Su vida
Konstantin Nikolaevich Leontiev nació el 13 de enero de 1831 en una familia noble que ya había perdido su esplendor de los días pasados. La casa de su familia estaba situada en el pueblo rural de Kudinovo, en la provincia de Kaluga, al suroeste de Moscú, y fue allí donde Konstantin, el menor de siete hijos, recibió su educación inicial de parte de su madre hasta que tuvo la edad suficiente para ingresar en el Gimnasio de Smolensk en 1841.
Su padre era distante y, al parecer, una figura que el joven
despreciaba.
Su madre, por otro lado, fue una influencia formativa, un
refugio al que regresaría en numerosas ocasiones. La idolatraba por su
exquisito gusto y su devoción a la emperatriz María Fyodorovna (1759-1828),
algo que ella había adquirido en el Instituto Catalina en San Petersburgo,
donde fue la favorita de la emperatriz. Proveniente de la aristocrática y
prestigiosa familia Karabanov, ella era naturalmente una firme defensora de la monarquía,
a pesar de ser distante en lo que respecta a la religiosidad.
Así, Leontiev creció en un entorno que lo predisponía
fuertemente a disfrutar del ritual exterior y el simbolismo del Estado ruso,
sin transmitirle su contenido fundamental: el cristianismo ortodoxo. El poco
sentimiento religioso que tenía le fue inculcado por una tía a la que admiraba
mucho.
Los episodios de enfermedad durante su juventud le causaron
problemas tempranos en su educación, pero cuando Leontiev encontró su lugar en
el Gimnasio de Kaluga, se desempeñó excepcionalmente y obtuvo el derecho a
ingresar a la universidad sin necesidad de presentar un examen de admisión.
Para 1849, estaba estudiando en la facultad de medicina de la Universidad de
Moscú, tratando de cumplir el deseo de su madre de que sea médico. Fue aquí
donde desarrolló una pasión por la escritura. La pluma le sirvió como escape de
los aspectos de la vida estudiantil que le desagradaban: el amor no
correspondido, la soledad y la grosería de sus compañeros maleducados.
Le presentó su primera comedia, Matrimonio por amor,
al prolífico novelista ruso Ivan Turgenev (1818-1883), quien casualmente vivía
frente a su residencia en Moscú. Para su asombro, Turgenev respondió elogiando el
relato de su comedia, avivando las ambiciones de Leontiev y revirtiendo su
depresión.
Lamentablemente, los remezones de la Revolución de 1848
todavía se seguían sintiendo en Rusia, lo que hacia que los criterios aplicados
por los censores del gobierno para aprobar o denegar la publicación de obras fueran
extremadamente estrictos, por lo que Matrimonio por amor no fue
aprobado cuando Leontiev intentó publicarlo en 1851. El joven estudiante no
permitió que este temprano fracaso lo disuadiera de seguir escribiendo, ni
mucho menos lo distrajera de sus estudios, y recibió su diploma en 1854, antes
de lo previsto. Logró publicar algunos cuentos, principalmente comedias, que le
generaron algunos ingresos modestos pero no aún el reconocimiento que deseaba.
Ahora como médico titulado, se ofreció como voluntario para
servir como médico de batallón y regimiento en la brutal Guerra de Crimea, que
había estallado el año anterior. Fue reasignado a varios regimientos y
hospitales de campaña mientras los combates continuaban, encontrando poco
respiro en sus deberes. Se dio de baja del servicio en 1857, poco después de
que la guerra llegara a su fin, buscando algo más estable que le permitiera
perseguir una carrera literaria. Apenas tenía espacio en su maletín médico para
su equipo junto con los numerosos borradores de sus futuros libros.
Se mudó a San Petersburgo, con la esperanza de encontrar
audiencias receptivas, pero pocos estaban interesados en sus obras y pronto
cayó en dificultades económicas. Fue el año crucial y sombrío de 1861 que
marcaría un punto de inflexión en la vida de Leontiev. Mientras trabajaba
brevemente como médico familiar en algunas localidades rurales, continuó
sintiendo la irresistible atracción del sur y pronto regresó a Crimea. Allí se
casó con Elizabeth Pavlovna Politova, la hija semianalfabeta pero muy hermosa de
un comerciante griego. Se había enamorado de ella durante su estancia en
Simferopol. Su matrimonio fue generalmente turbulento, y su esposa sufrió una
crisis de salud mental que la llevó a ser institucionalizada periódicamente a
lo largo de su vida.
De regreso en San Petersburgo, publicó su primera
novela, Podlipki. La historia de un joven que navega en el
conflicto entre su nostalgia por la inocencia juvenil y las cosas infelices
descubiertas en la adultez, Podlipki tuvo solo un éxito
moderado, y Leontiev comenzó a buscar una nueva carrera. Más que su matrimonio
y su primer libro, lo que hizo que 1861 fuera tan importante en la vida de
Leontiev fue el surgimiento de su filosofía de la estética, que expondremos en
detalle más adelante. Podemos comenzar a rastrear este desarrollo hasta 1861
porque, a la vez que publicaba Podlipki, Leontiev estaba planeando
frenéticamente su próximo libro, En su tierra.
Es en esta novela donde encontramos a Leontiev hablando a
través de sus personajes sobre la devaluación absoluta de la moral, el rechazo
de las ideas liberales tan populares entre la juventud rusa y la glorificación
de la estética como el ideal más alto. “La moralidad”, según el representante
ficticio de Leontiev, “es el recurso de la gente mediocre”[1].
