Nota: Este escrito de Iván Kireevski se da en respuesta a un articulo publicado por Jomiakov llamado Lo viejo y lo nuevo, no es necesario leerlo para entender la replica de Kireevski.
El ensayo del señor Jomiakov despertó en muchos de nosotros
el deseo de responderle con objeciones. Al principio quise ceder este placer a
otros y ofreceros un artículo dedicado a un asunto distinto, pero más tarde
pensé que la idea que tenemos sobre la relación entre el estado antiguo y el
estado moderno de Rusia no es una cuestión sobre la cual podamos permitirnos
mantener impunemente una u otra opinión, como sucedería en el caso de la
literatura, la música o la política de otros países, ya que constituye una
parte importante de nosotros mismos, y participa en cada pequeña circunstancia,
en cada momento de nuestra vida; además, cuando recordé que cada uno de
nosotros tiene una opinión distinta sobre este tema decidí dar una respuesta;
soy consciente de que mi ensayo no podrá impedir que otro hable del mismo tema,
ya que se trata de algo sustancial para todos nosotros y sobre lo que existe
una gran diversidad de pareceres, aunque la conformidad de ideas no nos resultaría
inútil.
Se suele plantear el problema de la siguiente manera: la
antigua Rusia, constituida por sus propios elementos, ¿era peor o mejor que la
Rusia actual, donde predomina el elemento occidental? Normalmente se argumenta
que si la antigua Rusia era mejor que la moderna hemos de desear el regreso a
un pasado exclusivamente ruso y evitar la influencia occidental, la cual está
alterando la singularidad rusa; en cambio, si la Rusia antigua era peor,
deberíamos procurar introducir todo lo occidental y destruir todo lo ruso.
Creo que el silogismo no es del todo correcto. Si lo antiguo
era mejor que lo moderno, de eso no se deduce necesariamente que hoy continúe
siendo mejor. Lo que fue bueno en una época, en una situación determinada,
probablemente no lo será en otro tiempo y en otras condiciones. Si lo antiguo
era peor, tampoco podemos deducir de ello que sus elementos no fueran capaces
de desarrollarse orgánicamente en algo mejor en el caso de que ese desarrollo
no se hubiera detenido por la introducción forzosa de un elemento ajeno. Un
joven roble, desde luego, es más pequeño que un sauce de un año, que ya se
puede ver desde lejos, empieza a dar sombra, va pareciéndose a un árbol y sirve
para hacer leña. Pero, por supuesto, no le haremos ningún favor al roble si le
injertamos el sauce.
De forma que la propia cuestión ha sido abordada de un modo
insatisfactorio. En vez de plantear si era mejor la antigua Rusia, parece más
útil preguntarnos: para mejorar nuestra vida, ¿es necesario regresar a la antigüedad
rusa o, antes bien, desarrollar el elemento occi-dental que le es contrario?
Examinemos qué provecho podemos obtener si solucionamos este
problema.
Supongamos que, como consecuencia de un análisis imparcial,
nos convencemos de que para nosotros sería especialmente beneficioso el dominio
exclusivo de una de las formas antagónicas de nuestra existencia; supongamos,
además, que tenemos la posibilidad de ejercer una fuerte influencia sobre el
destino de Rusia; incluso en este caso no podríamos esperar, a pesar de todos
nuestros esfuerzos, imponer de manera exclusiva uno de los dos elementos
contrarios, pues, aunque en nuestra teoría hayamos preferido
uno de ellos, el otro seguirá existiendo en la realidad. Por muy
enemigos que fuéramos de la ilustración occidental, de las costumbres occidentales,
etc., ¿sería posible pensar sin locura que algún día desaparecerá en Rusia el
recuerdo de todo aquello que recibió de Europa a lo largo de dos siglos?
¿Podemos ignorar lo que sabemos, olvidar todo lo que hemos aprendido?
