lunes, 14 de octubre de 2024

LA ORTODOXIA Y LA TEORIA DE LA GUERRA JUSTA


Vladimir Moss




cuadro que representa la bendición de las tropas del santo zar Alejandro I antes dela batalla de Borodino contra Napoleón  


Introducción

 

Para buena parte de la historia cristiana, la teoría de la guerra justa ha sido un asunto, no tanto de la teología ortodoxa sino más bien de la católica romana. Sólo a finales del siglo XIX, con la aparición de la teoría de la no resistencia al mal de Tolstoi, el estallido de la Primera Guerra Mundial y la obra del arzobispo Antonio (Khrapovitsky) La fe cristiana y la guerra (1915), la cuestión de la moralidad de la guerra se convirtió en tema de debate teológico en los círculos ortodoxos. Incluso ahora, después de dos Guerras Mundiales y de muchas otras guerras en las que han participado cristianos ortodoxos en el siglo pasado, ha habido poca discusión sistemática sobre el tema desde un punto de vista ortodoxo.

 

La razón puede ser que, hasta la revolución rusa, la mayoría de los cristianos ortodoxos no tenían ni el conocimiento ni la necesidad de juzgar la moralidad o no de las guerras en las que participaban. Siguiendo las palabras de San Juan Bautista, no veían nada deshonroso en la vida del soldado, ni siquiera en el servicio a un gobernante pagano (Lucas 3.14); y puesto que, como señalaba San Pablo, “no hay autoridad que no provenga de Dios” (Romanos 13.1), la idea de negarse a servir a las autoridades por motivos morales sencillamente no se planteaba. Cuando los dirigentes europeos se convirtieron al cristianismo, el deber del servicio militar se sintió aún con más fuerza; y como, tras la caída de Constantinopla en 1453, los cristianos no se vieron obligados a servir en los ejércitos otomanos, se evitó el posible dilema moral que supondría el luchar por los infieles en contra de cristianos. Hubo excepciones a esta regla, como cuando, por ejemplo, los príncipes serbios tras la batalla de Kosovo se vieron obligados a luchar en los ejércitos turcos como vasallos del Sultán, o cuando los gobernantes serbios, búlgaros y griegos de los Balcanes se hicieron la guerra entre sí. Pero antes del siglo XX no oímos el argumento: “Esta guerra es injusta, por lo tanto, no lucharé en ella”. Por supuesto, los gobernantes pudieron haber padecido una conciencia atormentada a la hora de decidir si iban a la guerra en un caso concreto o no. Pero esto no era un problema para sus súbditos: su deber era simplemente obedecer, dar al César lo que era del César...

 

Hoy, sin embargo, la política está de moda y casi todo el mundo se encarga de juzgar a los líderes políticos. Como bien dice Paul Johnson, “quizá la característica más significativa del naciente mundo moderno [que él fechó entre 1815 y 1830] fue la tendencia a relacionarlo todo con la política”. [1] Esta tendencia ha penetrado ahora profundamente en la Iglesia ortodoxa, donde se discute sobre Obama y Putin con más pasión que sobre las cuestiones propiamente teológicas del ecumenismo y el sergianismo.

 

Y, sin embargo, ambas cuestiones están relacionadas con la política, por lo que no podemos evitar la política por completo. Lo que podemos evitar, sin embargo, es hablar de ella de forma política. En su lugar, debemos desarrollar una teología de la política. Y una de las cuestiones más importantes que debe abordar esa teología de la política es: ¿qué es una guerra justa?

 

1.    ¿Moral del Antiguo Testamento?

 

Antes que nada, se debe de tratar con una primera objeción ¿No deben la guerra y la política juzgare más sobre los estándares mucho más salvajes del Antiguo Testamento antes que los de misericordia del nuevo? ¿No sería eso más realista, más acorde con la realpolitik? Al reflexionar sobre la moralidad del llamamiento de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial a la “rendición incondicional”, podríamos remitirnos a algunos precedentes del Antiguo Testamento. Después de todo, ¿no ordenó el Señor a Josué entrar en la tierra de Canaán, destruir a todas las tribus que encontraran en ella y ocupar la tierra estos mismos? ¿Y no ordenó a Saúl que destruyera a todos los amalecitas, destituyéndolo del reinado cuando desobedeció?

 

El principal problema de este enfoque es que el Señor, en el Sermón de la Montaña, sustituyó clara y específicamente la moral más rudimentaria del Antiguo Testamento por Sus propias leyes superiores. Así, el “ojo por ojo” fue sustituido por el amor a los enemigos; el divorcio fácil y los matrimonios múltiples por la monogamia y la castidad. Ni el Señor ni los Apóstoles hicieron una excepción con los gobernantes - aunque, por supuesto, en su tiempo todavía no había gobernantes cristianos. Decir que como individuos estamos sujetos a la Ley del Nuevo Testamento, pero que a nivel colectivo podemos volver a un salvajismo ligeramente atemperado es introducir una especie de esquizofrenia en el Evangelio cristiano, un doble rasero que parece limitar el poder de la Gracia. Y la inconsistencia de esto queda demostrada por el hecho de que los gobernantes cristianos, incluso los heterodoxos, rara vez han recurrido a esta práctica, sino que casi siempre han tratado de justificar sus acciones, con o sin éxito, sobre la base de los principios cristianos. Ni, hasta donde sabemos, ningún gobernante verdaderamente cristiano ha intentado exterminar a todo un pueblo basándose en una supuesta revelación del Señor. Además, en los casos en que los gobernantes ortodoxos actuaron cruelmente en nombre del cristianismo -pensemos en la matanza de tres mil tesalonicenses por el emperador Teodosio en el siglo IV, o en el exterminio de los sajones paganos por Carlomagno en el siglo VIII, o en la matanza de los novgorodianos por Iván el Terrible en el XVI-, no recibieron la aprobación de la sociedad cristiana.

 

En el Antiguo Testamento, el Señor puede haber ordenado matanzas despiadadas en algunos casos para poner a prueba la obediencia de un determinado líder del pueblo: Abraham en el caso de Isaac, Saúl en el caso de los amalecitas. O, como en el caso de Josué y los cananeos, puede haber sido una concesión a las costumbres bárbaras, “a causa de la dureza de vuestros corazones” (Mateo 19.8), o porque la Tierra Prometida del Antiguo Testamento es un símbolo o figura de la completa pureza del Reino de Dios del Nuevo Testamento. Ya que “No entrará en ella ninguna cosa impura ni nadie que haga abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero.” (Apocalipsis 21,27)

 

