Vladimir Moss
Para buena parte de la historia cristiana, la teoría de la
guerra justa ha sido un asunto, no tanto de la teología ortodoxa sino más bien
de la católica romana. Sólo a finales del siglo XIX, con la aparición de la
teoría de la no resistencia al mal de Tolstoi, el estallido de la Primera
Guerra Mundial y la obra del arzobispo Antonio (Khrapovitsky) La fe
cristiana y la guerra (1915), la cuestión de la moralidad de la guerra
se convirtió en tema de debate teológico en los círculos ortodoxos. Incluso
ahora, después de dos Guerras Mundiales y de muchas otras guerras en las que
han participado cristianos ortodoxos en el siglo pasado, ha habido poca
discusión sistemática sobre el tema desde un punto de vista ortodoxo.
La razón puede ser que, hasta la revolución rusa, la mayoría
de los cristianos ortodoxos no tenían ni el conocimiento ni la necesidad de
juzgar la moralidad o no de las guerras en las que participaban. Siguiendo las
palabras de San Juan Bautista, no veían nada deshonroso en la vida del soldado,
ni siquiera en el servicio a un gobernante pagano (Lucas 3.14); y
puesto que, como señalaba San Pablo, “no hay autoridad que no provenga de Dios”
(Romanos 13.1), la idea de negarse a servir a las autoridades por
motivos morales sencillamente no se planteaba. Cuando los dirigentes europeos
se convirtieron al cristianismo, el deber del servicio militar se sintió aún
con más fuerza; y como, tras la caída de Constantinopla en 1453, los cristianos
no se vieron obligados a servir en los ejércitos otomanos, se evitó el posible
dilema moral que supondría el luchar por los infieles en contra de cristianos.
Hubo excepciones a esta regla, como cuando, por ejemplo, los príncipes serbios
tras la batalla de Kosovo se vieron obligados a luchar en los ejércitos turcos
como vasallos del Sultán, o cuando los gobernantes serbios, búlgaros y griegos
de los Balcanes se hicieron la guerra entre sí. Pero antes del siglo XX no oímos
el argumento: “Esta guerra es injusta, por lo tanto, no lucharé en ella”. Por
supuesto, los gobernantes pudieron haber padecido una
conciencia atormentada a la hora de decidir si iban a la guerra en un caso
concreto o no. Pero esto no era un problema para sus súbditos: su
deber era simplemente obedecer, dar al César lo que era del César...
Hoy, sin embargo, la política está de moda y casi todo el
mundo se encarga de juzgar a los líderes políticos. Como bien dice Paul
Johnson, “quizá la característica más significativa del naciente mundo moderno
[que él fechó entre 1815 y 1830] fue la tendencia a relacionarlo todo con la
política”. [1] Esta
tendencia ha penetrado ahora profundamente en la Iglesia ortodoxa, donde se
discute sobre Obama y Putin con más pasión que sobre las cuestiones propiamente
teológicas del ecumenismo y el sergianismo.
Y, sin embargo, ambas cuestiones están relacionadas con la
política, por lo que no podemos evitar la política por completo. Lo que podemos
evitar, sin embargo, es hablar de ella de forma política. En su
lugar, debemos desarrollar una teología de la política. Y una de
las cuestiones más importantes que debe abordar esa teología de la política es:
¿qué es una guerra justa?
1. ¿Moral
del Antiguo Testamento?
Antes que nada, se debe de tratar con una primera objeción
¿No deben la guerra y la política juzgare más sobre los estándares mucho más
salvajes del Antiguo Testamento antes que los de misericordia del nuevo? ¿No
sería eso más realista, más acorde con la realpolitik? Al
reflexionar sobre la moralidad del llamamiento de los Aliados en la Segunda
Guerra Mundial a la “rendición incondicional”, podríamos remitirnos a algunos
precedentes del Antiguo Testamento. Después de todo, ¿no ordenó el Señor a
Josué entrar en la tierra de Canaán, destruir a todas las tribus que
encontraran en ella y ocupar la tierra estos mismos? ¿Y no ordenó a Saúl que
destruyera a todos los amalecitas, destituyéndolo del reinado cuando
desobedeció?
El principal problema de este enfoque es que el Señor, en el
Sermón de la Montaña, sustituyó clara y específicamente la
moral más rudimentaria del Antiguo Testamento por Sus propias leyes superiores.
Así, el “ojo por ojo” fue sustituido por el amor a los enemigos; el divorcio
fácil y los matrimonios múltiples por la monogamia y la castidad. Ni el Señor
ni los Apóstoles hicieron una excepción con los gobernantes - aunque, por
supuesto, en su tiempo todavía no había gobernantes cristianos.
Decir que como individuos estamos sujetos a la Ley del Nuevo Testamento, pero
que a nivel colectivo podemos volver a un salvajismo ligeramente atemperado es
introducir una especie de esquizofrenia en el Evangelio cristiano, un doble
rasero que parece limitar el poder de la Gracia. Y la inconsistencia de esto
queda demostrada por el hecho de que los gobernantes cristianos, incluso los
heterodoxos, rara vez han recurrido a esta práctica, sino que casi siempre han
tratado de justificar sus acciones, con o sin éxito, sobre la base de los
principios cristianos. Ni, hasta donde sabemos, ningún gobernante
verdaderamente cristiano ha intentado exterminar a todo un pueblo basándose en
una supuesta revelación del Señor. Además, en los casos en que los gobernantes ortodoxos
actuaron cruelmente en nombre del cristianismo -pensemos en la matanza de tres
mil tesalonicenses por el emperador Teodosio en el siglo IV, o en el exterminio
de los sajones paganos por Carlomagno en el siglo VIII, o en la matanza de los
novgorodianos por Iván el Terrible en el XVI-, no recibieron la aprobación de
la sociedad cristiana.
En el Antiguo Testamento, el Señor puede haber ordenado
matanzas despiadadas en algunos casos para poner a prueba la obediencia de un
determinado líder del pueblo: Abraham en el caso de Isaac, Saúl en el caso de
los amalecitas. O, como en el caso de Josué y los cananeos, puede haber sido
una concesión a las costumbres bárbaras, “a causa de la dureza de vuestros
corazones” (Mateo 19.8), o porque la Tierra Prometida del Antiguo
Testamento es un símbolo o figura de la completa pureza del Reino de Dios del
Nuevo Testamento. Ya que “No entrará en ella ninguna cosa impura ni nadie que
haga abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro
de la vida del Cordero.” (Apocalipsis 21,27)
También hay que recordar que incluso en el Antiguo
Testamento hay mandamientos que están completamente en el espíritu del Nuevo
Testamento. Así, en el Levítico encontramos un mandamiento que
los nacionalistas ortodoxos modernos harían bien en tener en cuenta:
“Cuando el extranjero habite con vosotros en vuestra tierra, no lo oprimiréis.