Aún menos se podría pensar que los mil años de historia rusa
pueden desvanecerse completamente a causa de las nuevas influencias europeas.
En consecuencia, por mucho que deseemos regresar a la forma de vida rusa o
introducir el modo europeo de existencia, no podemos esperar el predominio
absoluto de lo primero ni de lo segundo, sino que, querámoslo o no, tenemos que
esperar que aparezca un tercer elemento, derivado de la lucha de los dos
rivales.
Por consiguiente, el tipo de planteamiento por el que se
pregunta cuál de los dos elementos resulta más útil ahora también es
incorrecto. No se trata de elegir uno de los dos, sino de decidir qué dirección
han de adoptar ambos para que su acción sea beneficiosa. Por otra parte, ¿qué
debemos esperar de su acción y qué hemos de temer?
Ésta es la cuestión que tiene una importancia primordial
para cada uno de nosotros: qué dirección hemos de tomar, pero sin excluir
ninguna de las dos.
Analizando los principios básicos de la existencia que
componen las fuerzas de los pueblos de Rusia y de Occidente, en una primera
aproximación descubrimos que hay algo que es evidentemente común: el
cristianismo. La diferencia consiste en los diversos tipos de cristianismo, que
se traducen en una orientación específica de la Ilustración, en un sentido
particular de la vida privada y social. Sabemos de dónde proviene lo que les es
común, pero ¿de dónde procede la divergencia y en qué se manifiesta su carácter?
Disponemos de dos métodos para determinar la singularidad de
Occidente y la de Rusia, uno de los cuales debe servir para demostrar el otro.
Podemos, descendiendo en la historia hasta las raíces de uno u otro tipo de
educación, buscar la causa que los distinguió ya en los primeros elementos de
que se componen, o bien, examinando el desarrollo posterior de estos elementos,
comparar los resultados. Y, si descubriéramos que la misma diferencia que
encontramos en sus elementos originales también están presentes en los
resultados del desarrollo; entonces será evidente que nuestra hipótesis es
cierta y, apoyándonos en ella, podremos ver con más claridad a qué conclusiones
debemos llegar.
Tres elementos constituyen el fundamento de la educación
europea: el cristianismo romano, el mundo de los ignorantes bárbaros que
destruyeron el Imperio romano y el orbe clásico del paganismo antiguo.
El mundo clásico del paganismo antiguo, que Rusia no heredó,
representó en esencia el triunfo de la razón formal[1]
sobre todo lo que se encuentra en su interior y exterior, el triunfo de una
razón pura, basada en sí misma, que no reconoce que haya nada por encima ni
fuera de ella y que se presenta en dos variantes: la de la abstracción formal y
la de la sensualidad formal. El efecto de la civilización clásica sobre la
educación europea debió tener esas mismas características.
Ya sea porque los cristianos en Occidente cedieron a la
influencia del mundo clásico o porque la herejía se fundió casualmente con el
paganismo, lo que distingue a la Iglesia romana de la oriental es precisamente
la victoria del racionalismo sobre la tradición, de la racionalidad exterior
sobre la razón interior del espíritu. Así, como consecuencia de un silogismo
externo, deducido del concepto de la igualdad divina del Padre y el Hijo, fue
modificado el dogma de la Trinidad en contra del significado interno y la
tradición espiritual; así, como consecuencia de otro silogismo, el Papa se
convirtió en cabeza de la Iglesia, ocupando el lugar de Jesucristo, y más tarde
llegó a ser un soberano terrenal, haciéndose incluso infalible; así se probó la
existencia de Dios por medio de un silogismo en el mundo cristiano; así, toda
la fe se apoyó en los silogismos de la escolástica. Todo el cuerpo de la fe se
basaba en el escolasticismo silogístico; La Inquisición, el jesuitismo, en
resumen, todas las particularidades del catolicismo se desarrollaron en función
del mismo proceso formal de la razón, de manera que incluso el protestantismo,
cuya racionalidad reprochan los católicos, tuvo su origen en la racionalidad
del catolicismo.