También hay que recordar que incluso en el Antiguo Testamento hay mandamientos que están completamente en el espíritu del Nuevo Testamento. Así, en el Levítico encontramos un mandamiento que los nacionalistas ortodoxos modernos harían bien en tener en cuenta: “Cuando el extranjero habite con vosotros en vuestra tierra, no lo oprimiréis. Como a uno de vosotros trataréis al extranjero que habite entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto. Yo, el Señor, vuestro Dios.”. (19.33-34) En otra ocasión, el rey de Israel preguntó una vez al profeta Eliseo qué debía hacer con unos sirios capturados: “¿Los mataré, Padre mío?” Pero Él respondió: “No los mates. ¿Matarías tú a los que tomaste cautivos con tu espada y con tu arco? Pon delante de ellos pan y agua, para que coman y beban, y vuelvan a sus señores”. Como resultado de la obediencia del rey al profeta, “Y nunca más vinieron bandas armadas de Siria a la tierra de Israel.” (II Reyes 6:21-23)

 

Sin embargo, hay que admitir que ninguna sociedad podría existir por mucho tiempo si todos los delitos fueran simplemente perdonados. El castigo tiene que formar parte de cualquier sistema legal, y ciertamente ha formado parte de todos los sistemas legales cristianos históricos. Porque, aunque un cristiano pueda perdonar a sus enemigos y perseguidores, la sociedad en su conjunto no puede hacerlo: tiene que proteger a los inocentes y disuadir de futuros delitos. Por eso, cuando San Vladimir, Gran Príncipe de Kiev, se hizo cristiano y quiso abolir la pena de muerte en su reino, sus obispos le disuadieron, señalando el aumento general de la delincuencia que se derivaba de ello. En su vida personal podía poner la otra mejilla, pero como príncipe no podía...

 

La historia cristiana está llena de ejemplos de gobernantes cristianos que trascendieron la letra de la ley perdonando a sus enemigos y haciendo el bien a quienes les odiaban en su vida personal. Pero en la vida pública tenían que cumplir la ley, e incluso llevar a cabo ejecuciones y librar guerras. Porque incluso en el Nuevo Testamento está escrito que el gobernante es “el ministro de Dios”, que “Si hace lo malo, teme; pues no en vano lleva la espada, porque es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo”. (Romanos 13.4).

 

 

2.    Los cinco primeros siglos

 

La actitud de la Iglesia primitiva ante la política estaba moldeada por dos principios evangélicos: que las autoridades políticas de su tiempo habían sido establecidas por Dios, y que las cosas del César debían dejarse al César. En conjunto, estos principios excluían incluso la idea de una revolución, fueran cuales fueran los defectos morales del emperador romano. Siguiendo el mandato de su Señor, los cristianos guardaban sus espadas firmemente dentro de sus vainas, sabiendo que quien vive por la espada morirá por la espada. Y las desenvainaban sólo en obediencia al emperador. No correspondía a los cristianos cuestionar las decisiones del César en la esfera del César. Él era responsable ante Dios, no ante ellos. Por supuesto, la obediencia de los cristianos tenía sus límites: se negaban, aun a costa del martirio, a ofrecer incienso a dioses falsos, y se negaban a pasar a cuchillo a otros cristianos. Pero esto no tenía nada que ver con un sentimiento pacifista o antibelicista, ni mucho menos democrático. Simplemente no creían que fuera asunto suyo resistirse o cuestionar las decisiones políticas del Estado, o en derrocar al Estado mediante la violencia. Desde su punto de vista, esto no habría sido una guerra justa.

 

En lugar de ello, recurrieron a la oración, a la paciencia y al poder de la Cruz de Cristo. Y su paciencia y su fe fueron recompensadas: sin que los cristianos tuvieran que derramar una sola gota de sangre cristiana o no cristiana, el Señor elevó a San Constantino en el extremo noroeste del imperio, y luego le concedió el dominio sobre todo el oikoumene, el antiguo imperio romano, en todo el cual introdujo leyes y costumbres cristianas que aumentaron enormemente el tamaño y la influencia de la Iglesia. Por supuesto, Constantino luchó en guerras. Pero fueron guerras justas, cumpliendo todos los criterios de una guerra justa. En primer lugar, él mismo era un gobernante legítimo, el heredero de la parte occidental del imperio romano. En segundo lugar, al menos desde la batalla del Puente Milvio en 312, luchó en nombre de Cristo, bajo el estandarte de la Cruz; y todas sus obras posteriores en tiempo de paz demostró que su motivación había sido siempre la prosperidad de la Verdadera Iglesia de Cristo. Y en tercer lugar, luchó sólo cuando tuvo que hacerlo, y en la medida en que tuvo que hacerlo: como cuando, por ejemplo, su co-gobernante Licinio rompió su acuerdo común y comenzó a perseguir a los cristianos desafiando ese acuerdo.

 

Después de Constantino, los cristianos mantuvieron sus principios de obediencia combinados con la no injerencia sobre la esfera puramente política. Pero como ahora los emperadores estaban bautizados, los obispos se vieron envalentonados a la hora de reprenderlos cuando pecaban contra la fe o las enseñanzas morales de la Iglesia. Así, San Atanasio el Grande se ensañó con Constancio cuando se convirtió en hereje arriano. SS. Basilio el Grande y Gregorio el Teólogo fueron aún más feroces contra Juliano el Apóstata cuando se convirtió en pagano. Y San Ambrosio de Milán célebremente excomulgó a San Teodosio el Grande cuando mató a tres mil inocentes, y de nuevo lo reprendió ferozmente cuando ordenara la restauración de una sinagoga que había sido quemada por los cristianos.

 

En Oriente, la guerra no se glorificaba, sino que se consideraba una necesidad lamentable en un mundo caído. Los ortodoxos se gobernaban de acuerdo con el espíritu del Canon 13 de San Basilio: “Nuestros padres no consideraban la acción de matar en el campo de batalla como asesinato, excusando, según me parece, a los defensores de la castidad y la piedad. Pero podría ser bueno que se abstuvieran de comulgar de los Santos Misterios solo por tres años por considerase personas con manos impuras...”

 

Esta actitud fue prefigurada por el hecho de que a David no se le permitió construir el Templo porque era un hombre de guerra, con las manos manchadas de sangre. Él hizo los preparativos; pero fue a su hijo Salomón, un hombre de paz, a quien se le confió la construcción. Porque, como escribe Patrick Henry Reardon, “La guerra, incluso la guerra justificada, incluso la guerra necesaria, conlleva una cualidad de contaminación incompatible con el culto apropiado a Dios. Los hombres deben ofrecer sus oraciones con ‘manos santas, sin ira’ (I Timoteo 2.8). La sangre, en la Biblia, es algo sagrado. Haber derramado sangre con ira - que en la guerra tiene lugar con profusión- conlleva una contaminación ritual, si no moral, que no concuerda bien con la pureza del culto a Dios. Esta convicción siempre se ha expresado en los cánones de la Iglesia sobre la ordenación sacerdotal [que prohíben la participación de los sacerdotes en la guerra]”.[2]

 