Para 1862, el desarrollo de esta idea – que florecía a la zaga de la
desesperación del trabajo mundano y las necesidades financieras que lo forzaron
a retornar a la propiedad de su madre en Kudinovo – estaba completo.
Saliendo una vez más de la oscuridad interior, Leontiev
encontró una nueva vocación en el servicio diplomático del Ministerio de
Asuntos Exteriores bajo el zar Alejandro II (1818-1881). Después del fallido
levantamiento polaco de 1863, hubo una gran ola de patriotismo en el imperio, y
muchos rusos estaban ansiosos por servir a su país. Este orgullo nacional no
podía dejar de influir en Leontiev. La adoración eslavófila por los
atributos únicos de Rusia, entonces en boga, también encontró eco en En
su tierra, que aún estaba en progreso.
Nombrado dragomán (intérprete) para el consulado ruso
en Kanea, en la isla de Creta, en octubre de 1863, Leontiev dejó su patria y asumió
un rol que no solo le permitía aprovechar su talento para la argumentación,
sino que también le daba tiempo libre para dedicarse a la escritura.
Publicó En su tierra al año siguiente. Solo siete meses
después de comenzar su trabajo en Creta, generó un pequeño incidente
diplomático cuando, indignado por los comentarios despectivos sobre Rusia del
cónsul francés, lo golpeó con un látigo. Leontiev recordaría la isla con cariño
en su primera obra de no ficción, Bocetos de Creta (1866),
pero el servicio lo trasladó a Adrianópolis inmediatamente después del
incidente. Por un lado, la misantropía ocasional, la irritabilidad y las
extrañas excentricidades de Leontiev (que incluían negarse a usar el uniforme
diplomático en favor de un abrigo verdaderamente ruso que había hecho a medida)
molestaban a sus superiores, pero, por otro lado, no querían perder a un
intelecto tan evidente.
Sirvió en Adrianópolis durante dos años, después de lo cual
se convirtió en vicecónsul en Tulcea (Rumania), donde publicó su siguiente
novela, Las confesiones de un marido (1867). Su jornada
laboral a menudo consistía en apenas una hora y media de recibir visitantes y
firmar documentos, mientras recibía un generoso salario y alojamiento gratuito.
En ese momento, estaba planeando su logro literario más ambicioso, una serie de
novelas bajo el título El río del tiempo, pero nunca estuvo
satisfecho con lo que escribió y posteriormente destruyó todo rastro de la
obra. Otras novelas como Chryso (1868) y Hamid y
Manoli (1869), ambas ambientadas en su amada Creta, le dieron a
Leontiev cierta medida de reconocimiento, aunque no el que esperaba. Aun así,
su producción literaria alcanzó su punto máximo durante este período, en el que
generalmente se cree que sus posturas políticas anacrónicas y reaccionarias se consolidaron,
derivadas del núcleo central de su filosofía de la estética. También cabe
destacar que fue durante su nombramiento en Tulcea cuando su esposa comenzó
trágicamente a mostrar los primeros signos de locura. Era una mujer celosa, y
las numerosas aventuras extramaritales de Leontiev afectaron gravemente su
estado mental.
Volviendo a actividades más académicas, Leontiev presentó un
ensayo extenso, Literatura y nacionalidad, al embajador en
Constantinopla, Nikolay Ignatiev (1832-1908), para su aprobación. Fue tan bien
recibido que finalmente se le otorgó el cargo completo de cónsul, primero en la
ciudad albanesa de Ioannina en 1869, y luego en Salónica, Grecia, en 1871. Se
estaba preparando para el cargo de cónsul general de Bohemia cuando cayó
gravemente enfermo. No está claro exactamente cuál era la naturaleza de la
enfermedad (él sospechaba que era cólera), pero dejó a Leontiev postrado en
cama y cerca de la muerte. Su madre también había muerto ese año, dejándolo en
un estado mental frágil. Cuando un monje del Monte Athos le entregó un ícono de
la Madre de Dios, Leontiev informó haber tenido una experiencia de la propia
Theotokos junto a su cama, y prometió que se convertiría en monje si ella lo
curaba. “¡Madre de Dios! ¡Es temprano! ¡Es demasiado pronto para que yo muera!”,
exclamó, horrorizado ante la perspectiva de su muerte física, a la luz de la
vida disoluta y pecaminosa que difícilmente había estado a la altura de su
potencial.
Milagrosamente, Leontiev se recuperó por completo en tan
solo dos horas y de inmediato emprendió una peregrinación al Monte Athos para
cumplir su promesa. Los monjes le permitieron quedarse allí un año, pero le
aconsejaron no precipitarse en seguir la vida religiosa. Percibían que aún no
había escrito todo lo que deseaba escribir y que, una vez disipado el fervor
encendido por su vivencia, lucharía en contra de las restricciones estéticas de
la vida monástica. Quemó lo que quedaba de El río de los tiempos (de
manera deliberada, aunque por razones desconocidas), ayunó y asistió a todos
los servicios eclesiásticos que pudo, cayendo bajo la fuerte influencia del
hierosquimonje Jerónimo Solomentsov (1805-1885). A los ojos de sus colegas,
había perdido la cabeza.
