Vladimir Moss
La transformación del
cesaropapismo germánico en papocaesarismo —y del papado en un auténtico Estado
secular despótico— fue obra de uno de los mayores déspotas “espirituales” que
haya conocido la historia: el papa Gregorio VII, más conocido como Hildebrando…
Antes de ceñirse la tiara, Hildebrando había sido consejero
del papa León IX, quien, durante su episcopado en Toul, en Lorena, cayó bajo la
influencia de una red monástica dominada por la gran abadía borgoñona de Cluny,
fundada en 910 por el duque Guillermo el Piadoso de Aquitania.
Los monasterios cluniacenses no eran Eigenkirchen,
sino fundaciones estauropegiales, emancipadas del control de cualquier señor
feudal. Precisamente por ello asumieron la jefatura de un poderoso movimiento
reformista dirigido contra las corrupciones introducidas en la Iglesia por el
orden feudal, con un éxito nada desdeñable.[1]
«Los cluniacenses» —escribe Jean
Comby— «restauraron los principios fundamentales de la Regla benedictina: la
libre elección del abad y la independencia respecto de príncipes y obispos.
Además, la abadía afirmó su obediencia directa al papa. Durante los siglos XI y
XII se convirtió en la cabeza de una Orden que se multiplicó por toda Europa.
De hecho, a diferencia de los antiguos monasterios, todos los nuevos que se
fundaron permanecieron bajo la autoridad del abad de Cluny. En su apogeo, el “Estado
de Cluny” llegó a comprender unos 50.000 monjes».[2]
El papa León IX introdujo los principios del movimiento
cluniacense en el gobierno de la Iglesia, pero con resultados que fueron mucho
más allá de los fines originales de dicho movimiento, y que acabarían en la
ruptura definitiva de Occidente con la Nueva Roma y con la comunidad de
naciones bizantina.
«Desde el comienzo» — escribe
Papadakis — «el nuevo papa estaba decidido a convertir el papado en un
instrumento de rejuvenecimiento espiritual y moral, tanto en la propia Roma
como en toda Europa. Con este fin, el papa León emprendió viajes por el centro
y el sur de Italia, pero también por Francia y Alemania, cruzando los Alpes en
tres ocasiones. De hecho, de sus cinco años de pontificado, casi cuatro años y
medio los pasó en continuos viajes fuera de Roma.»
Los numerosos sínodos regionales de carácter reformador
celebrados durante estas prolongadas estancias se dirigieron con frecuencia
contra el tráfico de oficios eclesiásticos y la falta de castidad del clero. Su
finalidad principal consistía en liberar a la Iglesia de tales abusos mediante
la restauración de la disciplina canónica. Se puso reiteradamente de relieve la
necesidad de reafirmar, para todo el clero, tanto la validez como la
obligatoriedad del derecho canónico.
Y no solo se promulgaron decretos contra la simonía y la
relajación de las costumbres, sino que los clérigos simoníacos y concubinarios
fueron examinados y, cuando fue preciso, suspendidos, depuestos e incluso
excomulgados. El objetivo, en suma, era también la punición de los infractores.
Aunque los sínodos no siempre alcanzaron el resultado deseado, nadie ponía en
duda la seriedad con que León IX y sus colaboradores afines procedían. El
efecto inmediato de esta intensa actividad fue con frecuencia extraordinario…
«En conjunto» — señala Papadakis— «el avance del nuevo
programa papal no fue en absoluto un camino sin sobresaltos. La protesta
generalizada, a menudo acompañada de violencia, habría de continuar durante
décadas. Con todo, hacia finales del siglo, los defensores populares de la
simonía, del matrimonio clerical y de los abusos de la iglesia propietaria
habían desaparecido en su mayor parte. Los partidarios de la reforma, en
cualquier caso, demostraron ser más intransigentes que sus adversarios, aun
cuando estos fueran con frecuencia más numerosos.
Esto se hizo particularmente evidente en la hábil ofensiva
de los reformadores para convertir el celibato en un requisito absoluto para la
ordenación. Este aspecto del programa gregoriano se vio reforzado por el ideal
monástico, puesto que muchos de los reformadores eran de hecho monjes y ya
habían abrazado una vida continente. Algunos, como el asceta Pedro Damián,
cardenal-obispo de Ostia, llegaron incluso a tratar el problema como una
herejía y no como una mera cuestión disciplinaria.
Pero es posible que los reformadores fuesen igualmente
intransigentes en este punto porque estaban convencidos de que la continencia
clerical obligatoria podía impulsar el proceso de des-laicización —otro
objetivo más general de su programa—. Un sacerdocio monasticizado era visto,
sencillamente, por los reformadores de todas partes como un correctivo decisivo
frente a la implicación del clero en el mundo. Si la estrategia tenía éxito, se
esperaba que proporcionara al clero ese sentido de solidaridad y de identidad
corporativa necesario para distinguirlo de los laicos.
En todos los aspectos esenciales, como ha señalado un
estudioso, las iniciativas reformadoras de los papas fueron “un intento, por
parte de hombres formados en la disciplina monástica, de remodelar la Iglesia y
la sociedad según ideales monásticos… de enseñar a los eclesiásticos a pensarse
a sí mismos como un ‘orden’ distinto, con un modo de vida totalmente diferente
del de los seglares.