A partir de San Agustín, sin embargo, encontramos el comienzo de un enfoque sutilmente diferente de la política. La guerra seguía considerándose justificada en determinadas circunstancias.[3]Sin embargo, el saqueo de Roma por los godos en 406 genero un enorme impacto en los cristianos occidentales; y sin renunciar al enfoque tradicional, y a la tradicional lealtad de los cristianos al Imperio Romano, san Agustín muestra una visión más radical, apolítica e incluso antipolítica en su famosa obra La ciudad de Dios. Así, en un momento dado califica a Roma de “segunda Babilonia”.[4] Porque siempre hubo un elemento demoníaco en el corazón del Estado romano, dice, que no ha sido eliminado ni siquiera ahora. El pecado y el fratricidio -el asesinato de Remo por Rómulo- están en la raíz misma del Estado romano, al igual que el pecado y el fratricidio -el asesinato de Abel por Caín- se sitúan al principio de la historia de la humanidad. Además, el crecimiento del Imperio Romano se logró a través de una multitud de guerras, muchas de las cuales fueron bastante injustas. Ya que “sin justicia, ¿qué son los gobiernos, sino bandas de bandidos?”[5]

 

Por eso no debe sorprendernos, dice Agustín, que el Imperio Romano decline y caiga. “Si el cielo y la tierra han de pasar, ¿por qué ha de sorprendernos que en algún momento el Estado llegue a su fin? Si lo que Dios ha hecho desaparecerá un día, seguramente lo que hizo Rómulo desaparecerá mucho antes.” “En cuanto a esta vida mortal, que termina tras el transcurso de unos pocos días, ¿qué importa bajo qué gobierno viva un hombre, estando tan pronto para morir, siempre que los gobernantes no le obliguen a actos impíos y malvados?”[6] Pues es la Jerusalén de arriba nuestra verdadera Patria, no la Roma aquí abajo.

 

Las opiniones de Agustín son sólo el primer “atisbo” de una visión distintivamente occidental de la política y la guerra en el período ortodoxo (hasta el cisma del papado en 1054). Mientras el Imperio de Oriente adquiría una relativa estabilidad y, por tanto, una estabilidad de pensamiento político, el colapso final del Imperio Romano de Occidente en 476, y la aparición de reinos germánicos que mantenían diversas relaciones con la Roma cristiana, plantearon dilemas éticos hasta entonces desconocidos para el pensamiento occidental. Éstos giraban en torno a cuestiones como: ¿Puede ser legítima una autoridad si no es ortodoxa o no reconoce al Emperador Oriental? ¿Puede la Iglesia intervenir para bendecir una guerra o maldecirla, o deponer a gobernantes que no luchan en guerras justas o insisten en librar guerras injustas?

 

Por lo tanto, tal vez no sea coincidencia que los primeros esbozos de una Teoría de la Guerra Justa surjan precisamente en este período de colapso imperial occidental, en los escritos de San Agustín.

 

“A partir de los imprecisos comentarios de Agustín sobre la guerra”, escribe Christopher Tyerman, “se pueden identificar cuatro características principales de una guerra justa, que apuntalarían la mayoría de los debates ulteriores sobre esta materia. Una guerra justa necesita de una causa justa; su objetivo debe ser o bien la defensa, o bien la recuperación de una posesión legítima; la autoridad legal debe autorizarla; los combatientes deben sentir como motivo el de un objetivo justo. La guerra, pecaminosa por naturaleza, puede constituir un vehículo para la promoción de la rectitud; la guerra que resulta violenta puede actuar, según mantuvieron ciertos apologistas medievales tardíos, como una forma de amor caritativo, que socorre a las víctimas de la injusticia. A partir de las categorías de Agustín se desarrolló la base de la teoría cristiana de la guerra justa, tal como aparece, por ejemplo, en Tomás de Aquino, ya en el siglo XIII.”[7].

 

3.    La Edad Media

 

La teoría política bizantina no se desarrolló significativamente después del reinado de Justiniano en el siglo VI. El Estado y la Iglesia eran independientes entre sí, pero mantenían una relación “sinfónica”. El Estado se ocupaba de los asuntos políticos, y todas las decisiones relativas a la paz y la guerra las hacia el emperador.

La Iglesia era la conciencia del Estado, y el Patriarca tenía derecho a interceder ante el Emperador. Pero en la práctica la Iglesia tenía poca influencia directa sobre la decisión de ir a la guerra; tampoco desarrolló ninguna teoría de la guerra justa siguiendo el modelo de Aquino.

 

En Oriente surgieron problemas con la aparición de nuevos reinos ortodoxos, como el búlgaro. La cuestión aquí era: ¿podía haber gobernantes cristianos ortodoxos independientes del emperador de la Nueva Roma? Y si no, ¿estaban justificados los cristianos romanos para ir a la guerra a reprimir los movimientos secesionistas? Sin embargo, estos problemas no condujeron a un desarrollo significativo de la teoría política...

 

Fue diferente en Occidente, donde la falta de una autoridad política única, la mayor influencia de herejías como el arrianismo y el creciente papel político del papado crearon difíciles dilemas que fomentaron el crecimiento de la teoría política. Por ejemplo, a finales del siglo VI, el príncipe ortodoxo Hermenegildo de España se rebeló contra su padre arriano. La cuestión era: ¿estaba justificada la rebelión en contra de su padre por motivos religiosos? Por un lado, muchos lo consideraron un mártir porque fue asesinado en prisión por negarse a recibir la comunión arriana. Por otro lado, los reyes visigodos que lo mataron conservaron la lealtad de sus súbditos, en su mayoría romanos y ortodoxos, actitud que dio frutos espirituales en el sentido de que, poco después de su muerte, esta dinastía se convirtió en ortodoxa, iniciando el periodo más glorioso de la historia de España. Entonces, ¿se podía considerar legítimos o no a los reyes arrianos o paganos que, sin embargo, contaban con la lealtad de la mayoría de la población? ¿Y había que alentar o no la guerra contra ellos?

 

Desde la época de Carlomagno, los ortodoxos occidentales tuvieron que librar guerras contra los vikingos del norte, los sarracenos del sur y los magiares del este. Por supuesto, estas guerras podían justificarse como una defensa de la cristiandad contra los paganos. Pero a veces iban acompañadas de excesos, como el bautismo forzoso de los sajones por Carlomagno en la década de 780 o el asesinato por el rey inglés Ethelred de varios centenares de súbditos daneses en 1004. Todo ello suscitó de nuevo la necesidad de reflexionar y evaluar la moral, una necesidad que se hizo urgente poco después de la caída de la Iglesia de Occidente en 1054.

 

En el Occidente ortodoxo, la conciencia del mal que acecha incluso en la más justa de las guerras se mantuvo firme hasta el cisma de 1054, como vemos en el movimiento de la Tregua de Dios. E incluso después del cisma esta conciencia perduró durante un tiempo, como cuando los caballeros normandos que habían participado en la Conquista de Inglaterra en 1066-70 fueron sometidos a penitencia al volver a casa. Pero a finales de siglo, esta conciencia ortodoxa había desaparecido por completo en Occidente...