Tras retirarse del servicio diplomático en 1873, debido
tanto a su descontento cada vez mayor con la política exterior de Rusia en los
Balcanes como a las crecientes exigencias de su observancia religiosa, se
estableció en la isla de Halki, a las afueras de Constantinopla, y adoptó la
vida de publicista a tiempo completo, escribiendo artículos para la revista
conservadora Russki Vestnik (El mensajero ruso). Fue en este
periodo cuando escribió sus obras de no ficción más influyentes, entre ellas El
panslavismo y los griegos y Bizantinismo y eslavismo. También
escribió otra novela, Odiseo Polícroniades.
En 1874, Leontiev regresó a su ciudad natal, abatido al
encontrarla desolada y deteriorada. La reforma de emancipación de 1861, que
había liberado a los siervos de Rusia, había terminado por afectar la economía
de Kudinovo, y la visión de su deteriorada finca infantil empañó sus recuerdos
de una infancia encantada. Era su propio Podlipki. Para entonces, su
aversión a las reformas igualitarias no podía ser mayor.
Ya en sus cuarenta años, estaba decidido a comenzar su
transición a la vida monástica, tal como había prometido. Viajó al renombrado
centro de la espiritualidad rusa, Optina Pustyn, donde se reunió con san
Ambrosio Grenkov (1812-1891), con quien había mantenido una correspondencia
epistolar durante mucho tiempo, y con el hieromonje Clemente Zedergolm
(1830-1878), quien también ejerció gran influencia sobre él. Sin embargo, en el
último momento, cuando ya era novicio en el monasterio Nikolo-Ugreshsky, cerca
de Moscú, decidió que aún tenía escritos pendientes en el mundo y pospuso su
transición.
En 1879, aceptó un empleo en el periódico Varshavskii
Dnevnik (Diario de Varsovia), pero las dificultades económicas lo
obligaron a renunciar en menos de un año. Luego trabajó como censor en el
Comité de Censura de Moscú entre 1880 y 1886. Durante este tiempo escribió El
amor universal y el temor de Dios y El amor a la humanidad, que terminaron
figurando en una vasta recopilación de sus escritos de no ficción, Rusia y
los eslavos.
Un testimonio llamativo sobre Leontiev en su última etapa
describe su presencia carismática:
"Delgado, nervioso, con unos ojos brillantes de
juventud, Leontiev llamaba la atención con su apariencia. Su voz clara y
juvenil, combinada con sus gestos enfáticos y siempre elegantes, hacían difícil
creer que tenía cincuenta años. Hablaba, o mejor dicho, improvisaba. ¿Sobre
qué? No puedo recordarlo. Absorbiendo la música de su elocuencia y su pasión,
apenas podía seguir el fulgor de su pensamiento inquieto, que centelleaba como
un relámpago. Tenía la impresión de que su pensamiento no cabía dentro de sí mismo,
como si no lo escuchara, encendiendo aquí y allá un fuego, iluminando oscuros
horizontes en los lugares más inesperados. Era una tormenta, un huracán que
arrastraba a sus oyentes."
En el otoño de 1887, se trasladó a Optina y alquiló una casa
de dos pisos junto a las murallas del monasterio. Se mantuvo implicado
políticamente, carteándose con prominentes conservadores como la eminencia
gris de la familia imperial, Konstantín Pobedonóstsev (1827-1907), y Lev
Tijomírov (1852-1923) quien a otrora había sido un antiguo revolucionario
terrorista no sin después haber pasado por un fuerte proceso de arrepentimiento
o metanoia. Planeó formar una sociedad secreta de conservadores, pero
los años que le quedaban de vida no fueron suficientes para concretarlo.
Fue en esta época en Optina cuando se encontró brevemente
con el pacifista y gran novelista ruso Lev Tolstói (1828-1910), en un diálogo
significativo no solo debido a sus radicales diferencias políticas, sino
también dado el estatus que Leontiev poseía al ser uno de los mejores críticos
literarios del autor. Su conversación no fue particularmente productiva.
Tolstói anotó en su diario: “Visité a Leontiev. Tuvimos una charla encantadora.
Él me dijo: «No tienes remedio»”. Sus últimas obras en este periodo terminaron
de publicarse: Notas de un ermitaño, La política nacional como
instrumento de la revolución mundial y una valoración del corpus literario
de Tolstói.
El 23 de agosto de 1891, fue tonsurado como monje en una skite
del monasterio de Optina, tomando el nombre de Clemente en honor a su mentor, y
pasó sus últimos días bajo la disciplina ascética. Falleció de neumonía el 12
de noviembre de ese mismo año y fue enterrado en el monasterio de Getsemaní de
la Laura de la Trinidad y San Sergio.
***
Entre los intelectuales de su patria, Leontiev inspiraba un
desprecio casi instintivo. Enigmático y paradójico, idolatraba la estética por
encima de la moral y, sin embargo, se entregó a la severa austeridad de la vida
monástica. Nunca encajó en ninguna escuela particular. Los liberales lo
detestaban como un reaccionario ferviente, un defensor de los extremos más
crueles del despotismo asiático, los cuales, incluso en Rusia, hacía tiempo que
había perdido partidarios. Mientras tanto, los conservadores se lamentaban por
su rechazo irrestricto al dogma eslavófilo, y en particular del paneslavismo
que se había convertido en la hoja de ruta de los sueños imperiales de Rusia en
los Balcanes.