En este último triunfo de la razón formal sobre la fe y la
tradición, una mente sagaz podría haber previsto, como en un germen, todo el
destino actual de Europa como consecuencia de un falso principio, es decir,
Strauss y todos los movimientos de la filosofía moderna; el industrialismo como
móvil de la vida social; la filantropía basada en un egoísmo calculado; el
sistema educativo, fundamentado en el estímulo de la envidia; Napoleón y los
héroes de los nuevos tiempos; los ideales del espíritu calculador y despiadado,
en su mayor parte materialista; el fruto de la política racional y Luis Felipe,
el último resultado de tantas esperanzas y tantos experimentos que han costado
tan caros?
No tengo ninguna intención de escribir una sátira contra
Occidente; nadie como yo aprecia las comodidades de la vida social y particular
que fueron originadas por el mismo racionalismo. Sí, debo confesar sinceramente
que todavía estoy fascinado por Occidente y vinculado a él por muchas simpatías
inquebrantables. Soy parte de Occidente en virtud de mi educación, mis hábitos
de vida, mis gustos, mi forma crítica de pensar e incluso por mis hábitos
sentimentales, pero en el corazón del hombre hay unos movimientos, unas
demandas del espíritu y un sentido de la vida que superan todos los hábitos y
gustos, que superan todas las cosas placenteras y útiles de la racionalidad
externa y sin los cuales ni un hombre ni un pueblo son capaces de vivir una
vida auténtica. Por eso, aunque aprecio algunos beneficios de la racionalidad,
considero que en su último desarrollo resulta ser evidentemente, a causa de la
insatisfacción enfermiza que produce, un principio unilateral, engañador,
seductor y traidor. Por lo demás, sería inoportuno extenderse aquí sobre esta
materia. Sólo quiero recordar que todos los espíritus sublimes de Europa se
lamentan del estado actual de apatía moral, de ausencia de convicción, de
egoísmo universalizado, y demandan una nueva fuerza cultural externa a la
razón, un nuevo móvil de vida ajeno al egoísmo, en una palabra, buscan la fe, Sin
poder encontrarla en sus países, debido a que el voluntarismo tergiversó el
carácter del cristianismo occidental.
De modo que el racionalismo fue, desde el principio, un
elemento añadido a la educación europea, y todavía sigue siendo una
característica singular de la Ilustración y de la forma de vida europeas. Lo
veremos con más claridad si comparamos los principios fundamentales de las
formas de existencia privada y social de Occidente con los principios básicos
de la existencia particular y popular que, si bien no tuvo tiempo de
desarrollarse plenamente, al menos sí se manifestó en Rusia, bajo la influencia
directa del cristianismo puro y sin la adición del mundo pagano.
Todas las formas de vida de Occidente, tanto privadas como
sociales, se basan en la idea de la independencia individual y particular, que
supone el aislamiento del individuo. De aquí proviene la santidad de las
relaciones exteriores y formales: la santidad de la propiedad y de las
disposiciones convencionales es más importante que la personalidad. Cada
individuo se percibe como un ente particular, sea un caballero, un príncipe o
una ciudad; cada uno, dentro de sus derechos, es una persona autócrata e ilimitada
que promulga leyes para su propio uso. El primer paso de cada persona en la
sociedad consiste en encerrarse en una fortaleza desde la cual entabla
negociaciones con otros poderes independientes.