Como a uno de vosotros trataréis al extranjero que habite entre vosotros, y lo
amarás como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto. Yo,
el Señor, vuestro Dios.”. (19.33-34) En otra ocasión, el rey de Israel
preguntó una vez al profeta Eliseo qué debía hacer con unos sirios capturados:
“¿Los mataré, Padre mío?” Pero Él respondió: “No los mates. ¿Matarías tú a los
que tomaste cautivos con tu espada y con tu arco? Pon delante de ellos pan y
agua, para que coman y beban, y vuelvan a sus señores”. Como resultado de la
obediencia del rey al profeta, “Y nunca más vinieron bandas armadas de Siria a
la tierra de Israel.” (II Reyes 6:21-23)
Sin embargo, hay que admitir que ninguna sociedad podría
existir por mucho tiempo si todos los delitos fueran simplemente perdonados. El
castigo tiene que formar parte de cualquier sistema legal, y ciertamente ha
formado parte de todos los sistemas legales cristianos históricos. Porque,
aunque un cristiano pueda perdonar a sus enemigos y perseguidores, la sociedad
en su conjunto no puede hacerlo: tiene que proteger a los inocentes y disuadir
de futuros delitos. Por eso, cuando San Vladimir, Gran Príncipe de Kiev, se
hizo cristiano y quiso abolir la pena de muerte en su reino, sus obispos le
disuadieron, señalando el aumento general de la delincuencia que se derivaba de
ello. En su vida personal podía poner la otra mejilla, pero como príncipe no
podía...
La historia cristiana está llena de ejemplos de gobernantes
cristianos que trascendieron la letra de la ley perdonando a sus enemigos y
haciendo el bien a quienes les odiaban en su vida personal. Pero en la vida
pública tenían que cumplir la ley, e incluso llevar a cabo ejecuciones y librar
guerras. Porque incluso en el Nuevo Testamento está escrito que el gobernante
es “el ministro de Dios”, que “Si hace lo malo, teme; pues no en vano lleva la
espada, porque es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo
malo”. (Romanos 13.4).
La actitud de la Iglesia primitiva ante la política estaba
moldeada por dos principios evangélicos: que las autoridades políticas de su
tiempo habían sido establecidas por Dios, y que las cosas del César debían
dejarse al César. En conjunto, estos principios excluían incluso la idea de una
revolución, fueran cuales fueran los defectos morales del emperador romano.
Siguiendo el mandato de su Señor, los cristianos guardaban sus espadas
firmemente dentro de sus vainas, sabiendo que quien vive por la espada morirá
por la espada. Y las desenvainaban sólo en obediencia al emperador. No
correspondía a los cristianos cuestionar las decisiones del César en la esfera
del César. Él era responsable ante Dios, no ante ellos. Por supuesto, la
obediencia de los cristianos tenía sus límites: se negaban, aun a costa del
martirio, a ofrecer incienso a dioses falsos, y se negaban a pasar a cuchillo a
otros cristianos. Pero esto no tenía nada que ver con un sentimiento pacifista
o antibelicista, ni mucho menos democrático. Simplemente no creían que fuera
asunto suyo resistirse o cuestionar las decisiones políticas del Estado, o en
derrocar al Estado mediante la violencia. Desde su punto de vista, esto no
habría sido una guerra justa.
En lugar de ello, recurrieron a la oración, a la paciencia y
al poder de la Cruz de Cristo. Y su paciencia y su fe fueron recompensadas: sin
que los cristianos tuvieran que derramar una sola gota de sangre cristiana o no
cristiana, el Señor elevó a San Constantino en el extremo noroeste del imperio,
y luego le concedió el dominio sobre todo el oikoumene, el antiguo
imperio romano, en todo el cual introdujo leyes y costumbres cristianas que
aumentaron enormemente el tamaño y la influencia de la Iglesia. Por supuesto,
Constantino luchó en guerras. Pero fueron guerras justas, cumpliendo todos los
criterios de una guerra justa. En primer lugar, él mismo era un gobernante
legítimo, el heredero de la parte occidental del imperio romano. En segundo
lugar, al menos desde la batalla del Puente Milvio en 312, luchó en nombre de
Cristo, bajo el estandarte de la Cruz; y todas sus obras posteriores en tiempo de paz demostró que su motivación había sido
siempre la prosperidad de la Verdadera Iglesia de Cristo. Y en tercer lugar,
luchó sólo cuando tuvo que hacerlo, y en la medida en que tuvo que hacerlo:
como cuando, por ejemplo, su co-gobernante Licinio rompió su acuerdo común y
comenzó a perseguir a los cristianos desafiando ese acuerdo.
Después de Constantino, los cristianos mantuvieron sus
principios de obediencia combinados con la no injerencia sobre la esfera
puramente política. Pero como ahora los emperadores estaban bautizados, los
obispos se vieron envalentonados a la hora de reprenderlos cuando pecaban
contra la fe o las enseñanzas morales de la Iglesia. Así, San Atanasio el
Grande se ensañó con Constancio cuando se convirtió en hereje arriano. SS.
Basilio el Grande y Gregorio el Teólogo fueron aún más feroces contra Juliano
el Apóstata cuando se convirtió en pagano. Y San Ambrosio de Milán célebremente
excomulgó a San Teodosio el Grande cuando mató a tres mil inocentes, y de nuevo
lo reprendió ferozmente cuando ordenara la restauración de una sinagoga que
había sido quemada por los cristianos.
En Oriente, la guerra no se glorificaba, sino que se
consideraba una necesidad lamentable en un mundo caído. Los ortodoxos se
gobernaban de acuerdo con el espíritu del Canon 13 de San Basilio: “Nuestros
padres no consideraban la acción de matar en el campo de batalla como
asesinato, excusando, según me parece, a los defensores de la castidad y la
piedad. Pero podría ser bueno que se abstuvieran de comulgar de los Santos
Misterios solo por tres años por considerase personas con manos impuras...”