Era la época del papado cismático, con su concepción herética de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La Iglesia se secularizó y politizó; la sinfonía de poderes se quebraba en un reino tras otro; y el Papado se arrogó el derecho de elevar y de deponer a reyes y emperadores. Ahora era el Papa y no ningún rey quien decidía qué guerras eran justas, siendo el criterio, en efecto, de lo que convenía a los intereses del Papado...

 

Particularmente justas, según la perspectiva del Papado, eran las cruzadas, un nuevo tipo de guerra con un pathos religioso más elevado. “Para el cruzado”, como escribió Jonathan Riley-Smith, “Una cruzada era una guerra santa librada contra quienes se consideraba enemigos externos o internos de la cristiandad para la recuperación de los bienes cristianos o en defensa de la Iglesia o del pueblo cristiano. Por lo que respecta a los cruzados, los musulmanes de Oriente y de España habían ocupado territorios cristianos, incluida la tierra de Cristo santificada y hecha suya por su presencia, y habían impuesto la tiranía infiel a los cristianos que vivían allí. Los paganos de la región báltica amenazaban los nuevos asentamientos cristianos. Los herejes [albigenses] de Languedoc o Bohemia eran rebeldes contra su madre la Iglesia y renegaban de la responsabilidad de la enseñanza que Cristo le había confiado; ellos y los adversarios políticos de la Iglesia en Italia perturbaban el orden legítimo. Todas estas personas amenazaban a los cristianos y a la Iglesia, y sus acciones brindaron a los cruzados la oportunidad de expresar el amor por sus hermanos oprimidos o amenazados en una causa justa, que siempre estaba relacionada con la de la Cristiandad en su conjunto. Por tanto, un ejército cruzado se consideraba internacional aunque en realidad estuviera compuesto por hombres de una sola región... Se creía que la guerra que libraba estaba directamente autorizada por el propio Cristo, el Dios encarnado, a través de su portavoz, el Papa. Siendo la propia empresa de Cristo, se consideraba positivamente santa... “[8]

 

Los que incitaron a las cruzadas fueron papas y no reyes (Gregorio VII en 1074, Urbano II en 1095); la remisión plenaria de los pecados y las penitencias, e incluso la salvación eterna, se pregonaban como recompensa: “por una obra transitoria puedes ganar una recompensa eterna”, decía Gregorio VII. Las cruzadas fueron guerras santas bendecidas por el Papa y dirigidas contra musulmanes (en España y Palestina), paganos (los eslavos wendios y bálticos) e incluso otros cristianos (los anglosajones, los albigenses franceses, los novgorodianos).

 

Ya no eran guerras estrictamente defensivas, sino guerras de reconquista de tierras anteriormente cristianas. A esto se añadía un elemento pasional y pecaminoso, el deseo de venganza, aunque esta fuera en nombre de Dios. Así, el líder normando Roberto Guiscardo declaró su deseo de liberar a los cristianos del dominio musulmán y de “vengar la injuria hecha a Dios”[9]... El Señor dijo: “Mía es la venganza; yo pagaré”. Pero para el valiente nuevo mundo de la herética cristiandad católica romana, la venganza volvió a ser una obligación humana.

 

Las nefastas consecuencias no tardaron en revelarse. Así, las Cruzadas fueron guerras de crueldad sádica, como cuando los guerreros de la Primera Cruzada, en 1099, masacraron a casi toda la población judía y musulmana de Jerusalén. “En el Templo”, escribió un testigo presencial, “[los cruzados] cabalgaban ensangrentados hasta las bridas. En efecto, fue un justo y espléndido juicio de Dios que este lugar se llenara con la sangre de los infieles”.[10]

 

Esta crueldad tampoco era excepcional. Bernardo de Claraval dijo sobre la cruzada de 1147 contra los eslavos de Wend: “Prohibimos expresamente que, por cualquier razón que sea, hagan tregua con esos pueblos, ya sea por dinero o por tributo, hasta el momento en que, con la ayuda de Dios, su religión o su nación sean destruidas”.[11]

 

Porque, como subrayó Bernardo, “el caballero de Cristo no debe temer de pecado alguno al matar al enemigo, es un ministro de Dios para el castigo de los malvados”. En la muerte de un pagano se glorifica a un cristiano, porque se glorifica a Cristo... [El caballero] que mata por religión no comete ningún mal, sino que hace el bien, a su pueblo y a sí mismo. Si muere en la batalla, el gana el cielo; si mata a sus adversarios, venga a Cristo. En cualquier caso, le place a Dios”[12]

 

Ésta era ya una comprensión claramente nueva y heterodoxa de la guerra justa, que debía más, irónicamente, al concepto islámico de yihad que al Evangelio... La yihad es “el sexto pilar del islam, la perpetua obligación colectiva y a veces individual de todos los fieles de luchar (yihad) espiritualmente contra la incredulidad en sí mismos(al-jihad al-akbar, la yihad mayor ) y físicamente contra los infieles(al-jihad al-asghar, la yihad menor).”[13] La tierra está dividida en el mundo del Islam y el mundo de la guerra; y la relación normal entre ambos es la guerra. “Creyentes”, dice el Corán, “haced la guerra a los infieles que moran a vuestro alrededor. Trátadlos con firmeza”. (9.123). “Como el pueblo del Faraón y los anteriores, no creyeron en las revelaciones de su Señor. Por eso los destruiremos por sus pecados...” (8.54).

 

En el siglo XV, el erudito islámico Ibn Jaldún resumió así la diferencia entre la visión cristiana de la guerra y la misión y la islámica: “En la comunidad musulmana, la yihad es un deber religioso debido al universalismo de la misión musulmana y a la obligación de convertir a todo el mundo al islam, ya sea por la persuasión o por la fuerza. Los demás grupos religiosos no tienen una misión universal, y la yihad no es un deber religioso para ellos, salvo con fines de defensa. Pero el Islam tiene la obligación de ganar poder sobre otras naciones”.

 





En la época de las Cruzadas, vemos que la yihad menor, la lucha física contra los infieles, adquiere cada vez más importancia en el pensamiento y la práctica del Occidente católico, lo que a su vez estimuló su renacimiento entre los musulmanes. No sólo la guerra, sino también la crueldad contra los infieles está justificada “a causa de sus pecados”. El trabajo misionero pacífico tradicional no tiene cabida en esta yihad cristiana...