La última vez no terminé mi artículo, y por eso me veo
obligado a continuarlo ahora. He hablado de la diferencia entre la Ilustración
occidental y la rusa. En nuestro país, el principio educativo se encontraba
dentro de la Iglesia. En Europa, el desarrollo de la Ilustración recibió no
solo la influencia del cristianismo, sino también la de los todavía fructíferos
restos del antiguo mundo pagano. El mismo cristianismo occidental, al separarse
de la Iglesia universal, aceptó el germen de aquel principio que constituyó el
rasgo común de todo el desarrollo greco-pagano: el principio racionalista. En
consecuencia, el carácter de la educación europea se diferencia por el
predominio de la racionalidad. (…)
Sin embargo, este predominio sólo se pudo dar más tarde,
cuando el desarrollo de la lógica acabó en cierto sentido con el desarrollo
cristiano. En los primeros tiempos el racionalismo, como ya he dicho, aparecía
sólo como germen. La Iglesia romana se separó de la oriental por el hecho de
modificar ciertos dogmas que existían en la tradición cristiana, y lo hizo a
partir de un silogismo; otros dogmas fueron ampliados mediante el mismo proceso
lógico y, como en el primer caso, en contra de las tradiciones y el espíritu de
la Iglesia universal. De este modo, la convicción lógica llegó a ser la base
originaria del catolicismo. Sin embargo, por un tiempo se limitó así la acción
del racionalismo.
La organización interna y externa de la Iglesia, que ya se
había configurado con anterioridad según otros principios, se mantuvo sin
transformaciones perceptibles hasta el momento en que todo el volumen de la
doctrina eclesiástica pasó a la conciencia de la parte pensante del clero. Esto
sucedió con la filosofía escolástica, la cual, a causa del principio lógico
presente en el mismo fundamento de la Iglesia católica, no pudo reconciliar la
contradicción existente entre fe y razón de otra forma que no fuera mediante el
silogismo, que de este modo se convirtió en la primera condición de toda
convicción. Primeramente, como es natural, este mismo silogismo se utilizó para
argumentar a favor de la fe y en contra de la razón, sometiendo la última a la
primera con la ayuda de las evidencias racionales. Pero la fe, probada y
confrontada con la razón por medios lógicos, ya no era una fe viva, una fe
propiamente dicha, sino una fe formal que no representaba otra cosa que la
negación lógica de la razón. Por eso, en el período del desarrollo escolástico
del catolicismo la Iglesia occidental, precisamente a causa de su racionalismo,
fue enemiga de la razón, una enemiga opresora, mortal, acérrima. Al
desarrollarse hasta sus últimos extremos, continuando el mismo proceso lógico,
la humillación incondicional de la razón produjo una cierta contradicción cuyas
consecuencias constituyen el carácter de la moderna ilustración. Esto es a lo
que me refería cuando hablaba del elemento racional del catolicismo.
El cristianismo oriental no conoció ni la lucha de la fe
contra la razón ni el triunfo de ésta sobre aquélla. Por lo tanto, su
influencia sobre la ilustración no se parecía a la ejercida por el catolicismo.
Si examinamos la estructura social de la antigua Rusia
encontramos muchas cosas que son distintas de las occidentales, y la primera de
ellas es la organización de la sociedad en las llamadas obshinas[2].
La originalidad personal, la individualidad, que constituía la base del
desarrollo occidental, entre nosotros se conocían tan poco como el
autoritarismo en la sociedad. El hombre pertenecía a la obshina y ésta
le pertenecía a él. La propiedad de la tierra, fuente de los derechos
individuales en Occidente, en nuestro país correspondía a la sociedad. La
persona participaba en el derecho de la propiedad por cuanto que formaba parte
de la sociedad.
La sociedad no era autoritaria, y no podía autoorganizarse
ni inventarse leyes porque no estaba separada de las demás sociedades
semejantes que se regían por el mismo derecho consuetudinario. Estas
innumerables obshinas, que formaban el conjunto de Rusia, estaban
cubiertas por la red de iglesias, monasterios y ermitas apartadas desde donde
se propagaban continuamente las mismas ideas sobre las relaciones sociales y
personales. Estas ideas debieron convertirse paulatinamente en la convicción
general, la convicción en la costumbre, que sustituía a la ley, quedando
establecidas por toda la extensión territorial las mismas ideas, los mismos
puntos de vista, las mismas aspiraciones y el mismo orden de vida. Esta
homogeneidad de las costumbres, iguales en todas partes, fue probablemente una
de las causas de su increíble fortaleza, que conservó vivos sus restos hasta
nuestros - días, pasando por todas las vicisitudes derivadas de las influencias
destructivas que durante doscientos años intentaron sustituirlas por otros
principios.