Esta actitud fue prefigurada por el hecho de que a David no
se le permitió construir el Templo porque era un hombre de guerra, con las
manos manchadas de sangre. Él hizo los preparativos; pero fue a su hijo
Salomón, un hombre de paz, a quien se le confió la construcción. Porque, como
escribe Patrick Henry Reardon, “La guerra, incluso la guerra justificada,
incluso la guerra necesaria, conlleva una cualidad de contaminación
incompatible con el culto apropiado a Dios. Los hombres deben ofrecer sus
oraciones con ‘manos santas, sin ira’ (I Timoteo 2.8). La sangre,
en la Biblia, es algo sagrado. Haber derramado sangre con ira - que en la
guerra tiene lugar con profusión- conlleva una contaminación ritual, si no
moral, que no concuerda bien con la pureza del culto a Dios. Esta convicción
siempre se ha expresado en los cánones de la Iglesia sobre la ordenación
sacerdotal [que prohíben la participación de los sacerdotes en la guerra]”.[2]
A partir de San Agustín, sin embargo, encontramos el
comienzo de un enfoque sutilmente diferente de la política. La guerra seguía
considerándose justificada en determinadas circunstancias.[3]Sin
embargo, el saqueo de Roma por los godos en 406 genero un enorme impacto
en los cristianos occidentales; y sin renunciar al enfoque tradicional, y a la
tradicional lealtad de los cristianos al Imperio Romano, san Agustín muestra
una visión más radical, apolítica e incluso antipolítica en su famosa
obra La ciudad de Dios. Así, en un momento dado califica a Roma de
“segunda Babilonia”.[4] Porque
siempre hubo un elemento demoníaco en el corazón del Estado romano, dice, que
no ha sido eliminado ni siquiera ahora. El pecado y el fratricidio -el
asesinato de Remo por Rómulo- están en la raíz misma del Estado romano, al igual que el pecado y el fratricidio -el asesinato de Abel
por Caín- se sitúan al principio de la historia de la humanidad. Además, el
crecimiento del Imperio Romano se logró a través de una multitud de guerras,
muchas de las cuales fueron bastante injustas. Ya que “sin justicia, ¿qué son
los gobiernos, sino bandas de bandidos?”[5]
Por eso no debe sorprendernos, dice Agustín, que el Imperio
Romano decline y caiga. “Si el cielo y la tierra han de pasar, ¿por qué ha de
sorprendernos que en algún momento el Estado llegue a su fin? Si lo que Dios ha
hecho desaparecerá un día, seguramente lo que hizo Rómulo desaparecerá mucho
antes.” “En cuanto a esta vida mortal, que termina tras el transcurso de unos
pocos días, ¿qué importa bajo qué gobierno viva un hombre, estando tan pronto
para morir, siempre que los gobernantes no le obliguen a actos impíos y
malvados?”[6] Pues es
la Jerusalén de arriba nuestra verdadera Patria, no la Roma
aquí abajo.
Las opiniones de Agustín son sólo el primer “atisbo” de una
visión distintivamente occidental de la política y la guerra en el período
ortodoxo (hasta el cisma del papado en 1054). Mientras el Imperio de Oriente
adquiría una relativa estabilidad y, por tanto, una estabilidad de pensamiento
político, el colapso final del Imperio Romano de Occidente en 476, y la
aparición de reinos germánicos que mantenían diversas relaciones con la Roma
cristiana, plantearon dilemas éticos hasta entonces desconocidos para el
pensamiento occidental. Éstos giraban en torno a cuestiones como: ¿Puede ser
legítima una autoridad si no es ortodoxa o no reconoce al Emperador Oriental?
¿Puede la Iglesia intervenir para bendecir una guerra o maldecirla, o deponer a
gobernantes que no luchan en guerras justas o insisten en librar guerras
injustas?
Por lo tanto, tal vez no sea coincidencia que los primeros
esbozos de una Teoría de la Guerra Justa surjan precisamente en este período de
colapso imperial occidental, en los escritos de San Agustín.
“A partir de los imprecisos comentarios de Agustín sobre la
guerra”, escribe Christopher Tyerman, “se pueden identificar cuatro
características principales de una guerra justa, que apuntalarían la mayoría de
los debates ulteriores sobre esta materia. Una guerra justa necesita de una
causa justa; su objetivo debe ser o bien la defensa, o bien la recuperación de
una posesión legítima; la autoridad legal debe autorizarla; los combatientes
deben sentir como motivo el de un objetivo justo. La guerra, pecaminosa por
naturaleza, puede constituir un vehículo para la promoción de la rectitud; la
guerra que resulta violenta puede actuar, según mantuvieron ciertos apologistas
medievales tardíos, como una forma de amor caritativo, que socorre a las
víctimas de la injusticia. A partir de las categorías de Agustín se desarrolló
la base de la teoría cristiana de la guerra justa, tal como aparece, por
ejemplo, en Tomás de Aquino, ya en el siglo XIII.”[7].
La teoría política bizantina no se desarrolló
significativamente después del reinado de Justiniano en el siglo VI. El Estado
y la Iglesia eran independientes entre sí, pero mantenían una relación
“sinfónica”. El Estado se ocupaba de los asuntos políticos, y todas las
decisiones relativas a la paz y la guerra las hacia el emperador.
La Iglesia era la conciencia del Estado, y el Patriarca
tenía derecho a interceder ante el Emperador. Pero en la práctica la Iglesia
tenía poca influencia directa sobre la decisión de ir a la guerra; tampoco
desarrolló ninguna teoría de la guerra justa siguiendo el modelo de Aquino.
En Oriente surgieron problemas con la aparición de nuevos
reinos ortodoxos, como el búlgaro. La cuestión aquí era: ¿podía haber
gobernantes cristianos ortodoxos independientes del emperador de la Nueva Roma?
Y si no, ¿estaban justificados los cristianos romanos para ir a la guerra a
reprimir los movimientos secesionistas? Sin embargo, estos problemas no
condujeron a un desarrollo significativo de la teoría política...
Fue diferente en Occidente, donde la falta de una autoridad
política única, la mayor influencia de herejías como el arrianismo y el
creciente papel político del papado crearon difíciles dilemas que fomentaron el
crecimiento de la teoría política. Por ejemplo, a finales del siglo VI, el
príncipe ortodoxo Hermenegildo de España se rebeló contra su padre arriano. La
cuestión era: ¿estaba justificada la rebelión en contra de su padre por motivos
religiosos? Por un lado, muchos lo consideraron un mártir porque fue asesinado
en prisión por negarse a recibir la comunión arriana. Por otro lado, los reyes
visigodos que lo mataron conservaron la lealtad de sus súbditos, en su mayoría
romanos y ortodoxos, actitud que dio frutos espirituales en el sentido de que,
poco después de su muerte, esta dinastía se convirtió en ortodoxa, iniciando el
periodo más glorioso de la historia de España. Entonces, ¿se podía considerar
legítimos o no a los reyes arrianos o paganos que, sin embargo, contaban con la
lealtad de la mayoría de la población? ¿Y había que alentar o no la guerra
contra ellos?
Desde la época de Carlomagno, los ortodoxos occidentales
tuvieron que librar guerras contra los vikingos del norte, los sarracenos del
sur y los magiares del este. Por supuesto, estas guerras podían justificarse
como una defensa de la cristiandad contra los paganos. Pero a veces iban
acompañadas de excesos, como el bautismo forzoso de los sajones por Carlomagno
en la década de 780 o el asesinato por el rey inglés Ethelred de varios
centenares de súbditos daneses en 1004. Todo ello suscitó de nuevo la necesidad
de reflexionar y evaluar la moral, una necesidad que se hizo urgente poco
después de la caída de la Iglesia de Occidente en 1054.
En el Occidente ortodoxo, la conciencia del mal que acecha
incluso en la más justa de las guerras se mantuvo firme hasta el cisma de 1054,
como vemos en el movimiento de la Tregua de Dios. E incluso después del cisma
esta conciencia perduró durante un tiempo, como cuando los caballeros normandos
que habían participado en la Conquista de Inglaterra en 1066-70 fueron
sometidos a penitencia al volver a casa. Pero a finales de siglo, esta
conciencia ortodoxa había desaparecido por completo en Occidente...
Era la época del papado cismático, con su concepción
herética de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La Iglesia se
secularizó y politizó; la sinfonía de poderes se quebraba en un reino tras
otro; y el Papado se arrogó el derecho de elevar y de deponer a reyes y
emperadores. Ahora era el Papa y no ningún rey quien decidía qué guerras eran
justas, siendo el criterio, en efecto, de lo que convenía a los intereses del
Papado...