Detrás de la campaña por el celibato, en suma, más allá de
las cuestiones morales y canónicas implicadas, se encontraba el deseo de
separar a todos los eclesiásticos del laicado y situarlos por encima de él; la
necesidad de crear una élite espiritual mediante la separación del sacerdote
respecto del laico ordinario constituía una prioridad urgente. Sin duda, a la
postre, el sacerdocio gregoriano llegó a alcanzar cierta libertas e
incluso un sentido de comunidad, pero solo al precio de una aguda oposición entre
él mismo y el resto de la sociedad.
Por el contrario, en el Oriente cristiano, como en el
cristianismo primitivo, un sacerdocio enteramente célibe nunca llegó a
convertirse en la norma…» [3]
A veces ocurre que un proceso histórico importante que
avanza en una determinada dirección oculta la presencia de otro que se
desarrolla exactamente en la dirección opuesta. El proceso de reforma
eclesiástica iniciado por el papa León IX en 1049, cuyo objetivo era liberar a
la Iglesia del control secular, fue —con la excepción del elemento del celibato
clerical— un programa loable y necesario. Pero la creciente distancia que
introdujo entre el clero y el laicado estaba cargada de peligros. En particular,
amenazaba con socavar el lugar tradicional que ocupaban en la sociedad
cristiana los reyes ungidos, quienes se situaban en una posición
intermedia entre el clero y los laicos.
Y en manos de dos clérigos ambiciosos que ingresaron al
servicio del papado aproximadamente por entonces — el cardenal Humberto de
Silva Candida y el archidiácono Hildebrando—, esta dinámica amenazó con
sustituir simplemente la variante cesaropapista del feudalismo por una variante
papocaesarista: esto es, reemplazar la sujeción del clero a los señores laicos
por la sujeción del laicado, e incluso de los reyes, a señores clericales —o,
mejor dicho, a un solo señor clerical, el Papa —. Pues, como escriben Ranson y
Mott, “en muchos aspectos, por su estructura, el papado no es otra cosa que una
forma religiosa del feudalismo…”.[4]
El problema era que, hacia mediados del siglo XI, Iglesia y
Estado se hallaban tan profundamente entrelazados que nadie, en ninguno de los
bandos de la disputa, podía concebir un retorno al sistema tradicional de la
“sinfonía de los poderes”, que permitía la independencia relativa de ambas
potestades dentro de una misma sociedad cristiana. Así, la Iglesia deseaba
liberarse de la “investidura laica”; pero no quería verse privada de las
tierras, los vasallos y, por consiguiente, del poder político que acompañaban a
dicha investidura.
De hecho, el último acto en la vida del propio papa León IX
fue marchar a la batalla al frente de un ejército pontificio en 1053 — en
alianza, irónicamente, con los bizantinos — con el fin de asegurar sus dominios
feudales en Benevento, que le habían sido concedidos por su pariente, el
emperador Enrique III.
La sociedad occidental contemporánea quedó conmocionada;
pues, aunque los obispos se habían vuelto mundanos y profundamente enredados en
los asuntos seculares, todavía se consideraba que la guerra no era una
actividad propia de un eclesiástico. Pero ese escándalo no fue nada en
comparación con el trauma provocado en las décadas de 1070 y 1080 por la
transformación de la Iglesia en un feudo encabezado por el propio Hildebrando.
Todos los cristianos — afirmaba — eran “soldados de Cristo”
y “vasallos de San Pedro”, es decir, del Papa; y el Papa tenía el derecho de
llamar a todos los laicos a quebrantar sus juramentos feudales y a tomar las
armas contra sus señores, en obediencia a él mismo, su supremo señor feudal,
quien los recompensaría no con tierras ni con seguridad material, sino con la
absolución de los pecados y la vida eterna.
Así pues: liberación del control laico, por un lado; pero
control sobre el laicado y un mayor poder secular, por el otro. Tal fue el
programa —a la vez contradictorio e hipócrita— del papado “reformado”.
Continuación de este articulo en: La Revolución gregoriana
[1]
El fundador del movimiento, el abad Odón de Cluny, había sido incluso
nombrado archimandrita de Roma por Alberico II, con autoridad para reformar
todas las casas monásticas del distrito (Peter Llewellyn, Rome in the Dark Ages,
Londres: Constable, 1996, p. 309).
[2] Jean Comby, How to
Read Church History, Londres: SCM Press, 1985, vol. 1, págs. 140-141.
[3] Aristides Papadakis, The
Orthodox East and the Rise of the Papacy, Crestwood, Nueva York, op.
cit., pp. 34, 36-37.
Peter de Rosa (Vicars of Christ, Londres:
Bantam Press, 1988, p. 420) coincide plenamente con este juicio: «La razón
fundamental para mantener la disciplina [del celibato clerical] era la que más
importaba a Gregorio VII: un sacerdote célibe debía obediencia total no a una
esposa ni a hijos, sino a la institución. Era un producto de la institución. El
sistema romano era absolutista y jerárquico; para funcionar, necesitaba
operadores completamente sometidos a la autoridad de sus superiores. Los
conservadores de Trento [el concilio papista de 1545] fueron absolutamente
explícitos: sostuvieron que, sin el celibato, el papa no sería más que el
obispo de Roma. En suma, el sistema papal se vendría abajo sin la obediencia
incondicional del clero. El celibato, por confesión del propio Trento, no fue
ni es ante todo una cuestión de castidad, sino de control…».
[4]
Patric Ranson y Laurent Motte, introducción a Cirilo Lampryllos, La
Mystification Fatale (La Mistificación Fatal), Lausana, Francia, 1987, p.
14 (en francés)., p. 14.
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