Como consecuencia de estas costumbres, fuertemente
arraigadas, homogéneas y universales, todo cambio en la estructura social que
no armonizara con el orden establecido era imposible. Las relaciones familiares
de cada uno estaban determinadas antes de su nacimiento, y en el mismo orden
instaurado la familia obedecía a la obshina, el ámbito más extenso de la
obshina se sometía a su vez a la asamblea de obshinas, la reunión
de obshinas al veche[3],
etc., hasta que todos los círculos particulares se unieran en un punto: la
Iglesia ortodoxa. Ninguna opinión particular, ningún acuerdo artificial podía
dar origen a un nuevo orden, crear nuevos derechos y privilegios. La misma
palabra derecho, en su significado occidental, se desconocía en nuestro país,
siendo sinónimo de justicia, de verdad. Por eso ningún poder era capaz de ceder
un derecho a una persona o un grupo social, ya que uno no puede ni vender la
verdad y la justicia ni apropiarse de ellas, pues tienen una existencia propia
y no dependen de relaciones convencionales. Por el contrario, en Occidente
todas las relaciones sociales se fundamentan en un convenio o aspiran a
alcanzar esta condición artificial. Fuera del convenio no hay relaciones correctas,
hace su aparición la arbitrariedad, que en la clase dirigente llama
autoritarismo a su sistema, mientras que la clase dirigida lo llama libertad.
Sin embargo, en ambos casos, la arbitrariedad no es prueba del desarrollo de la
vida interna, sino únicamente de una existencia formal y externa. Todas las
fuerzas, intereses y derechos sociales existen de manera aislada, separados
entre sí, sin integrarse conforme a una norma orgánica.
En su lugar, se organizan de manera fortuita o mediante un
acuerdo artificial. En el primer caso, triunfa la fuerza material; en el
segundo, predomina la suma de opiniones individuales. Pero la fuerza material,
la superioridad material, la mayoría material y la acumulación de opiniones
individuales constituyen, en esencia, el mismo principio, solo que en
diferentes etapas de su desarrollo. Por ello, el contrato social no fue un
invento de los enciclopedistas, sino un ideal real al que las sociedades occidentales—en
las que el elemento racional prevaleció sobre el cristiano—aspiraron de manera
inconsciente en el pasado, y al que ahora aspiran conscientemente.
En Rusia, hasta la consolidación del poder de Moscú sobre
los principados feudales, desconocíamos el verdadero alcance del poder del
príncipe. Sin embargo, sabíamos que la autoridad de la costumbre inmutable
hacía imposible cualquier forma de legislación arbitraria; que la facultad de
investigar y juzgar, cuando correspondía al príncipe, no podía ejercerse en
contra del derecho consuetudinario universal; que, por las mismas razones, la
interpretación de las costumbres no podía ser arbitraria; que la competencia
general sobre los pleitos recaía en las obshinas y los prikazy[4],
los cuales administraban justicia conforme a la costumbre secular, conocida por
todos. Finalmente, en los casos más extremos, si un príncipe no respetaba la
justicia en sus relaciones con el pueblo o la Iglesia, era expulsado por el
propio pueblo.
Tomando en consideración todo ello parece obvio que el poder
de los príncipes consistía más en la conducción de los ejércitos que en la
gestión interna, más en la defensa armada que en la posesión de los
territorios.