Particularmente justas, según la perspectiva del Papado,
eran las cruzadas, un nuevo tipo de guerra con un pathos religioso más elevado.
“Para el cruzado”, como escribió Jonathan Riley-Smith, “Una cruzada era una
guerra santa librada contra quienes se consideraba enemigos externos o internos
de la cristiandad para la recuperación de los bienes cristianos o en defensa de
la Iglesia o del pueblo cristiano. Por lo que respecta a los cruzados, los
musulmanes de Oriente y de España habían ocupado territorios cristianos,
incluida la tierra de Cristo santificada y hecha suya por su presencia, y
habían impuesto la tiranía infiel a los cristianos que vivían allí. Los paganos
de la región báltica amenazaban los nuevos asentamientos cristianos. Los
herejes [albigenses] de Languedoc o Bohemia eran rebeldes contra su madre la
Iglesia y renegaban de la responsabilidad de la enseñanza que Cristo le había
confiado; ellos y los adversarios políticos de la Iglesia en Italia perturbaban
el orden legítimo. Todas estas personas amenazaban a los cristianos y a la
Iglesia, y sus acciones brindaron a los cruzados la oportunidad de expresar el
amor por sus hermanos oprimidos o amenazados en una causa justa, que siempre
estaba relacionada con la de la Cristiandad en su conjunto. Por tanto, un
ejército cruzado se consideraba internacional aunque en realidad estuviera
compuesto por hombres de una sola región... Se creía que la guerra que libraba
estaba directamente autorizada por el propio Cristo, el Dios encarnado, a
través de su portavoz, el Papa. Siendo la propia empresa de Cristo, se
consideraba positivamente santa... “[8]
Los que incitaron a las cruzadas fueron papas y no reyes
(Gregorio VII en 1074, Urbano II en 1095); la remisión plenaria de los pecados
y las penitencias, e incluso la salvación eterna, se pregonaban como
recompensa: “por una obra transitoria puedes ganar una recompensa eterna”,
decía Gregorio VII. Las cruzadas fueron guerras santas bendecidas por el Papa y
dirigidas contra musulmanes (en España y Palestina), paganos (los eslavos
wendios y bálticos) e incluso otros cristianos (los anglosajones, los albigenses
franceses, los novgorodianos).
Ya no eran guerras estrictamente defensivas, sino guerras
de reconquista de tierras anteriormente cristianas. A esto se
añadía un elemento pasional y pecaminoso, el deseo de venganza, aunque
esta fuera en nombre de Dios. Así, el líder normando Roberto Guiscardo declaró
su deseo de liberar a los cristianos del dominio musulmán y de “vengar la
injuria hecha a Dios”[9]... El Señor
dijo: “Mía es la venganza; yo pagaré”. Pero para el valiente nuevo mundo de la
herética cristiandad católica romana, la venganza volvió a ser una obligación
humana.
Las nefastas consecuencias no tardaron en revelarse. Así,
las Cruzadas fueron guerras de crueldad sádica, como cuando
los guerreros de la Primera Cruzada, en 1099, masacraron a casi toda la
población judía y musulmana de Jerusalén. “En el Templo”, escribió un testigo
presencial, “[los cruzados] cabalgaban ensangrentados hasta las bridas. En efecto,
fue un justo y espléndido juicio de Dios que este lugar se llenara con la
sangre de los infieles”.[10]
Esta crueldad tampoco era excepcional. Bernardo de Claraval
dijo sobre la cruzada de 1147 contra los eslavos de Wend: “Prohibimos
expresamente que, por cualquier razón que sea, hagan tregua con esos pueblos,
ya sea por dinero o por tributo, hasta el momento en que, con la ayuda de Dios,
su religión o su nación sean destruidas”.[11]
Porque, como subrayó Bernardo, “el caballero de Cristo no
debe temer de pecado alguno al matar al enemigo, es un ministro de Dios para el
castigo de los malvados”. En la muerte de un pagano se glorifica a un
cristiano, porque se glorifica a Cristo... [El caballero] que mata por religión
no comete ningún mal, sino que hace el bien, a su pueblo y a sí mismo. Si muere
en la batalla, el gana el cielo; si mata a sus adversarios, venga a Cristo. En
cualquier caso, le place a Dios”[12]
Ésta era ya una comprensión claramente nueva y heterodoxa de
la guerra justa, que debía más, irónicamente, al concepto islámico de yihad que
al Evangelio... La yihad es “el sexto pilar del islam, la
perpetua obligación colectiva y a veces individual de todos los fieles de
luchar (yihad) espiritualmente contra la incredulidad en sí mismos(al-jihad
al-akbar, la yihad mayor ) y físicamente contra los
infieles(al-jihad al-asghar, la yihad menor).”[13] La
tierra está dividida en el mundo del Islam y el mundo de la guerra; y la
relación normal entre ambos es la guerra. “Creyentes”, dice el Corán, “haced la
guerra a los infieles que moran a vuestro alrededor. Trátadlos con firmeza”.
(9.123). “Como el pueblo del Faraón y los anteriores, no creyeron en las
revelaciones de su Señor. Por eso los destruiremos por sus pecados...” (8.54).
En el siglo XV, el erudito islámico Ibn Jaldún
resumió así la diferencia entre la visión cristiana de la guerra y la misión y
la islámica: “En la comunidad musulmana, la yihad es un deber religioso debido
al universalismo de la misión musulmana y a la obligación de convertir a todo
el mundo al islam, ya sea por la persuasión o por la fuerza. Los demás grupos
religiosos no tienen una misión universal, y la yihad no es un deber religioso
para ellos, salvo con fines de defensa. Pero el Islam tiene la obligación de
ganar poder sobre otras naciones”.
En la época de las Cruzadas, vemos que la yihad menor,
la lucha física contra los infieles, adquiere cada vez más importancia en el
pensamiento y la práctica del Occidente católico, lo que a su vez estimuló su
renacimiento entre los musulmanes. No sólo la guerra, sino también la crueldad
contra los infieles está justificada “a causa de sus pecados”. El trabajo
misionero pacífico tradicional no tiene cabida en esta yihad cristiana...