 

A la larga, sin embargo, los cruzados fracasaron en su objetivo de reconquistar Tierra Santa a los musulmanes: ya para finales del siglo XIII, la mayoría de los reinos cruzados repartidos entre Siria y Palestina habían sido reconquistados por los musulmanes. Así que si eso también fue el “justo y espléndido juicio de Dios”, no hablaba bien de la justicia o santidad de las guerras cruzadas. Más bien confirmó el juicio del gran ermitaño San Neófito el Encerrado de Chipre (+1219), que dijo de uno de los intentos cruzados de reconquistar Jerusalén: “Es parecido a los lobos que vienen a ahuyentar a los perros...[14]

 

El objetivo original de las cruzadas era ayudar a “liberar” a las Iglesias orientales. Pero acabaron destruyendo a la Ortodoxia en amplias zonas de los Balcanes y Oriente Próximo, especialmente durante la Cuarta Cruzada de 1204, que saqueó Constantinopla y la convirtió en una ciudad latina. Ya antes de la Segunda Cruzada, Bernardo de Claraval había expresado “fulminaciones sanguinarias contra los griegos”. En 1204, las “fulminaciones” se habían convertido en actos: asesinatos, robos y violaciones a gran escala; y un proyecto que había comenzado como una misión para liberar a las Iglesias orientales a petición del emperador bizantino acabó con la destrucción (temporal) del Estado bizantino y el intento de someter a todas las Iglesias ortodoxas a Roma. [15]Incluso el Papa Inocencio III lo desaprobó. La Iglesia griega, decía, “detesta ahora, y con razón, a los latinos más que a los perros”.[16]

 

Las Cruzadas demuestran con qué facilidad las aparentemente buenas intenciones -¿pues qué mejor intención que la liberación de los cristianos que viven bajo el yugo de los infieles en la tierra del Nacimiento de Cristo? - pueden allanar el camino al infierno.

 

El problema es que la violencia, incluso la bendecida por las autoridades legítimas, puede desatar tan fácilmente el odio y la crueldad. Y que esto, a su vez, conduce a justificaciones falsas y heréticas de ese odio y crueldad; porque “Pues es ensalzado el pecador en las pasiones de su alma, y el que hace el mal es bendecido”[17] (Salmo 9:24). La pasión malévola se viste con las vestiduras de la rectitud; la necesidad lamentable y siempre manchada de la guerra se transforma en algo más bien sagrado, lejos de ser motivo de pesar. La defensa se convierte en agresión; la defensa de la verdadera fe, en imposición de la herejía (pues el catolicismo, por supuesto, es una herejía); la moral cristiana, en inmoralidad pagana (o musulmana).

 

Entonces, ¿podemos encontrar ejemplos de guerras verdaderamente santas en este periodo? Sí podemos, pero sólo en el Oriente ortodoxo. Paradójicamente, algunas de ellas fueron precisamente guerras defensivas contra los cruzados, como cuando San Alejandro Nevski derrotó a los Caballeros Teutónicos en la batalla del Hielo de la actual Estonia en 1242. Pero San Alejandro siempre rigió sus acciones por el famoso lema: “A Dios no se le encuentra en la violencia, sino en la justicia”. Además, no creía que el mero hecho de que una tierra cristiana hubiera sido conquistada por infieles significara que estaba obligado a hacerles la guerra. Así, mientras luchaba contra los católicos romanos, se sometió voluntariamente a los mongoles y les pagó tributo, eligiendo el menor de dos males. En otras palabras, rechazaba el principio musulmán de la guerra perpetua (declarada o no) contra los infieles y los herejes, pero aceptaba el principio cristiano de que a veces Dios arrebata las tierras a los cristianos, y que no es voluntad de Él devolvérselas; al menos por el momento, hasta que se hayan arrepentido de sus pecados…Sin embargo, 140 años más tarde, la situación cambió... En 1380, los tártaros de Mamai invadieron Moscovia.  Pero San Sergio de Radonezh bendijo al Gran Príncipe Demetrio de Moscú para que luchara sólo cuando todas las demás medidas hubieran fracasado: “Tú, mi señor príncipe, debes preocuparte y defender firmemente a tus súbditos, y dar tu vida por ellos, y derramar tu sangre a imagen del propio Cristo, que derramó su sangre por nosotros. Pero antes, oh señor, acude a ellos con rectitud y obediencia, pues estás obligado a someterte al kan de la Horda de acuerdo con tu posición. Sabes, Basilio el Grande trató de apaciguar al impío Juliano con regalos, y el Señor miró la humildad de Basilio y derrocó al impío Juliano. Y la Escritura nos enseña que si los enemigos quieren gloria y honor de nosotros, se los damos; y si quieren plata y oro, se los damos; pero por el nombre de Cristo, por la fe ortodoxa, debemos entregar nuestras vidas y derramar nuestra sangre. Y tú, señor, entrégales el honor, el oro, y plata, y Dios no permitirá que nos venzan: viendo tu humildad, Él te exaltará y derribará su orgullo sin fin.”

 

“Ya lo he hecho”, respondió el Gran Príncipe: “pero mi enemigo se enaltece aún más”.

 

“Si es así” dijo aquel que es agradable a Dios “entonces le aguarda la destrucción final, mientras que tú, Gran Príncipe, del Señor podrás esperar ayuda, misericordia y gloria”  Esperemos en el Señor y en la Purísima Madre de Dios, que ellos no os abandonen” Y añadió: “Vencerás a tus enemigos”.[18] Fortalecido por esta bendición, el Gran Príncipe Demetrio derrotó al enemigo en la gran batalla de Kulikovo Polje, en la que más de 100.000 guerreros rusos dieron su vida por la fe ortodoxa y su patria rusa.

 

Es importante subrayar que San Sergio no bendijo activamente una política de rebelión contra quienes los príncipes y metropolitanos anteriores habían considerado sus legítimos soberanos. Más bien, como hemos visto, aconsejó la sumisión en primer lugar, y la guerra solo si el tártaro no podía ser sobornado. En cualquier caso, Mamai se había rebelado contra la Horda, por lo que al resistirle los rusos no se estaban rebelando en contra de su legítimo soberano Y como para subrayar que el legítimo Khan mongol aún tenía sus derechos, dos años después vino y saqueó Moscú. Así que no hubo, ni podía haber, ningún cambio radical en la política desde la época de Alejandro Nevski... No fue hasta un siglo después, que los moscovitas pudieron negarse a pagar tributo a los kanes, en 1480, cuando Dios cambió a su favor el equilibrio de poder sin recurrir a la guerra...

 

En 1389, San Lázaro de Serbia cayó contra los turcos en la batalla de Kosovo. Kosovo Polje fue una batalla defensiva en defensa de la Fe Verdadera y bendecida y dirigida por autoridades legítimas. Por lo tanto, cumplía los criterios de una guerra justa. Pero contenía una importante lección adicional. Según la tradición, la víspera de la batalla el rey Lázaro tuvo una visión en la que se le ofrecía elegir entre una victoria terrenal y un reino terrenal, o una derrota terrenal que le haría ganar a él y a sus soldados el Reino Celestial. Eligió esta última opción y perdió tanto la batalla como su propia vida, pero sus reliquias incorruptas siguen obrando milagros hasta el día de hoy[19], demostrando que efectivamente heredó el Reino Celestial...

 

El significado de este acontecimiento es fundamental para comprender la guerra justa desde un punto de vista ortodoxo, ya que el objetivo último de dicha guerra no debe ser el territorio terrenal, las victorias terrenales o las ganancias terrenales en general. El objetivo debe ser celestial, la salvación de las almas. Y a veces, desde el punto de vista del Reino Celestial, puede darse que el reino terrenal deba sacrificarse...