En general, parece que en Rusia fueron tan poco conocidos
los pequeños señores, típicos de Occidente, que utilizaban en su propio
provecho a la sociedad—considerada una propiedad inanimada—como los nobles
caballeros que se apoyaban en su fuerza personal, en su fortaleza y en su
armadura, y no reconocían otra ley que la de su espada y las normas
convencionales del honor, cuyo fundamento era la pura arbitrariedad.
A primera vista, parece incomprensible que no surgiera en
nuestro país algo semejante a la caballería, al menos durante la época de la
dominación tártara. La sociedad estaba dividida, el poder carecía de autoridad
material, cualquiera podía trasladarse de un sitio a otro, los bosques eran
densos, aún no se había inventado la policía. ¿Por qué, entonces, no se
constituyeron organizaciones de hombres que utilizaran la superioridad de sus
fuerzas contra los pacíficos agricultores y burgueses, saqueando, haciendo y
deshaciendo a su antojo, apropiándose de territorios y aldeas para construir en
ellos sus fuertes, estableciendo unas normas determinadas y formando así una
clase especial de la más alta condición que, a causa de su poderío, también
pudiera considerarse nobleza?
La Iglesia podría haber utilizado a estos hombres y formado,
a partir de ellos, órdenes con estatutos determinados para que lucharan contra
los infieles a la usanza de los cruzados occidentales. ¿Por qué no pasó esto en
Rusia?
Creo que precisamente porque en aquellos tiempos nuestra
Iglesia no entregaba su pureza a cambio de beneficios temporales. Los bogatyri[5]
solo existieron antes de la introducción del cristianismo.
Después de la cristianización de Rusia, tuvimos bandidos, de
cuyas partidas aún se habla en nuestras canciones, pero eran grupos rechazados
por la Iglesia y, por tanto, no tenían fuerza. Nada habría sido más fácil que
organizar cruzadas en Rusia, poniendo a los bandidos al servicio de la Iglesia
y prometiéndoles el perdón de los pecados a cambio del asesinato de los
infieles; cualquiera se habría alistado en las partidas de bandidos honrados.
El catolicismo actuó así: no pudo movilizar a los pueblos
para que lucharan por la fe, sino que dirigió a los vagabundos hacia una sola
meta, otorgándoles el nombre de santos. Nuestra Iglesia no lo hizo, y por eso
no tuvimos caballeros ni, con ellos, aquella clase aristocrática que constituyó
el elemento principal del conjunto de la civilización occidental.
Allí donde había más desorganización en Occidente, la
caballería era más fuerte; la menos numerosa era la italiana. Allí donde había
menos caballeros, la sociedad tendía a la organización popular; donde los
caballeros eran numerosos, la sociedad se mostraba más propensa a la
concentración del poder en unas solas manos.
El poder unipersonal es originado por la aristocracia, donde
el más fuerte somete a los más débiles, y más tarde el gobernante, cuyo poder
estaba sujeto a condiciones, pasa a ser un gobernante incondicional, cerrando
filas con la nobleza contra los villanos, como llamaban al pueblo en Europa.
La clase de los villanos, de acuerdo con la fórmula general
del desarrollo social de Europa, más tarde se ha apropiado de los derechos de
la nobleza, y la misma fuerza que dio todo el poder a uno se lo ha traspasado a
la mayoría material, que está inventando un procedimiento formal y todavía se
encuentra en ese proceso de invención.
La Iglesia occidental transformó a los bandidos en
caballeros, el poder espiritual en poder laico y la policía laica en la Santa
Inquisición, y actuó de la misma manera en cuanto a las ciencias y las artes
paganas. El nuevo arte espiritual que produjo no lo encontró en su interior,
sino que aprovechó el arte antiguo, creado y formado por un espíritu distinto y
una existencia distinta, para adornar su templo. Por eso el arte romántico
brilló inicialmente con una vida nueva y radiante pero terminó por adorar el
paganismo, como ahora se idolatran las fórmulas abstractas de la filosofía.
Esto será así hasta que el mundo vuelva al cristianismo auténtico y surjan
nuevos servidores de la belleza cristiana.
