pedro Damian, Epistola 8, 2, P.L. 144,
436.
[9] I.S. Robinson, “Gregory VII and the Soldiers of
Christ”, History, vol. 58, N 193, June, 1973, pp. 174-175.
[10] Henry Bettenson and Chris
Maunder, Documents of the Christian Church, Oxford
University Press, third edition, 1999, p. 113.
[11] Henry Bettenson and Chris
Maunder, Documents of the Christian Church, Oxford
University Press, third edition, 1999, pág 114.
[12] Ibid.
[13] Robinson, op. cit., p. 175.
[14] R.W. Southern, Western Society and the
Church in the Middle Ages, London: Penguin, 1970, p. 102.
[15] Robinson, “Gregory VII and
the Soldiers of Christ”, pp. 177, 178.
[16] Popovich, The Orthodox Church and Ecumenism,
Thessalonica, 1974, pp. 180-181.
[17] Canning, op. cit.,
pp. 104-105.
[18]
Como escribió el poeta ruso F. I. Tiútchev en 1849:
« La revolución —apoteosis del mismo yo humano llegado a su completa madurez—
no tardó en reconocerse en ellos y en acoger como a dos de sus gloriosos
predecesores tanto a Gregorio VII como a Lutero. En ella habló el parentesco de
sangre: aceptó al primero pese a su fe cristiana y casi divinizó al segundo,
aun siendo papa.
Pero si la semejanza manifiesta que une a los tres miembros
de esta serie constituye el fundamento de la vida histórica de Occidente, el
punto de partida de este vínculo debe reconocerse necesariamente en la profunda
deformación a la que el principio cristiano fue sometido por el orden que Roma
le impuso. A lo largo de los siglos, la Iglesia occidental, bajo la sombra de
Roma, perdió casi por completo el aspecto del principio originario que le había
sido señalado. Dejó de ser, en medio de la gran sociedad de los hombres, la
sociedad de los creyentes, libremente unidos en espíritu y en verdad bajo la
ley de Cristo; se transformó en una institución política, en una fuerza
política, en un Estado dentro del Estado. Puede decirse con verdad que, durante
todo el curso de la Edad Media, la Iglesia en Occidente no fue otra cosa que
una colonia romana implantada en una tierra conquistada…»
(Tiútchev, «El Papado y la cuestión romana», en Politicheskie Stat’, París,
YMCA Press, 1976, pp. 57-58).

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