 

4.    El Auge del Nacionalismo

 

Tras la caída de Constantinopla en 1453, todos los pueblos ortodoxos de los Balcanes quedaron bajo el yugo turco otomano. En medio de todas las indudables penurias y sufrimientos que esto causó, también trajo algunas ventajas definitivas. Una de ellas fue la restricción de la labor misionera católica, y más tarde protestante, entre los ortodoxos. La otra fue la supresión del nacionalismo interortodoxo que había surgido en los siglos anteriores a la caída, y que había dado lugar a ese fenómeno inaudito: las guerras de ortodoxos contra ortodoxos. Ahora los ortodoxos, en lugar de luchar entre sí, sólo podían simpatizar en su opresión común por el sultán turco.

 

La otra fue la supresión del nacionalismo interortodoxo que había surgido en los siglos anteriores a la caída, y que había dado lugar a ese fenómeno inaudito: las guerras de ortodoxos contra ortodoxos. Anhelaban el derrocamiento del Imperio Otomano y el retorno de un poder cristiano, lo cual era un anhelo natural, pero no necesariamente acorde con la voluntad de Dios, Quién ordena todas las cosas para nuestro beneficio espiritual.

 

Además, todos los ortodoxos balcánicos estaban ahora bajo la autoridad secular y espiritual del Patriarca Ecuménico, que había jurado fidelidad al Sultán. Por lo tanto, no podía haber justificación para la rebelión en contra del Sultán. No solo era una verdadera autoridad política de Dios reconocida como tal por la más alta autoridad espiritual, sino que rebelarse contra él también era rebelarse contra la Iglesia.     

 

Así que cuando los griegos del Peloponeso se alzaron contra los turcos en 1821, el resultado tenía que ser trágico. Tanto el Patriarca como el Zar se negaron a apoyar la rebelión, y los turcos terminaron por ahorcar al Patriarca. Hubo pogromos en ambos bandos: en el Peloponeso fue asesinada toda la población turca (más de 47.000 personas), y en Quíos y otros lugares se produjeron matanzas similares de griegos a manos de turcos. La parte de Grecia que finalmente fue liberada formó su propia Iglesia independiente que fue anatematizada por el Patriarcado Ecuménico. El monacato disminuyó drásticamente; el secularismo aumentó.

 

A medida que avanzaba el siglo, otras naciones ortodoxas de los Balcanes siguieron el ejemplo griego y se rebelaron contra los turcos. Los resultados fueron deprimentemente similares: odio, crueldad y asesinatos en ambos bandos. Y lo peor de todo es que, en lugar de cooperar unos con otros contra el enemigo común, libraron amargas guerras unos contra otros. Así Griegos, búlgaros y serbios se enfrentaron durante décadas por Macedonia (un problema que sigue sin resolverse a día de hoy). Y tras unirse entre sí contra los turcos en la Primera Guerra de los Balcanes de 1912, griegos, serbios, montenegrinos y rumanos (¡junto con los turcos!) se combinaron contra los búlgaros en la Segunda Guerra de los Balcanes de 1913.

 

El siglo XIX vio el surgimiento de una doctrina perniciosa que pudo haber tenido su origen en el Occidente heterodoxo, pero que llegó a ser abrazada con especial pasión en el Este Ortodoxo (fuera de Rusia). La doctrina en cuestión sostiene que los límites de un estado-nación deberían coincidir con los límites de la población de esa nación. Esta doctrina implicaba que si un número significativo de una determinada población nacional vive más allá de las fronteras del Estado-nación “madre” y en otro Estado, entonces se puede declarar la guerra -o, si la guerra es impracticable en ese momento, cometer actos terroristas- con el objetivo de ampliar las fronteras del Estado-nación en aras de incluir a las “ovejas descarriadas”. Esta doctrina no sólo contravenía directamente la enseñanza apostólica sobre la obediencia a los poderes fácticos (de cualquier nacionalidad o fe que fueran): era una receta para la inestabilidad política y la guerra sin fin...

 

Hubo un corolario de esta doctrina que resultó ser apenas menos mala: la idea, a saber, que las minorías que no pertenecen a la nacionalidad dominante del Estado-nación pueden ser tratadas como “extraños” que pueden ser reprimidos o expulsados con el fin de mantener la homogeneidad y la “pureza” de la nacionalidad dominante. Pero esto contravenía el mandamiento: “Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (Éxodo 22.21)…

 

Rusia fue el único país ortodoxo que rechazó esta doctrina revolucionaria de revanchismo nacionalista. Una razón obvia para ello, por supuesto, era que tal doctrina habría conducido rápidamente a la disolución de su imperio multinacional. Pero el zar Nicolás II adoptó una posición más firme. Siguiendo la tradición imperial cristiana romana, consideraba que el bienestar de todos sus súbditos, fueran de la nacionalidad que fueran, era igualmente responsabilidad suya. Así, se negó a tratar como enemigos incluso a las minorías más agresivas y rebeldes, llamándolas “mis judíos” y “mis polacos”.

 

Del mismo modo, intentó atemperar y frenar el nacionalismo de los ortodoxos de los Balcanes.  Sin embargo, también se sentía con la obligación de protegerlos cuando les iba mal en contra sus enemigos o eran injustamente tratados por ellos ...

 

Los ortodoxos de los Balcanes de este periodo corrían el riesgo de olvidar que el Señor Jesucristo, aunque ferviente Amante de su patria terrenal, se opuso firmemente al nacionalismo judío. Cristo se negó a unirse a la insurrección secreta contra el poder romano que planeaban los fariseos, y fue su oposición a este movimiento de liberación nacional lo que le costó la vida. Ya que si los líderes de los judíos temían que su oposición pudiera ser la garantía del fracaso de la revolución: “Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” (Juan  11.48).

 

Los líderes de los judíos eran revolucionarios secretos; deseaban deshacerse del odiado yugo romano; y en el año 70, y de nuevo en el 135, se levantaron abiertamente contra Roma. Pero Cristo había dejado claro que no quería ser un rey-libertador nacionalista a imagen de ellos (Juan  6.15); al oponerse a ser llevado al acto revolucionario de negarse a pagar impuestos al César (Mateo  17.27; 22.21). Por eso los jefes de los sacerdotes y los fariseos, persiguiendo ambiciones puramente nacionalistas y materialistas, se volvieron contra Él, temiendo (con razón) que Israel bajo Cristo no fuera una nación como las demás, sino que volviera a ser lo que Dios siempre había querido que fuera: el pueblo-núcleo de Su Iglesia, y una luz para las naciones gentiles mediante la cual ellas también pudieran unirse a Su Iglesia y convertirse en Su pueblo. Y tan grande era su enemistad hacia Cristo por este motivo, que para asegurar Su condena a manos del procurador romano Poncio Pilato estaban dispuestos incluso a renunciar a su orgullosa pretensión de ser el pueblo cuyo Rey era sólo Dios, gritando: “No tenemos más rey que César...”(Juan 19.15)[20]

 

Una vez que los judíos renunciaron a su verdadero Rey y Dios en aras de sus esperanzas revanchistas, fueron castigados como ninguna otra nación lo ha sido jamás. En el año 70, los romanos destruyeron Jerusalén y un gran número de judíos fueron asesinados, murieron de hambre o fueron vendidos como esclavos. El revanchismo judío fue aplastado porque Dios quiso que su pueblo caído, a causa de sus pecados, permaneciera bajo el yugo extranjero...