La parte esencial de la ciencia como conocimiento pertenece
por igual al mundo pagano y al cristiano, con la única diferencia de su aspecto
filosófico. Pero el catolicismo no pudo comunicar a la ciencia el enfoque
filosófico propio del cristianismo por carecer de él en toda su pureza. De aquí
vemos que las ciencias, como herencia del paganismo, prosperaron mucho en
Europa, pero su resultado final es el ateísmo, consecuencia necesaria de su
desarrollo unilateral.
Rusia no destacó ni por las artes ni por los descubrimientos
científicos por no tener tiempo de desarrollarse en esta dirección de una forma
original y por negarse a adoptar el desarrollo ajeno, basado en un enfoque
falso y por tanto hostil a su espíritu cristiano. Pero conservó la primera
condición del desarrollo correcto, que sólo requería tiempo y una situación
favorable: acumuló y preservó vivo el principio estructurador del conocimiento,
la filosofía del cristianismo, que es la única que puede constituir el
verdadero fundamento de las ciencias. Las Obras de todos los santos padres de
la Iglesia griega, sin excluir a los escritores más profundos, eran traducidas,
leídas, copiadas y estudiadas en el silencio de nuestros monasterios, esos
sagrados gérmenes de las universidades que nunca vieron la luz. Los monasterios
se encontraban en un permanente y vivo contacto con el pueblo ¡Podemos deducir
de este hecho la cultura que posee nuestra clase de villanos! No se trata de
una cultura brillante, sino profunda; no es suntuosa ni material, con el único
fin y efecto de lograr las comodidades de la vida externa, sino una cultura
interior y espiritual, cuyo objetivo y resultado es una organización social que
desconoce el autoritarismo y la esclavitud, la división entre nobles y
villanos; se trata de costumbres seculares, que no tuvieron necesidad de ser
codificadas por escrito, que proceden de la Iglesia y cuya fuerza consiste en
la conformidad de los usos con la doctrina religiosa; se trata de los
monasterios sagrados, focos de la organización cristiana, corazón espiritual de
Rusia, que preservaron todas las condiciones de la futura y original
ilustración; se trata de los ermitaños que se apartaban del lujo instalándose
en bosques y abismos inaccesibles para estudiar los escritos de los sabios más
profundos de la Grecia cristiana y más tarde abandonaban estos lugares para
instruir al pueblo, que les comprendía; se trata de las sentencias que se
imponían en el campo y eran producto de mentes educadas; se trata delos veche
urbanos; se trata de ese espíritu libre de la vida rusa que aún pervive en las
canciones. ¿Dónde está todo ello? ¿Cómo pudo desaparecer sin dar fruto? ¿Cómo
pudo ceder a la violencia del elemento ajeno? ¿Cómo fue posible Pedro I, que
destruyó lo ruso: para introducir lo alemán? Y, si la destrucción había
empezado antes de Pedro, ¿cómo pudo el principado de Moscovia ahogar a Rusia al
unificarla? ¿Por qué la unión de las partes diversas en un todo no se produjo
de otra manera? ¿Por qué en este caso triunfó el principio extranjero y no el
ruso?
En nuestra historia hay un hecho que explica la causa de
esta desafortunada transformación: hablo del Concilio de los Cien Capítulos[6].
En cuanto la herejía hizo su aparición en la Iglesia, el cisma del espíritu
tuvo que reflejarse en la vida. Surgieron partidos, que más o menos se
desviaron de la verdad. El partido de las novedades triunfó sobre el partido de
la tradición precisamente porque éste se hallaba dividido por las divergencias
de opinión. Destruidos los vínculos de la unión interna, espiritual, se
hicieron necesarios lazos materiales, formales, y de ahí nacieron la
esclavitud, la oprichnina[7],
el mestnichestvó[8],
etc. De ahí proviene la corrección y la alteración del sentido de los libros
realizadas a causa de la ignorancia, las opiniones particulares y la crítica arbitraria.