A la larga, sin embargo, los cruzados fracasaron en
su objetivo de reconquistar Tierra Santa a los musulmanes: ya para finales del
siglo XIII, la mayoría de los reinos cruzados repartidos entre Siria y
Palestina habían sido reconquistados por los musulmanes. Así que si eso también
fue el “justo y espléndido juicio de Dios”, no hablaba bien de la justicia o
santidad de las guerras cruzadas. Más bien confirmó el juicio del gran ermitaño
San Neófito el Encerrado de Chipre (+1219), que dijo de uno de los intentos cruzados de reconquistar Jerusalén: “Es
parecido a los lobos que vienen a ahuyentar a los perros...”[14]
El objetivo original de las cruzadas era ayudar a “liberar”
a las Iglesias orientales. Pero acabaron destruyendo a la Ortodoxia en
amplias zonas de los Balcanes y Oriente Próximo, especialmente durante la
Cuarta Cruzada de 1204, que saqueó Constantinopla y la convirtió en una ciudad
latina. Ya antes de la Segunda Cruzada, Bernardo de Claraval había expresado
“fulminaciones sanguinarias contra los griegos”. En 1204, las “fulminaciones”
se habían convertido en actos: asesinatos, robos y violaciones a gran escala; y
un proyecto que había comenzado como una misión para liberar a las Iglesias
orientales a petición del emperador bizantino acabó con la destrucción
(temporal) del Estado bizantino y el intento de someter a todas las Iglesias
ortodoxas a Roma. [15]Incluso el
Papa Inocencio III lo desaprobó. La Iglesia griega, decía, “detesta ahora, y
con razón, a los latinos más que a los perros”.[16]
Las Cruzadas demuestran con qué facilidad las aparentemente
buenas intenciones -¿pues qué mejor intención que la liberación de los
cristianos que viven bajo el yugo de los infieles en la tierra del Nacimiento
de Cristo? - pueden allanar el camino al infierno.
El problema es que la violencia, incluso la bendecida por
las autoridades legítimas, puede desatar tan fácilmente el odio y la crueldad.
Y que esto, a su vez, conduce a justificaciones falsas y heréticas de ese odio
y crueldad; porque “Pues es ensalzado el pecador en las pasiones de su alma, y
el que hace el mal es bendecido”[17] (Salmo 9:24). La
pasión malévola se viste con las vestiduras de la rectitud; la necesidad
lamentable y siempre manchada de la guerra se transforma en algo más bien
sagrado, lejos de ser motivo de pesar. La defensa se convierte en agresión; la
defensa de la verdadera fe, en imposición de la herejía (pues el catolicismo,
por supuesto, es una herejía); la moral cristiana, en inmoralidad pagana (o
musulmana).
Entonces, ¿podemos encontrar ejemplos de guerras
verdaderamente santas en este periodo? Sí podemos, pero sólo en el Oriente
ortodoxo. Paradójicamente, algunas de ellas fueron precisamente guerras
defensivas contra los cruzados, como cuando San Alejandro
Nevski derrotó a los Caballeros Teutónicos en la batalla del Hielo de la actual
Estonia en 1242. Pero San Alejandro siempre rigió sus acciones por el famoso
lema: “A Dios no se le encuentra en la violencia, sino en la justicia”. Además,
no creía que el mero hecho de que una tierra cristiana hubiera sido conquistada
por infieles significara que estaba obligado a hacerles la
guerra. Así, mientras luchaba contra los católicos romanos, se sometió
voluntariamente a los mongoles y les pagó tributo, eligiendo el menor de dos
males. En otras palabras, rechazaba el principio musulmán de la guerra perpetua
(declarada o no) contra los infieles y los herejes, pero aceptaba el principio
cristiano de que a veces Dios arrebata las tierras a los cristianos, y que no
es voluntad de Él devolvérselas; al menos por el momento, hasta que se hayan
arrepentido de sus pecados…Sin embargo, 140 años más tarde,
la situación cambió... En 1380, los tártaros de Mamai invadieron
Moscovia. Pero San Sergio de Radonezh bendijo al Gran Príncipe
Demetrio de Moscú para que luchara sólo cuando todas las demás medidas hubieran
fracasado: “Tú, mi señor príncipe, debes preocuparte y defender firmemente a
tus súbditos, y dar tu vida por ellos, y derramar tu sangre a imagen del propio
Cristo, que derramó su sangre por nosotros. Pero antes, oh señor, acude a ellos
con rectitud y obediencia, pues estás obligado a someterte al kan de la Horda
de acuerdo con tu posición. Sabes, Basilio el Grande trató de apaciguar al
impío Juliano con regalos, y el Señor miró la humildad de Basilio y derrocó al
impío Juliano. Y la Escritura nos enseña que si los enemigos quieren gloria y
honor de nosotros, se los damos; y si quieren plata y oro, se los damos; pero
por el nombre de Cristo, por la fe ortodoxa, debemos entregar nuestras vidas y
derramar nuestra sangre. Y tú, señor, entrégales el honor, el oro, y plata, y
Dios no permitirá que nos venzan: viendo tu humildad, Él te exaltará y
derribará su orgullo sin fin.”
“Ya lo he hecho”, respondió el Gran Príncipe: “pero mi
enemigo se enaltece aún más”.
“Si es así” dijo aquel que es agradable a Dios “entonces le
aguarda la destrucción final, mientras que tú, Gran Príncipe, del Señor podrás
esperar ayuda, misericordia y gloria” Esperemos en el Señor y en la
Purísima Madre de Dios, que ellos no os abandonen” Y añadió: “Vencerás a tus
enemigos”.[18] Fortalecido
por esta bendición, el Gran Príncipe Demetrio derrotó al enemigo en la gran
batalla de Kulikovo Polje, en la que más de 100.000 guerreros rusos dieron su
vida por la fe ortodoxa y su patria rusa.
Es importante subrayar que San Sergio no bendijo activamente
una política de rebelión contra quienes los príncipes y metropolitanos
anteriores habían considerado sus legítimos soberanos. Más bien, como hemos
visto, aconsejó la sumisión en primer lugar, y la guerra solo si el tártaro no
podía ser sobornado. En cualquier caso, Mamai se había rebelado contra la
Horda, por lo que al resistirle los rusos no se estaban rebelando en contra de
su legítimo soberano Y como para subrayar que el legítimo Khan mongol aún tenía
sus derechos, dos años después vino y saqueó Moscú. Así que no hubo, ni podía
haber, ningún cambio radical en la política desde la época de Alejandro
Nevski... No fue hasta un siglo después, que los moscovitas pudieron negarse a
pagar tributo a los kanes, en 1480, cuando Dios cambió a su favor el equilibrio
de poder sin recurrir a la guerra...
En 1389, San Lázaro de Serbia cayó contra los turcos en la
batalla de Kosovo. Kosovo Polje fue una batalla defensiva en defensa de la Fe
Verdadera y bendecida y dirigida por autoridades legítimas. Por lo tanto,
cumplía los criterios de una guerra justa. Pero contenía una importante lección
adicional. Según la tradición, la víspera de la batalla el rey Lázaro tuvo una
visión en la que se le ofrecía elegir entre una victoria terrenal y un reino
terrenal, o una derrota terrenal que le haría ganar a él y a sus soldados el
Reino Celestial. Eligió esta última opción y perdió tanto la batalla como su
propia vida, pero sus reliquias incorruptas siguen obrando milagros hasta el
día de hoy[19], demostrando
que efectivamente heredó el Reino Celestial...
El significado de este acontecimiento es fundamental para
comprender la guerra justa desde un punto de vista ortodoxo, ya que el objetivo
último de dicha guerra no debe ser el territorio terrenal, las victorias
terrenales o las ganancias terrenales en general. El objetivo debe ser celestial, la
salvación de las almas. Y a veces, desde el punto de vista del Reino Celestial,
puede darse que el reino terrenal deba sacrificarse...