Leontiev era un patriota ferviente, pero nunca convirtió al
pueblo ruso en un fetiche, siendo a menudo tan crítico con él como el más
encendido occidentalista. Mientras los conservadores elevaban a Fiódor
Dostoievski (1821-1881) como su campeón literario, él despreciaba el
cristianismo color rosa del autor por considerarlo demasiado optimista.
Mientras los conservadores señalaban al islam de los turcos como su enemigo
eterno, él hablaba de la belleza que se encontraba en el Corán. Mientras los
conservadores atacaban al catolicismo romano, la religión de los pérfidos
polacos, Leontiev afirmaba su evidente superioridad sobre el protestantismo
(sin duda, la estética de este último le horrorizaba). Todas estas cosas
hicieron de Konstantín Leontiev un solitario ideológico en la Rusia imperial
tardía, pero ello contribuyó a su permanencia como una de las figuras más originales
del conservadurismo ruso, de hecho, uno de los intelectos más fascinantes que
el país había producido hasta entonces.
Las valoraciones negativas sobre Leontiev son numerosas. El
teólogo Serguéi Bulgákov (1871-1944) lo describió como un “monstruo ético”.
Según el ideólogo paneslavista Nikolái Strájov (1828-1896), “para él, la
religión, el arte, la ciencia y el patriotismo [...] no eran más que pretextos
para sus bajos instintos y su sed depravada de placer y autocomplacencia”.
Tales reacciones son indicativas del grado en que Leontiev desafiaba las ideas
sociopolíticas dominantes de su época. Las réplicas que recibió fueron
sensacionalistas y a menudo personales. Se le acusó de transgresiones que iban
desde la pederastia hasta el satanismo, y algunos afirmaban que había torturado
psicológicamente a su esposa con los relatos lascivos de sus aventuras. Esta
última acusación parece tener cierto fundamento, aunque cabe señalar que
Leontiev pagó el cuidado de su esposa durante toda su vida, incluso en tiempos
de dificultades económicas, y la mantuvo a su lado siempre que le fue posible.
Otros intérpretes de la obra de Leontiev fueron más
benevolentes. El eminente teólogo, Vladímir Soloviov (1853-1900), por ejemplo,
a pesar de sus desacuerdos, lo reconoció como un escritor e intelectual
valioso. El filósofo Vasili Rozánov (1856-1919) lamentaría profundamente que
Leontiev no fuera discutido en Rusia con la misma intensidad con la que
Friedrich Nietzsche (1844-1900) lo era en Europa, pues consideraba que ambos
eran reflejos el uno del otro en su manera de desafiar al mundo contemporáneo. Algunos
han cuestionado esta comparación, argumentando que Leontiev nunca acuñó
conceptos de la magnitud de los de Nietzsche (el Übermensch, el eterno
retorno, etc.). Si bien esto es cierto, se podría decir que no fueron estos
conceptos los que hicieron de Nietzsche un pensador tan fascinante, sino su
proyecto central, que Leontiev anticipó en cierta medida: la apología de un
ámbito de juicio más allá del bien y el mal.
D. S. Mirsky (1890-1939) estructuro el pensamiento de
Leontiev en tres temas principales. El primero, un esteticismo amoral
que reconocía el valor de la belleza como criterio más abarcador y universal
que el de la moralidad. El segundo, una visión cíclica y naturalista sobre cómo
los fenómenos sociales, incluidas las civilizaciones, evolucionan y decaen.
Finalmente, un compromiso intelectual con la forma bizantina del cristianismo.
Ahora pasaremos a discutir cada elemento por separado.
La peculiar doctrina del esteticismo amoral es algo sobre lo
que Leontiev nunca ofreció una exposición formal, sino que solo permite
vislumbrar en sus artículos menores y en las novelas en las que utiliza
indirectamente a héroes narcisistas para exponer sus propios puntos de vista.
Si bien no estaba plenamente desarrollado en un sentido
doctrinal y sistemático, este credo del esteta era claramente fundamental para
la visión política de Leontiev. Su concepción del mundo no situaba al hombre
como punto central de la creación, sino como un instrumento a través del cual
podía alcanzarse la belleza. Mientras que otros reaccionarios rusos, en
especial Pobedonostsev, llegaron a sus convicciones políticas por un compromiso
práctico con el orden frente a todas las formas de caos, el razonamiento de
Leontiev era distinto. Las formas de Estado autocráticas y jerárquicas eran
preferibles no por su capacidad para mantener el orden, sino por su capacidad
para extraer belleza de grandes contrastes, tanto internos como externos, y
orquestarlos.
Sin duda, las observaciones de Leontiev al respecto se
basaban en su comprensión de otros países. Relata explícitamente que encontraba
una gran belleza en las comunidades arcaicas y pequeñas bajo el gobierno del
sultán turco, la misma belleza que veía desvanecerse en su patria a medida que
se modernizaba e imitaba a Europa. Atribuía esta belleza al gobierno
autoritario, a las leyes étnicas y religiosas excluyentes y a las rígidas
distinciones de clase. Tan ofensivo para
el moralismo sentimental como lo era el llamado desafiante de Nietzsche, el
pensamiento de Leontiev dio forma a una nueva corriente en el conservadurismo
que, a pesar de su oscurantismo, se manifestaba como inexpugnable.