 

Afortunadamente, también hubo ejemplos de verdadero universalismo cristiano en este período.      

 

El ejemplo más sorprendente lo dio el Arzobispo ruso Nicolás (Kasatkin), el Apóstol de Japón... En vísperas de la guerra ruso-japonesa de 1904-05, “alarmados por la posibilidad de una guerra con sus correligionarios, los japoneses ortodoxos recurrieron a su obispo”.  

 

Él respondió que ellos, al igual que todos los japoneses, estaban obligados por su juramento a cumplir con su deber militar, pero que luchar no significaba en absoluto odiar al enemigo, sino defender la patria de uno.       El Salvador mismo nos legó el patriotismo al lamentar la suerte de Jerusalén. El arzobispo mismo decidió quedarse en Japón con su rebaño, incluso si hubiera una guerra...     

 

“Comenzó en febrero de 1904. Después de que el obispo Nicolás entregase todos los asuntos eclesiásticos al consejo de sacerdotes y oficiara su última liturgia antes de la guerra.  Al final del servicio, en su sermón de despedida a su rebaño, les instó a orar por la victoria de su patria, ya que aunque, como súbdito del Emperador ruso, no podía ser participe del llamado a la guerra, sería feliz el ver a su rebaño cumpliendo con su deber. En su encíclica del 11 de febrero de 1904, el Obispo Nicolás bendijo a los japoneses para que cumplieran con su deber, sin escatimar sus vidas, pero les recordó que nuestra patria es la Iglesia, donde todos los cristianos constituyen una única familia; les pidió que oraran por el restablecimiento de la paz y pidieran misericordia para los prisioneros de guerra.  Después de esto, se retiró y se entregó a los actos de oración...

 

“Nadie en Rusia entendió al jerarca de Japón tan bien como el emperador Nicolás 

 

Al final de la guerra, el Zar le escribió: 'Has demostrado ante todos que la Iglesia Ortodoxa de Cristo es ajena al dominio terrenal y a todo odio tribal, y abraza a todas las tribus y lenguas con su amor.   En el difícil momento de la guerra, cuando las armas de la batalla destruyen las relaciones pacíficas entre los pueblos y los gobernantes, tú, de acuerdo con el mandato de Cristo, no abandonaste el rebaño que te fue confiado, y la gracia del amor y la fe te dio la fuerza para soportar la prueba ardiente y en medio de la hostilidad de la guerra, mantener la paz de la fe y el amor en la Iglesia creada por tus esfuerzos...”[21]

 

5.    El siglo XX

 

Para el comienzo del siglo XX, muchos empezaban a creer que la guerra se había vuelto casi impensable como instrumento de política.

En primer lugar, los avances tecnológicos estaban aumentando su poder destructivo de manera inmensurable, con la posibilidad muy real de que poblaciones nacionales enteras fueran eliminadas.     

 

¿Podría incluso la guerra más justa justificar tales masacres masivas de inocentes?

 

En segundo lugar, debido a la propagación del virus nacionalista, las guerras ahora involucraban no solo a ejércitos profesionales, como en los conflictos dinásticos de siglos anteriores, sino a poblaciones enteras; las guerras se convirtieron en conflictos no entre gobiernos o ejércitos, sino entre pueblos enteros.      

 

Alexander Yanov escribe: “El 13 de mayo de 1901, pronunciando un discurso en la Cámara de los Comunes, Churchill declaró que ‘las guerras de los pueblos serán más terribles que las de los reyes’ y que tales guerras ‘solo pueden terminar en la ruina de los vencidos y en la apenas menos fatal desorganización comercial y agotamiento de los conquistadores’. En opinión de Churchill, Europa se enfrentaba exactamente a ese tipo de guerra de los pueblos”[22]

 

En tercer lugar, el mundo estaba volviéndose tan interconectado que una guerra local, por ejemplo, en los Balcanes, podría convertirse rápidamente en algo mucho más amplio.

 

Los tres factores convergieron para crear la Primera Guerra Mundial de 1914-1918, que mató a más personas y causó más muertes y una destrucción mayor que cualquiera de las guerras anteriores, especialmente para los ortodoxos.      

 

Dos naciones ortodoxas, Serbia y Rusia, estuvieron estrechamente involucradas en su estallido.    

 

¿Era su conducta justa?

 

Para los serbios, fue efectivamente una guerra justa, porque, aunque la chispa que la desencadenó, el asesinato del Archiduque Fernando, fue encendida por la pasión nacionalista de un serbio de Bosnia, quien probablemente contó con la ayuda del aparato de inteligencia serbio, sin embargo, el gobierno serbio en sí no estuvo involucrado y hizo todo lo posible por apaciguar a los austriacos.     

 

En el caso de Rusia, la justicia de la guerra era aún más evidente.      

 

El zar Nicolás fue a la guerra para salvar a sus compatriotas ortodoxos, los serbios, entregando su propia vida por amor al prójimo.  Sabía mejor que nadie que el que Rusia luchase contra enemigos tan poderosos casi con certeza le daría al enemigo interno la oportunidad que había estado esperando para tomar el poder. 

   

Pero el mandamiento del amor, el cumplimiento de sus promesas a sus aliados y la protección de la Ortodoxia Rusa en contra del protestantismo alemán[23], lo obligaron a luchar de todos modos.

 

Y, a pesar de eso, para fines de la década de 1940, no solo Rusia y Serbia, sino también Grecia, Montenegro, Bulgaria y Rumania habían sido borradas del mapa como Estados ortodoxos, sustituidos por dictaduras comunistas o democracias pseudoortodoxas.     

 

 Esto se debió a que, con la caída en 1917 de “aquel que retiene” la llegada del Anticristo (II Tesalonicenses 2.7), el Emperador ortodoxo, la posibilidad de una guerra completamente justa, en el sentido de una guerra por la verdadera fe y la protección de los verdaderos creyentes, se volvió imposible. Es cierto que, en los años de entreguerras, los pequeños reinos ortodoxos de los Balcanes continuaron luchando; sin embargo, sus posibilidades de acción eran extremadamente limitadas y, para el fin de la Segunda Guerra Mundial, también desaparecieron.

 

Después de la fundación de la OTAN en 1949, aún era posible el librar una guerra justa en defensa del rey (o parlamento) y el país.       Pero afirmar que se estaba luchando por DiosSu justicia solo era posible con grandes reservas.  Porque ninguno de los dos contendientes principales,– la democracia secular liderada por Estados Unidos y la comunión atea liderada por la Unión Soviética –, establecían como meta la restauración de la Ortodoxia y el culto verdadero a Dios.