Tras la caída de Constantinopla en 1453, todos los pueblos
ortodoxos de los Balcanes quedaron bajo el yugo turco otomano. En
medio de todas las indudables penurias y sufrimientos que esto causó, también
trajo algunas ventajas definitivas. Una de ellas fue la restricción de la labor
misionera católica, y más tarde protestante, entre los ortodoxos. La otra fue
la supresión del nacionalismo interortodoxo que había surgido en los siglos
anteriores a la caída, y que había dado lugar a ese fenómeno inaudito: las guerras
de ortodoxos contra ortodoxos. Ahora los ortodoxos, en lugar de luchar entre
sí, sólo podían simpatizar en su opresión común por el sultán turco.
La otra fue la supresión del nacionalismo interortodoxo que
había surgido en los siglos anteriores a la caída, y que había dado lugar a ese
fenómeno inaudito: las guerras de ortodoxos contra ortodoxos. Anhelaban el
derrocamiento del Imperio Otomano y el retorno de un poder cristiano, lo cual
era un anhelo natural, pero no necesariamente acorde con la voluntad de Dios,
Quién ordena todas las cosas para nuestro beneficio espiritual.
Además, todos los ortodoxos balcánicos estaban ahora bajo la
autoridad secular y espiritual del Patriarca Ecuménico, que había jurado
fidelidad al Sultán. Por lo tanto, no podía haber justificación para la
rebelión en contra del Sultán. No solo era una verdadera autoridad política de
Dios reconocida como tal por la más alta autoridad espiritual, sino que
rebelarse contra él también era rebelarse contra la
Iglesia.
Así que cuando los griegos del Peloponeso se alzaron contra
los turcos en 1821, el resultado tenía que ser trágico. Tanto el Patriarca como
el Zar se negaron a apoyar la rebelión, y los turcos terminaron por ahorcar al
Patriarca. Hubo pogromos en ambos bandos: en el Peloponeso fue asesinada toda
la población turca (más de 47.000 personas), y en Quíos y otros lugares se
produjeron matanzas similares de griegos a manos de turcos. La parte de Grecia
que finalmente fue liberada formó su propia Iglesia independiente que fue
anatematizada por el Patriarcado Ecuménico. El monacato disminuyó
drásticamente; el secularismo aumentó.
A medida que avanzaba el siglo, otras naciones ortodoxas de
los Balcanes siguieron el ejemplo griego y se rebelaron contra los turcos. Los
resultados fueron deprimentemente similares: odio, crueldad y asesinatos en
ambos bandos. Y lo peor de todo es que, en lugar de cooperar unos con otros
contra el enemigo común, libraron amargas guerras unos contra otros. Así
Griegos, búlgaros y serbios se enfrentaron durante décadas por Macedonia (un
problema que sigue sin resolverse a día de hoy). Y tras unirse entre sí contra
los turcos en la Primera Guerra de los Balcanes de 1912, griegos, serbios,
montenegrinos y rumanos (¡junto con los turcos!) se combinaron contra los
búlgaros en la Segunda Guerra de los Balcanes de 1913.
El siglo XIX vio el surgimiento de una doctrina perniciosa
que pudo haber tenido su origen en el Occidente heterodoxo, pero que llegó a
ser abrazada con especial pasión en el Este Ortodoxo (fuera de Rusia). La
doctrina en cuestión sostiene que los límites de un estado-nación deberían
coincidir con los límites de la población de esa nación. Esta doctrina
implicaba que si un número significativo de una determinada población nacional
vive más allá de las fronteras del Estado-nación “madre” y en otro Estado, entonces
se puede declarar la guerra -o, si la guerra es impracticable en ese momento,
cometer actos terroristas- con el objetivo de ampliar las fronteras del
Estado-nación en aras de incluir a las “ovejas descarriadas”. Esta doctrina no
sólo contravenía directamente la enseñanza apostólica sobre la obediencia a los
poderes fácticos (de cualquier nacionalidad o fe que fueran): era una receta
para la inestabilidad política y la guerra sin fin...
Hubo un corolario de esta doctrina que resultó ser apenas
menos mala: la idea, a saber, que las minorías que no pertenecen a la
nacionalidad dominante del Estado-nación pueden ser tratadas como “extraños”
que pueden ser reprimidos o expulsados con el fin de mantener la homogeneidad y
la “pureza” de la nacionalidad dominante. Pero esto contravenía el mandamiento:
“Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis
vosotros en la tierra de Egipto” (Éxodo 22.21)…
Rusia fue el único país ortodoxo que rechazó esta doctrina
revolucionaria de revanchismo nacionalista. Una razón obvia para
ello, por supuesto, era que tal doctrina habría conducido rápidamente a la
disolución de su imperio multinacional. Pero el zar Nicolás II adoptó una
posición más firme. Siguiendo la tradición imperial cristiana romana,
consideraba que el bienestar de todos sus súbditos, fueran de la nacionalidad
que fueran, era igualmente responsabilidad suya. Así, se negó a tratar como
enemigos incluso a las minorías más agresivas y rebeldes, llamándolas “mis judíos”
y “mis polacos”.
Del mismo modo, intentó atemperar y frenar el nacionalismo
de los ortodoxos de los Balcanes. Sin embargo, también se sentía con
la obligación de protegerlos cuando les iba mal en contra sus enemigos o eran
injustamente tratados por ellos ...
Los ortodoxos de los Balcanes de este periodo corrían el
riesgo de olvidar que el Señor Jesucristo, aunque ferviente Amante de su patria
terrenal, se opuso firmemente al nacionalismo judío. Cristo se negó a unirse a
la insurrección secreta contra el poder romano que planeaban los fariseos, y
fue su oposición a este movimiento de liberación nacional lo que le costó la
vida. Ya que si los líderes de los judíos temían que su oposición pudiera ser
la garantía del fracaso de la revolución: “Si le dejamos así, todos creerán en
él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” (Juan 11.48).
Los líderes de los judíos eran revolucionarios secretos;
deseaban deshacerse del odiado yugo romano; y en el año 70, y de nuevo en el
135, se levantaron abiertamente contra Roma. Pero Cristo había dejado claro que
no quería ser un rey-libertador nacionalista a imagen de ellos (Juan 6.15);
al oponerse a ser llevado al acto revolucionario de negarse a pagar impuestos
al César (Mateo 17.27; 22.21). Por eso los jefes de los
sacerdotes y los fariseos, persiguiendo ambiciones puramente nacionalistas y
materialistas, se volvieron contra Él, temiendo (con razón) que Israel bajo
Cristo no fuera una nación como las demás, sino que volviera a ser lo que Dios
siempre había querido que fuera: el pueblo-núcleo de Su Iglesia, y una luz para
las naciones gentiles mediante la cual ellas también pudieran unirse a Su
Iglesia y convertirse en Su pueblo. Y tan grande era su enemistad hacia Cristo
por este motivo, que para asegurar Su condena a manos del procurador romano
Poncio Pilato estaban dispuestos incluso a renunciar a su orgullosa pretensión
de ser el pueblo cuyo Rey era sólo Dios, gritando: “No tenemos más rey que
César...”(Juan 19.15)[20]
Una vez que los judíos renunciaron a su verdadero Rey y Dios
en aras de sus esperanzas revanchistas, fueron castigados como ninguna otra
nación lo ha sido jamás. En el año 70, los romanos destruyeron Jerusalén y un
gran número de judíos fueron asesinados, murieron de hambre o fueron vendidos
como esclavos. El revanchismo judío fue aplastado porque Dios quiso que su
pueblo caído, a causa de sus pecados, permaneciera bajo el yugo extranjero...