Sin duda, las observaciones de Leontiev al respecto se
basaban en su comprensión de otros países. Relata explícitamente que encontraba
una gran belleza en las comunidades arcaicas y pequeñas bajo el gobierno del
sultán turco, la misma belleza que veía desvanecerse en su patria a medida que
se modernizaba e imitaba a Europa. Atribuía esta belleza al gobierno
autoritario, a las leyes étnicas y religiosas excluyentes y a las rígidas
distinciones de clase. Sin duda, al ser tan ofensivo para el moralismo sentimental
como lo fue el llamado desafiante de Nietzsche, Leontiev formuló una nueva
vertiente del conservadurismo que era a la vez más oscurantista y, sin embargo,
más inatacable.
La problemática modernización de Rusia, su período de
revolución sangrienta y guerra civil, ciertamente otorgó una cualidad profética
a aquellos reaccionarios que habían advertido lo que le ocurriría al imperio si
seguía por el camino de la liberalización. Las predicciones del embajador
saboyano en San Petersburgo, Joseph de Maistre (1753-1821), que establecieron
el patrón de pesimismo seguido por Pobedonostsev, se hicieron realidad para
Rusia. Sin embargo, los regímenes liberales en general han demostrado ser más
resilientes y capaces de lo que sus primeros críticos habían anticipado.
Eventos como la Revolución Francesa y la Revolución Bolchevique siguen siendo
excepciones en la línea histórica, y podría argumentarse que las democracias
liberales modernas han mantenido el orden con mayor continuidad que sus
predecesores autoritarios. Por supuesto, el argumento depende de que es lo que
se defina por orden. Aun así, deberíamos apreciar que el conservadurismo de
Leontiev no sufre debilidad alguna. No se somete al compromiso programático de
mantener el orden a cualquier costo, al reconocer de hecho al mal y al caos
como elementos importantes que deben tener cabida en la vida pública. El
principio rector de Pobedonostsev podría estipularse como “prevenir las
revueltas por cualquier medio”, mientras que la réplica de Leontiev a tal
lógica sería la siguiente: “dejad que ocurran las revueltas. ¡Pero dejad que
también sean aplastadas!”[2]
El apasionado juego y la poesía de la vida eran, para
Leontiev, forjado a través del conflicto entre el bien y el mal. Se regocijaba
en las descripciones vívidas de la guerra, incluso del bandidaje y el
asesinato. Milkeev, el héroe estudiante de la novela En su tierra,
comenta: “La sangre no impide la benevolencia del cielo. ¡Has leído demasiado
de esa empalagosa Fredrika Bremmer[3]!
Juana de Arco derramó sangre, pero ¿acaso no era tan bondadosa como un ángel?
¿Cuál es el sentido de una humanidad lacrimógena y unidireccional? ¿Qué es
nuestra mera existencia fisiológica? ¡No vale ni un solo centavo! Un árbol
majestuoso de un siglo de antigüedad vale más que dos docenas de personas sin
rostro; y no lo talaré para comprar medicina para los campesinos que sufren de
cólera.”[4]
Tales declaraciones eran tan incómodas de escuchar en su
propio tiempo como lo siguen siendo hoy, pero fue precisamente en tales
desafíos audaces a la certeza moral donde Leontiev transmitió su diagnóstico
del declive de la civilización. La marca de las culturas moribundas no es el
tormento, el derramamiento de sangre o el sufrimiento, sino la vulgaridad y la
uniformidad, y estas llegan precisamente en el momento en que una cultura se
inclina hacia el moralismo, hacia una deificación del bienestar del hombre.
Leontiev reconoció con fuerza al padre del socialismo ruso, Alexander Herzen
(1812-1870), por su evaluación estética de Europa. Aunque recordado por su
agitación de izquierda, Herzen estaba profundamente insatisfecho con Europa
Occidental y criticaba con buen gusto su descenso hacia la cultura burguesa y
de masas. Leontiev fue más allá.
Se lamentaba de un pueblo que, aunque desfrutase de la
estética de la vida con todos sus peligros, inconvenientes y atrocidades en las
novelas y en los escenarios, Dios no le permitiera que esta jamás se desarrollase
en la vida real. En una vitalidad moribunda, en la debilidad, la falta de fe y
el temor se enraizaría la causa la degeneración de tal pueblo. Como se le citó
diciendo:
“La vida, que siempre fue considerada un «regalo» para el
hombre, se ha convertido en una carga en el siglo XIX; ya no es una vida
bendita, sino una maldita. Este es un fenómeno monstruoso, una distorsión
increíble del orden de las cosas. Sin importar en qué época haya vivido el
hombre, las persecuciones que haya soportado o las humillaciones que haya
experimentado, nunca se habría atrevido a pensar las ideas que ahora expresa en
medio de la prosperidad, la paz tangible y el bienestar general. Si las
generaciones que hace mucho tiempo desaparecieron bajo tierra fueran reunidas
cara a cara con las que ahora habitan la tierra, si se vieran y expresaran sus
pensamientos, ¡cuán infelices, sombríos, lamentables y confundidos les
pareceríamos! Y nosotros les mostraríamos nuestros chirriantes fotógrafos,
rollos de cables telegráficos, placas de gelatina o nuestros ferrocarriles y
diríamos: «He aquí nuestra felicidad». Pero ellos, sin necesidad de ver nada de
eso, con solo mirarnos a la cara, dirían: «¿Qué se han hecho a sí mismos? ¿Qué
han hecho...?»”[5][6]
Tal como lo evidencian estos sentimientos, Leontiev encaja
firmemente en la tradición del romanticismo conservador, algo que fue afirmado
por el filósofo ruso Nikolai Berdyaev (1874-1948), quien escribió una
considerable evaluación de la visión del mundo de Leontiev. Podemos estar de
acuerdo con Berdyaev en que Leontiev estaba impulsado por una obsesión con un
pasado glorioso, las edades doradas de una gran cultura, y, sin embargo,
rechazaba la corriente principal del romanticismo ruso. Si bien sería justo considerar
a Leontiev en cierta medida eslavófilo, no le encontraba valor alguno
a su idealización casi demótica del campesinado ruso, cuyos sus supuestos
orígenes pacíficos y piadosos habían sido tan groseramente interrumpidos por el
autoritario trono imperial.