La divergencia de opiniones existente entre la mayoría del pueblo, rechazada
como cismática, y el gobierno ya antes de Pedro I también procede de ahí. Por
eso Pedro, como jefe del partido estatal, crea un Estado dentro del Estado, y
de ahí se deriva todo lo que sucede después de este hecho.
¿Cuál es el resultado de todo lo dicho? ¿Hemos de desear el
regreso al pasado de Rusia y materializarlo si es posible? Si era verdad que la
particularidad de la vida rusa consistió en conservar vivos sus orígenes a
partir del cristianismo puro y que esta forma de vida decayó a la vez que se
debilitaba el espíritu, ahora la forma inerte de esta vida decididamente no
tendrá ya ninguna importancia. Hacerla regresar por la fuerza sería ridículo,
además de dañino. Pero destruir los restos de esta vida sólo podría hacerlo
quien no crea que alguna vez Rusia recuperará aquel espíritu vivificante que se
respira en su Iglesia.
Sólo podemos desear ahora una cosa: qué algún francés note
la originalidad de la doctrina cristiana que profesa nuestra Iglesia y publique
sobre ello un artículo en un periódico; que algún alemán le crea y estudie
nuestra Iglesia con más profundidad y demuestre en sus conferencias que, de
forma inesperada, en ella se descubre algo que precisamente resulta necesario
ahora para la ilustración europea. Entonces, sin duda, creeremos al francés y
al alemán y entenderemos aquello que nos pertenece.
[1] En
el tratado principal de Ivan Kireevski titulado: Sobre la necesidad y la
posibilidad de Nuevos principios de la filosofía el distingue dos tipos de razón,
la dianoia, que es la razón externa o razón formal como la llama aquí, y
la noesis, que es la razón espiritual u interna sobre la cual se tiene que
fundar según él la filosofía.
En el comienzo de su tratado, el rastrea ya el comienzo
del despliegue de la dianoia en el mundo antiguo, principalmente en los
postulados de Aristóteles y los estoicos, y sostiene que esta alcanza su
predominio sobre la noesis ya en la escolástica y más aún, en el Iluminismo. Véase:
https://www.oocities.org/trvalentine/orthodox/kireyevsky_new-principles.html
[2] Forma
de organización social autogestionaria que se mantuvo en el campo ruso hasta
las reformas del primer ministro Petr Stolypin, en la década de 1910. (N. de
los T.)
[3] Asamblea
de ciudadanos libres que, antes de la invasión de los tártaros (siglo XI),
existió en todas las ciudades rusas y que concentraba en sus manos tanto el
poder legislativo como el ejecutivo, desempeñando las funciones de gobierno
republicano. El funcionamiento del veche es semejante a las formas históricas
de la democracia de Atenas. En algunas ciudades como Nóvgorod y Pskov pervivió
hasta el siglo xv1. (N. de los T.)
[4] Órganos
del poder central en la Rusia de los siglos XVI-XVIII. (N. de los T.)
[5] Los bogatyri («hombres fuertes») son héroes
parecidos a los caballeros andantes de
Occidente, y de sus hazañas hablan las canciones populares rusas. (N. de los
T.)
[6] El Concilio de los Cien Capítulos, que tuvo
lugar en 1551, aprobó | las resoluciones contra los herejes y las herejías,
pidiendo que sus seguidores fueran ajusticiados por el poder laico, lo. cual
era una absoluta novedad en la historia de la Iglesia rusa. (N. de los T.)
[7] Una
especie de guardia pretoriana de Iván el Terrible que actuaba a la vez como
policía secreta y como ejecutora. (N. de los T.)
[8] Sistema de distribución de los puestos burocráticos de acuerdo con el criterio de antigüedad y nobleza del linaje que se practicó en la Rusia de los siglos XIV-XV.