Afortunadamente, también hubo ejemplos de verdadero
universalismo cristiano en este período.
El ejemplo más sorprendente lo dio el Arzobispo ruso Nicolás
(Kasatkin), el Apóstol de Japón... En vísperas de la guerra ruso-japonesa de
1904-05, “alarmados por la posibilidad de una guerra con sus correligionarios,
los japoneses ortodoxos recurrieron a su obispo”.
Él respondió que ellos, al igual que todos los japoneses,
estaban obligados por su juramento a cumplir con su deber militar, pero que
luchar no significaba en absoluto odiar al enemigo, sino defender la patria de
uno. El Salvador mismo nos legó el
patriotismo al lamentar la suerte de Jerusalén. El arzobispo mismo decidió
quedarse en Japón con su rebaño, incluso si hubiera una
guerra...
“Comenzó en febrero de 1904. Después de que el obispo
Nicolás entregase todos los asuntos eclesiásticos al consejo de sacerdotes y
oficiara su última liturgia antes de la guerra. Al final del
servicio, en su sermón de despedida a su rebaño, les instó a orar por la
victoria de su patria, ya que aunque, como súbdito del Emperador ruso, no podía
ser participe del llamado a la guerra, sería feliz el ver a su rebaño
cumpliendo con su deber. En su encíclica del 11 de febrero de 1904, el Obispo
Nicolás bendijo a los japoneses para que cumplieran con su deber, sin escatimar
sus vidas, pero les recordó que nuestra patria es la Iglesia, donde todos los
cristianos constituyen una única familia; les pidió que oraran por el
restablecimiento de la paz y pidieran misericordia para los prisioneros de
guerra. Después de esto, se retiró y se entregó a los actos de
oración...
“Nadie en Rusia entendió al jerarca de Japón tan bien como
el emperador Nicolás
Al final de la guerra, el Zar le escribió: 'Has demostrado
ante todos que la Iglesia Ortodoxa de Cristo es ajena al dominio terrenal y a
todo odio tribal, y abraza a todas las tribus y lenguas con su
amor. En el difícil momento de la guerra, cuando las armas de
la batalla destruyen las relaciones pacíficas entre los pueblos y los
gobernantes, tú, de acuerdo con el mandato de Cristo, no abandonaste el rebaño
que te fue confiado, y la gracia del amor y la fe te dio la fuerza para
soportar la prueba ardiente y en medio de la hostilidad de la guerra, mantener
la paz de la fe y el amor en la Iglesia creada por tus esfuerzos...”[21]
Para el comienzo del siglo XX, muchos empezaban a creer que
la guerra se había vuelto casi impensable como instrumento de política.
En primer lugar, los avances tecnológicos estaban aumentando
su poder destructivo de manera inmensurable, con la posibilidad muy real de que
poblaciones nacionales enteras fueran eliminadas.
¿Podría incluso la guerra más justa justificar tales
masacres masivas de inocentes?
En segundo lugar, debido a la propagación del virus
nacionalista, las guerras ahora involucraban no solo a ejércitos profesionales,
como en los conflictos dinásticos de siglos anteriores, sino a poblaciones
enteras; las guerras se convirtieron en conflictos no entre gobiernos o
ejércitos, sino entre pueblos enteros.
Alexander Yanov escribe: “El 13 de mayo de 1901,
pronunciando un discurso en la Cámara de los Comunes, Churchill declaró que
‘las guerras de los pueblos serán más terribles que las de los reyes’ y que
tales guerras ‘solo pueden terminar en la ruina de los vencidos y en la apenas
menos fatal desorganización comercial y agotamiento de los conquistadores’. En
opinión de Churchill, Europa se enfrentaba exactamente a ese tipo de guerra de
los pueblos”[22]
En tercer lugar, el mundo estaba volviéndose tan
interconectado que una guerra local, por ejemplo, en los Balcanes, podría
convertirse rápidamente en algo mucho más amplio.
Los tres factores convergieron para crear la Primera Guerra
Mundial de 1914-1918, que mató a más personas y causó más muertes y una
destrucción mayor que cualquiera de las guerras anteriores, especialmente para
los ortodoxos.
Dos naciones ortodoxas, Serbia y Rusia, estuvieron
estrechamente involucradas en su estallido.
¿Era su conducta justa?
Para los serbios, fue efectivamente una guerra justa,
porque, aunque la chispa que la desencadenó, el asesinato del Archiduque
Fernando, fue encendida por la pasión nacionalista de un serbio de Bosnia,
quien probablemente contó con la ayuda del aparato de inteligencia serbio, sin
embargo, el gobierno serbio en sí no estuvo involucrado y hizo todo lo posible
por apaciguar a los austriacos.
En el caso de Rusia, la justicia de la guerra era aún más
evidente.
El zar Nicolás fue a la guerra para salvar a sus
compatriotas ortodoxos, los serbios, entregando su propia vida por amor al
prójimo. Sabía mejor que nadie que el que Rusia luchase contra
enemigos tan poderosos casi con certeza le daría al enemigo interno la
oportunidad que había estado esperando para tomar el poder.
Pero el mandamiento del amor, el cumplimiento de sus
promesas a sus aliados y la protección de la Ortodoxia Rusa en contra del
protestantismo alemán[23], lo
obligaron a luchar de todos modos.
Y, a pesar de eso, para fines de la década de 1940, no solo
Rusia y Serbia, sino también Grecia, Montenegro, Bulgaria y Rumania habían sido
borradas del mapa como Estados ortodoxos, sustituidos por dictaduras comunistas
o democracias pseudoortodoxas.
Esto se debió a que, con la caída en 1917 de “aquel
que retiene” la llegada del Anticristo (II Tesalonicenses 2.7), el
Emperador ortodoxo, la posibilidad de una guerra completamente justa, en el
sentido de una guerra por la verdadera fe y la protección de los verdaderos
creyentes, se volvió imposible. Es cierto que, en los años de entreguerras, los
pequeños reinos ortodoxos de los Balcanes continuaron luchando; sin embargo,
sus posibilidades de acción eran extremadamente limitadas y, para el fin de la
Segunda Guerra Mundial, también desaparecieron.
Después de la fundación de la OTAN en 1949, aún era posible
el librar una guerra justa en defensa del rey (o parlamento) y el
país. Pero afirmar que se estaba
luchando por Diosy Su justicia solo era posible
con grandes reservas. Porque ninguno de los dos contendientes
principales,– la democracia secular liderada por Estados Unidos y la comunión
atea liderada por la Unión Soviética –, establecían como meta la restauración
de la Ortodoxia y el culto verdadero a Dios.