La visión romántica de Leontiev era la de la arquitectura
bañada por el sol de las capitales asiáticas, de bazares atestados de incienso
y de harenes, de ejecuciones públicas, místicos y profetas, caballeros y
nobles, y emperadores con una autoridad ilimitada. Muchos han descrito a
Leontiev como un turcofilo, y sus puntos de vista geopolíticos, cuando
se contrastan con los de la mayoría de los eslavófilos, parecen dar
credibilidad a tal afirmación. Sin embargo, más allá de una fascinación por los
pueblos que consideraba exóticos, incluidas las poblaciones rurales de los
Balcanes, sus puntos de vista caen completamente dentro de los parámetros del
esteticismo amoral. Leontiev reconocía el dominio turco sobre los eslavos del
sur como un crimen ético. Sin embargo, dada la naturaleza de las fuerzas
políticas que agitaban para la liberación de estos pueblos, todos ellos
gradualmente perdiendo toda su distinción, todas las tradiciones (incluida la
gradualidad misma) a las que se habían aferrado con tenacidad mientras estaban
bajo el dominio otomano como una forma de resistencia a su brutalización,
Leontiev creía que su liberación podría también resultar de que Rusia se
infectara también del liberalismo. Esto, pensaba Leontiev, sería fatal para un
Estado que ya temía podría estar entrando en una fase de decadencia terminal.
La visión cíclica de la historia de Leontiev se presenta en
su forma más completa en Bizantinismo y Eslavismo, publicado en 1875. No
fue el primer ruso en esbozar y defender formalmente tal concepción, ya que
Nikolay Danilevskii (1822-1885) lo había adelantado cuatro años antes con Rusia
y Europa. Sin embargo, Leontiev sostenía que había llegado a sus ideas de
manera independiente, y leer el análisis histórico innovador de Danilevskii
solo confirmó lo que ya creía. Dado su aislamiento del entorno intelectual ruso
de la época y su historial personal en la práctica médica, que habría
favorecido las conclusiones naturalistas a las que llegó, esto es completamente
creíble. También debe señalarse que, mientras Danilevskii presentó la noción de
que los estados ascienden y caen en un patrón cíclico predecible, no especificó
exactamente los síntomas del declive, ni donde se podrían trazar los límites
entre el apogeo cultural y la decadencia. Para esto, el mérito es de Leontiev.
Muchos comentaristas eslavófilos habían vilipendiado las
reformas occidentalizadoras del zar Pedro I (1672-1725), que pasaron por encima
de siglos de tradición rusa y debilitaron enormemente a la Iglesia Ortodoxa.
Extrañamente, Leontiev restó importancia a tales preocupaciones. Siguiendo su
propio modelo cíclico, basado en una evaluación estética de la grandeza
cultural, Leontiev vio la era petrina como el florecimiento de Rusia, resultado
de un largo proceso gestado por el cristianismo bizantino. Esta era se extendió
hasta el reinado de Catalina II (1729-1796) y estuvo marcada por una mayor
ostentación en la corte, el florecimiento de la pintura y la arquitectura rusa
con diversas influencias contrastantes, así como victorias militares en el
extranjero. Es importante destacar que también fue un período de maduración
jerárquica. Si bien Catalina, en particular, predicaba los valores de la
Ilustración, bajo su reinado, las distinciones de clase se hicieron más
pronunciadas y la brecha entre la nobleza y el campesinado se amplió de manera
inmensa.
La desintegración cultural, tal como la veía Leontiev, se
instaló después, conforme a su modelo, con un periodo de creciente igualdad
cívica, disminución creativa y un aumento del sentimiento revolucionario que ni
los zaristas más conservadores pudieron restringir. La desastrosa invasión de
Rusia por parte de Napoleón I (1769-1821) y repelida por Alejandro I
(1777-1825) fue solo el presagio de la destrucción cultural por venir, primero
en Europa, luego en Rusia. Las Revoluciones de 1848, que destrozaron la política
tradicional en toda Europa, señalaron con desdén que el proceso de
simplificación cultural había echado raíces y se estaba extendiendo sobre los
bordes orientales del continente.