 

Esto no significa que fueran igualmente malvados; de ninguna manera.    

La Unión Soviética fue el primer Estado en la historia que fue maldecido por la Iglesia Ortodoxa (en el Concilio de Moscú de 1918), y la cooperación con la autoridad anticristiana y hostil a Dios, que asesinó a decenas de millones de ortodoxos, fue prohibida bajo la pena de anatema.   

Es por eso que la Iglesia Rusa en el Extranjero apoyó a los Estados Unidos en su lucha en contra de los comunistas en Vietnam.     

 

Sin embargo, el Anticristo no puede ser detenido por ningún otro poder que no sea el poder ungido por Dios de la Monarquía ortodoxa.     

Por lo tanto, incluso cuando el Occidente democrático triunfó sobre el Este comunista en 1989-91, solo hubo un alivio temporal para los verdaderos creyentes. Pronto, el proceso de degradación religiosa y civilizacional se reanudó en las tierras antes ortodoxas de Europa del Este, ya que los servidores del Anticristo colectivo, tanto en la Iglesia como en el Estado, permanecieron firmemente en su lugar (aunque ahora con etiquetas ideológicas diferentes).     

 

Tampoco ha sido beneficiada la causa ortodoxa por regímenes supuestamente postcomunistas y democráticos, como el de la Rusia de Putin, que lleva a cabo guerras revanchistas en nombre de la Ortodoxia, pero para poder preservar el poder de dictadores comunistas/fascistas y ladrones.      

La pseudo-ortodoxia engañosa de dichas revanchas se manifestó a través de sus malas obras, sus herejías y, sobre todo, por su crueldad...      

 

 

Conclusión: La verdadera revancha

 

En un momento en que un nuevo paganismo ha envuelto a toda la tierra habitada en una oscuridad aún más profunda que en la época de los Primeros Cristianos, el ejemplo de la discreción, fe y paciencia de ellos fue especialmente importante.     

Debemos rechazar el seductor, pero falso camino del revanchismo, que solo ha traído a los ortodoxos la derrota y un sufrimiento terrible, al mismo tiempo que ha manchado la imagen de la Fe en el resto del mundo.      

 

En cambio, debemos esperar con fe y esperanza la aparición de un verdadero sucesor de San Constantino, y seguirlo solo a él, rechazando a todos los impostores y pseudo-salvadores ortodoxos.     

 

Debemos actuar, sobre todo, con pureza moral y doctrinalno por odio hacia los enemigos, sino por amor a la verdad.   

   

Hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra, un tiempo para aceptar pacientemente el castigo del Señor mientras Él nos quita poder y tierras debido a nuestros pecados, y un tiempo en el que, alejándose de la estricta justicia para mostrar misericordia, el Señor da la señal y otorga nuevamente la victoria a ejércitos verdaderamente ortodoxos dirigidos por un rey verdaderamente ortodoxo en aras de la resurrección de la Verdadera Ortodoxia.      

 

Esta será la verdadera y bendecida revancha de Dios, cuyo momento será revelado a todos aquellos que esperan y observan con fe.     

Hasta entonces, nuestra consigna debe ser: “Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas.”(Lucas  21.19)

 

 

 




[1] Johnson, The Birth of the Modern, World Society 1815-1830, Londres: Phoenix, 1992, p. 662.

[2] Reardon, Chronicles of History and Worship: Orthodox Christian Reflections on the Books of Chronicles, Ben Lomond, Ca.: Conciliar Press, 2006, p. 78.

[3] San Agustín en Ciudad de Dios, I, 21 : “El mismo legislador que así lo mandó (el mandamiento “no mataras”, expresamente señaló varias excepciones, como son siempre que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este precepto, “no matarás”, los que por orden de Dios declararon guerras o representando la potestad pública y obrando según el imperio de la justicia castigando a los facinerosos y perversos, quitándoles la vida”

[4] san Agustin, Ciudad de Dios, XVIII, 2.

[5] san Augustin, Ciudad de Dios, IV, 4.

[6] san Agustin, Ciudad de Dios, V, 17. 

[7] Tyerman, op. cit., p. 54.

       [8] Riley-Smith, The Crusades: A Short History, London: Athlone Press, 1987, pp. xxviii-xxix.

[9] Tyerman, op. cit., p. 54.

[10] Raymond de Aguilers, capellan el conde de Toulouse, en Simon Sebag Montefiore, Jerusalem: The Biography, Londres: Phoenix, 2012, p. 253.

[11] Bernard, in Richard Fletcher, The Conversion of Europe, Londres: HarperCollins, 1997, pp. 487-488.

[12] Bernard, De Laude Novae Militiae Ad Milites Templi.

[13] Tyerman, op. cit., p. 269.

[14] P. Panagiotes Carras, “San Neófito de Chipre y las Cruzadas”, http://orthodoxyinfo.org/Saints/StNeophytos.htm.

[15] Sir Steven Runciman, The Eastern Schism, Oxford, 1955, p. 100.

[16] Tyerman, op. cit., p. 538.

[17] Nota de Traductor – La numeración que usa el autor de los versículos y los números de los salmos sigue el orden dado por la Septuaginta, que es el Antiguo Testamento utilizado por la Iglesia Ortodoxa. También es menester mencionar que no se debe a un cambio meramente de posición, sino que en algunos pasajes la traducción de la versión Septuaginta de los Salmos y de todo el Antiguo Testamento difiere de manera substancial de la versión Reina Valera. Nos hemos basado para traducir este versículo en la primera y única traducción al español de la Septuaginta; La Biblia griega - Septuaginta, vol. III. Ediciones Sigueme, Salamanca, España. Año 2013.

[18] Archimandrita Nikon, Zhitie i Pobedy Prepodobnago i Bogonosnago Otsa Nashego Sergia, Igumena Radonezhskago (La Vida y las Victorias de nuestro Santo y teoforo Padre Sergio, abad de Radonezh), Sergiev Posad, 1898, p. 149.

[19] Tim Judah The Serbs, p. 39, Yale University Press, 1997

[20] Véase Metropolita Antonio (Khrapovitsky), “Christ the Savior and the Jewish Revolution”, Orthodox Life, vol. 35, no. 4, Julio-Agosto, 1985.

[21] Pravoslavnaia Zhizn’ (Orthodox Life), 1982; in Fomin S. and Formina T. Rossia pered Vtorym Prishestviem (Rusia antes de la Segunda Venida), Moscú, 1994, vol. I, p. 372.

[22] Alexander Yanov, “The Lessons of the First World War, or Why Putin’s Regime is Doomed”, 5 de septiembre, 2014, http://www.imrussia.org/en/analysis/nation/800-the-lessons-of-the-first-world-war-or-why-putins-regime-is-doomed.

[23] arzobispo Antonio (Khrapovitsky), The Orthodox Faith and War, Jordanville, 2003, pp. 8-9.

 

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