Esto no significa que fueran igualmente malvados; de ninguna
manera.
La Unión Soviética fue el primer Estado en la historia que
fue maldecido por la Iglesia Ortodoxa (en el Concilio de Moscú
de 1918), y la cooperación con la autoridad anticristiana y hostil a Dios, que
asesinó a decenas de millones de ortodoxos, fue prohibida bajo la pena de
anatema.
Es por eso que la Iglesia Rusa en el Extranjero apoyó a los
Estados Unidos en su lucha en contra de los comunistas en
Vietnam.
Sin embargo, el Anticristo no puede ser detenido por ningún
otro poder que no sea el poder ungido por Dios de la Monarquía
ortodoxa.
Por lo tanto, incluso cuando el Occidente democrático
triunfó sobre el Este comunista en 1989-91, solo hubo un alivio temporal para
los verdaderos creyentes. Pronto, el proceso de degradación religiosa y
civilizacional se reanudó en las tierras antes ortodoxas de Europa del Este, ya
que los servidores del Anticristo colectivo, tanto en la Iglesia como en el
Estado, permanecieron firmemente en su lugar (aunque ahora con etiquetas
ideológicas diferentes).
Tampoco ha sido beneficiada la causa ortodoxa por regímenes
supuestamente postcomunistas y democráticos, como el de la Rusia de Putin, que
lleva a cabo guerras revanchistas en nombre de la Ortodoxia, pero para poder
preservar el poder de dictadores comunistas/fascistas y
ladrones.
La pseudo-ortodoxia engañosa de dichas revanchas se
manifestó a través de sus malas obras, sus herejías y, sobre todo, por su
crueldad...
Conclusión: La verdadera revancha
En un momento en que un nuevo paganismo ha envuelto a toda
la tierra habitada en una oscuridad aún más profunda que en la época de los
Primeros Cristianos, el ejemplo de la discreción, fe y paciencia de ellos fue
especialmente importante.
Debemos rechazar el seductor, pero falso camino del
revanchismo, que solo ha traído a los ortodoxos la derrota y un sufrimiento
terrible, al mismo tiempo que ha manchado la imagen de la Fe en el resto del
mundo.
En cambio, debemos esperar con fe y esperanza la aparición
de un verdadero sucesor de San Constantino, y seguirlo solo a él, rechazando a
todos los impostores y pseudo-salvadores
ortodoxos.
Debemos actuar, sobre todo, con pureza moral y
doctrinal, no por odio hacia los enemigos, sino por amor a la
verdad.
Hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra, un
tiempo para aceptar pacientemente el castigo del Señor mientras Él nos quita
poder y tierras debido a nuestros pecados, y un tiempo en el que, alejándose de
la estricta justicia para mostrar misericordia, el Señor da la señal y otorga
nuevamente la victoria a ejércitos verdaderamente ortodoxos
dirigidos por un rey verdaderamente ortodoxo en aras de la
resurrección de la Verdadera Ortodoxia.
Esta será la verdadera y bendecida revancha de
Dios, cuyo momento será revelado a todos aquellos que esperan y observan con
fe.
Hasta entonces, nuestra consigna debe ser: “Con vuestra
paciencia ganaréis vuestras almas.”(Lucas 21.19)
[1] Johnson, The Birth of
the Modern, World Society 1815-1830, Londres: Phoenix, 1992, p. 662.
[2] Reardon, Chronicles of
History and Worship: Orthodox Christian Reflections on the Books of Chronicles, Ben
Lomond, Ca.: Conciliar Press, 2006, p. 78.
[3] San Agustín en Ciudad de
Dios, I, 21 : “El mismo legislador que así lo mandó
(el mandamiento “no mataras”, expresamente señaló varias excepciones, como son
siempre que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea
prescribiéndolo por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en
cuyo caso no mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como
la espada es instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este
precepto, “no matarás”, los que por orden de Dios declararon guerras o representando
la potestad pública y obrando según el imperio de la justicia castigando a los
facinerosos y perversos, quitándoles la vida”
[4] san Agustin, Ciudad de Dios,
XVIII, 2.
[5] san Augustin, Ciudad de Dios,
IV, 4.
[6] san Agustin, Ciudad de Dios,
V, 17.
[7] Tyerman, op. cit.,
p. 54.
[8] Riley-Smith, The
Crusades: A Short History, London: Athlone Press, 1987, pp.
xxviii-xxix.
[9] Tyerman, op. cit.,
p. 54.
[10] Raymond de Aguilers, capellan el conde de Toulouse, en Simon Sebag
Montefiore, Jerusalem: The Biography, Londres: Phoenix, 2012,
p. 253.
[11] Bernard, in Richard Fletcher, The Conversion of Europe,
Londres: HarperCollins, 1997, pp. 487-488.
[12] Bernard, De
Laude Novae Militiae Ad Milites Templi.
[13] Tyerman, op.
cit., p. 269.
[14] P. Panagiotes
Carras, “San Neófito de Chipre y las Cruzadas”,
http://orthodoxyinfo.org/Saints/StNeophytos.htm.
[15] Sir Steven Runciman, The Eastern Schism, Oxford,
1955, p. 100.
[16] Tyerman, op.
cit., p. 538.
[17] Nota de
Traductor – La numeración que usa el autor de los versículos y los números de
los salmos sigue el orden dado por la Septuaginta, que es el
Antiguo Testamento utilizado por la Iglesia Ortodoxa. También es menester
mencionar que no se debe a un cambio meramente de posición, sino que en algunos
pasajes la traducción de la versión Septuaginta de los Salmos y de todo el
Antiguo Testamento difiere de manera substancial de la versión Reina Valera.
Nos hemos basado para traducir este versículo en la primera y única traducción
al español de la Septuaginta; La Biblia griega - Septuaginta, vol.
III. Ediciones Sigueme, Salamanca, España. Año 2013.
[18] Archimandrita
Nikon, Zhitie i Pobedy Prepodobnago i Bogonosnago Otsa Nashego Sergia,
Igumena Radonezhskago (La Vida y las Victorias de nuestro Santo y
teoforo Padre Sergio, abad de Radonezh), Sergiev Posad, 1898, p. 149.
[19] Tim Judah The Serbs, p. 39, Yale University Press,
1997
[20] Véase Metropolita Antonio (Khrapovitsky), “Christ the Savior and
the Jewish Revolution”, Orthodox Life, vol. 35, no. 4,
Julio-Agosto, 1985.
[21] Pravoslavnaia Zhizn’ (Orthodox Life), 1982; in Fomin
S. and Formina T. Rossia pered Vtorym Prishestviem (Rusia
antes de la Segunda Venida), Moscú, 1994, vol. I, p. 372.
[22] Alexander Yanov, “The Lessons of the First World War, or Why
Putin’s Regime is Doomed”, 5 de septiembre, 2014,
http://www.imrussia.org/en/analysis/nation/800-the-lessons-of-the-first-world-war-or-why-putins-regime-is-doomed.
[23] arzobispo Antonio (Khrapovitsky), The Orthodox Faith and
War, Jordanville, 2003, pp. 8-9.
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