Como esbozó en el Capítulo VII de Bizantinismo y
Eslavismo, Leontiev observó que los organismos están sujetos a una ley de
desarrollo. Comenzando en un estado de simplicidad primitiva, se van
complicando gradualmente a medida que alcanzan su plena floración, antes de
descender de nuevo por la escalera en un proceso en cascada de simplificación,
durante el cual sus características distintivas se desvanecen y se mezclan con
elementos externos a ellos mismos. La expresión última de esta etapa terminal
es la descomposición en materia orgánica inerte. Leontiev creía que las
culturas estaban gobernadas por las mismas leyes. Esta base en leyes
científicas casi darwinianas es un aspecto chocante y poco común de una mente
tan romántica, pero encaja con el perfil de Leontiev como un hombre que existía
en las fronteras de diversas corrientes de pensamiento. Presenta una
convergencia interesante entre la corriente positivista del conservadurismo
(bien representada por Danilevskii) y la corriente romántica, que encuentran
una confluencia y coherencia agradable en el argumento de Leontiev.
Finalmente, llegamos a la tercera clave de la filosofía de
Leontiev, la que se refleja de manera más completa en sus últimos años, cuando se
apartó de su muy apreciada estética para tomar los votos monásticos.
El bizantinismo era lo que Leontiev vislumbraba como el
principio organizador de cualquier futuro Estado paneslavo, un Estado que él,
al igual que la mayoría de los rusos, veía como inevitable ante la decadencia
del Imperio Otomano. La grandeza única de Rusia radicaba, para Leontiev, en la
herencia de la Segunda Roma desaparecida, una civilización que consideraba sin
igual, tanto en términos de su longevidad como por todo lo que le legó a Europa
en su conjunto.
Después de que el ascenso del emperador Constantino I
(272-337) viera la tolerancia religiosa del cristianismo en 311 y la
transferencia de la capital romana a la ciudad santa de Constantinopla en 330,
surgió un tipo cultural e histórico único. Esto, según Leontiev, fue
persistentemente ignorado y subestimado por los historiadores, particularmente
respecto a su importancia para Rusia. Para el autor, Rusia no existe sin el
bizantinismo. Es el principio formativo de la cohesión en el Estado ruso, el
único propósito de la existencia de Rusia. Leontiev lleva esta idea a un
extremo no explorado por otros filósofos rusos. Ciertamente, otros habían
basado la Idea Rusa en la dimensión espiritual, en las cualidades espirituales
inherentes al pueblo ruso o a los eslavos en general, pero no llegaron a ver a
Rusia como un vehiculo para esta Idea, que materialmente se había
originado fuera de la nación. Para Leontiev, el fracaso de Rusia para
convertirse verdaderamente en la civilización que Danilevskii había
identificado se debía a su fracaso de encarnar físicamente a Bizancio. Era casi
como si Rusia estuviera atascada, ahogándose en el canal de parto
civilizacional. Para sobrevivir, sería necesario que tomara Constantinopla
(Tsargrad), no para convertirse en una federación eslava, sino más bien en un
imperio cristiano oriental/bizantino.
Un aspecto clave de esta civilización era, por supuesto, la
continuación y el fortalecimiento de la autocracia. Leontiev soñaba con el zar
ruso como un déspota socialista gobernando desde su asiento de poder en el
Bósforo. Sorprendentemente para sus contemporáneos, el socialismo no era
anatema para Leontiev, incluso si lo veía como una especie de compromiso con
las realidades impuestas por los cambios tecnológicos y sociales. El socialismo
sería aceptable mientras sirviera al ideal bizantino y funcionara como un ácido
correctivo contra el liberalismo. En resumen, Leontiev estaba silenciosamente
fascinado por la idea de utilizar la economía socialista como arma contra la
inminente podredumbre burguesa a la que una vez describió como Todo América.
Hizo hincapié en que, en ausencia del augusto zar, el socialismo estaría
dirigido en cambio a las grandes instituciones de la vida rusa, particularmente
su Iglesia, pero, manejado por las manos adecuadas, podría devolver a Rusia, y
quizás a toda Europa, a un estado de clases económicas rígidas. Esto, a su vez,
sería la semilla de una nueva y floreciente complejidad. Apenas pudo contener
su asombro cuando su buen amigo, Lev Tijomírov, predijo correctamente que el
socialismo no cumpliría con lo que prometía, que la libertad socialista sería
un nuevo despotismo. Si este despotismo pudiera obliterar la infección liberal
del mundo, Leontiev creía, este abriría el camino para un expansivo imperio
cristiano y una restaurada Edad Media.[7]
¿Como podrían reconciliarse el compromiso cristiano de
Leontiev sin que este terminara por subyugar a su visión nietzscheana de la
estética? Leontiev entendía con gran claridad el terror del cristianismo y sus
enseñanzas sobre el pecado y el infierno, y junto al peculiar formalismo y
ascetismo del rito bizantino y la vida monástica, el gran valor que el
cristianismo había impartido al mundo era su absoluta exclusión de la
perfección mundana. Esto aseguraba la existencia tanto del bien ultra-terreno
como del mal ultra-terreno, atrapados en un conflicto perpetuo en la Tierra,
del cual surgía la belleza y sobre el cual los hombres no tenían control
absoluto. Era en tal clima que el hombre podía perseguir un egoísmo
trascendental, es decir, podía centrarse en procurarse su propia salvación. Si
la salvación, dedujo Leontiev, es primordial para el hombre, entonces, más a
menudo de lo que se piensa, es más amiga de la estética que de la moralidad. En
términos de la doctrina moral, lo que Leontiev rechazaba firmemente no era su
sustancia, sino su universalización, que para él representaba elevar la
caridad/empatía al estatus de un falso ídolo. El ideal bizantino no enfatizaba
la caridad de Dios, sino la fuerza imperiosa, el poder más allá de la
jurisdicción del hombre. Leontiev aquí no encuentra contradicción, sino el
vehículo ideal para su rechazo tanto del moralismo como del progreso. Si la
dicha, por su propia naturaleza, solo puede provenir de Dios, entonces
esforzarse por alcanzar lo que el hombre percibe como dicha, el cese del
sufrimiento humano, es un vano empeño.
En cuanto al destino final de la estética, Leontiev aceptaba
que la muerte última de la cultura humana, con toda su multiplicidad, se
desarrollaría en el Apocalipsis, donde para algunos sería sacrificada en el
altar del cristianismo[8],
y para otros, en el altar de la religión del Anticristo, que asumiría una forma
moralista y utilitaria. Finalmente, la tecnología moderna llevaría a la
humanidad a su destrucción universal.
Lejos de ser una forma de escapismo, la ortodoxia de
Leontiev se muestra profunda, sentida y genuina. Nos recuerda cuánto tiempo
dedicó a la vida religiosa, cómo abandonó su prometedora carrera diplomática en
gran parte debido a esta búsqueda. La fe de Leontiev fue una fe torturada,
sobre este punto no puede haber discusión. En sus escritos formales, poco
consuelo se encuentra en su interpretación casi única del cristianismo gótico,
y tal vez es el único tipo de cristianismo que podría haber apaciguado a Nietzsche.
Del mismo hombre que escribió con aparente asombro sobre los carniceros
albaneses desollando vivas a mujeres búlgaras, escuchamos la humilde
proclamación de “muchos dolores para el pecador”. ¡Qué contraste! Un perfil
altamente freudiano sobre Leontiev escrito en 1967 señaló:
“El que abogaba por la salud y la vitalidad estaba
constantemente enfermo y al borde del colapso nervioso. Del mismo modo, quien
predicaba un culto de virilidad era un afeminado lleno de culpa. Nuevamente,
quien elogiaba la amoralidad y la violencia era un hombre dócil, compasivo y
arrepentido. Finalmente, quien tenía la ambición de renovar la literatura rusa
y que, a tal efecto, elaboró una nueva teoría literaria, fracasó como escritor.
De esto [...] se hace claro que su ideología era la antítesis de su vida.”[9]
Tal vez el autor no comprendió la ironía de su propia
crítica, que la vida de Leontiev en realidad afirmaba su creencia de que la belleza
y el espectáculo emerge del contraste. Leontiev podía reconocer que fue un
escritor fracasado, un mal esposo, un hombre que peco frente a Dios, pero nunca
un mediocre, nunca un miembro del rebaño gris que ahora se dirige inexorablemente
hacia el final que él predijo con asombrosa claridad.
El escritor conservador colombiano, Nicolás Gómez Dávila
(1913-1994), escribió una vez “más que cristiano, quizás soy un pagano que cree
en Cristo”[10]. Probablemente,
tal vez no se pueda aplicar una mejor descripción a Leontiev, un hombre que frecuentaba
y se deleitaba con todos los placeres estéticos y sangrientos del Este, los
cuales su vida siempre estuvo involucrada, pero que murió bajo el nombre de
Clemente, en una celda monástica, recordado por los monjes de Optina, quienes
incluso hoy en día aún se refieren a la antigua morada que él habitaba como la
casa consular.
K. Benois
[1] Leontiev,
K. V svoyem krayu, san Petersburgo. p. 26
[2] Leontiev, K. Against the current,
p. 134
[3] Federika
Bremmer (1801-1865): Una autora sueca de novelas románticas
[4] Leontiev,
K. V svoyem krayu, p. 36
[5] Nowak, P. A colloquy on the
end of the World: The letters of Konstantin Leontiev and Vasily Rozanov. pág.
156
[6] En
su artículo Soloviov contra Danilevskii, Leontiev mencionaría: “La
diferencia es que en los horrores de la agonía de Roma había una especie de
poesía gigantesca y demoníaca; La gente misma era numerosa; y en el desenfreno
del utilitarismo científico del europeísmo burgués no hay nada más que prosa y
una especie de mezquindad que degrada a la gente. ¡Hasta las tropas se suben a
bicicletas! ¿No es esto una señal mortal: el triunfo del mundo inorgánico sobre
el orgánico? ¿La química y la física sobre la vida animal y vegetal? ¿Máquinas
por encima de caballos y humanos? [¿Alcaloides químicos en medicina sobre
sustancias medicinales complejas y completas (antiguas) de las que se extraen
estos alcaloides? (Morfina - del opio, digitalina - de la digital, quinina - de
la corteza de la quina, etc.] Hierro feo sobre madera hermosa e incluso sobre
piedra natural y también hermosa, aunque inorgánica, pero aún más compleja y
lista, aún más viva. ¿No deberíamos esperar una reacción profunda y consciente
contra todo esto?”
[7] Esto
así como su postulado de la visión cíclica de las civilizaciones lo acercan a
lo que décadas después desarrollaría Spengler con su “Decadencia de occidente”
y “Prusianismo y socialismo”
[8]
Esto es, cuando toda la humanidad tuviera en común acceso a una cultura
cristiana en común
[9] Lukashevich,
S. (1967). Konstantin Leontev.
1831-1891, A Study in Russian “heroic vitalism”. Nueva York. Pageant Press. pág.
201.
[10] Gomez Davila, N. (2001). Escolios
a un texto implícito. Bogotá. Villegas Editores, p. 52