Vladimir Moss
Introducción
Para 1789, y especialmente después
de la primera fase de la Revolución Francesa que redujo el poder del rey
francés al de un monarca constitucional, el liberalismo era la teoría política
más popular entre las clases educadas de Europa. Dentro del ámbito
político, parecía ser el contrapunto de los principios de la Razón y de la
ilustración, en lo que respecta a la filosofía, ética y teología como un todo.
La popularidad del liberalismo ha
permanecido fuerte hasta el día de hoy. A pesar de los sobresaltos de la
Revolución Francesa y otras revoluciones nacionales en el siglo XIX, y los aún
mayores sobresaltos de la Revolución Rusa y las otras revoluciones comunistas y
fascistas en el siglo XX, el liberalismo ha mantenido su lugar como la
principal ideología política. Pero ¿qué tan sólidos son sus fundamentos en
realidad?
El hieromonje Serafin (Rose)
explico tanto la enseñanza positiva de la Ortodoxia sobre la autoridad política
como el motivo por el cual, para los ortodoxos, el liberalismo se mantiene
sobre bases inestables: “(En)
el orden cristiano la política se basaba en la verdad absoluta. (…) la
principal forma providencial que adoptó el gobierno en unión con la Verdad
Cristiana fue el Imperio Cristiano Ortodoxo, en el que la soberanía recaía en
un Monarca, y la autoridad procedía desde él y descendía a través de una estructura
social jerárquica. (…) por otro lado (…) una política que rechaza la Verdad
Cristiana debe reconocer al ‘pueblo’ como soberano y entender que la autoridad
procede de abajo hacia arriba, en una sociedad formalmente ‘igualitaria’.
Está claro
que uno es la inversión perfecta del otro; porque se oponen en sus concepciones
tanto del origen como del fin del gobierno. La Monarquía Cristiana Ortodoxa es
un gobierno establecido divinamente y dirigido, en última instancia, hacia el
otro mundo, un gobierno con la enseñanza de la Verdad Cristiana y la salvación
de las almas como su propósito más profundo; El gobierno nihilista, cuyo nombre
más apropiado, como veremos, es Anarquía, es el gobierno establecido por los
hombres y dirigido únicamente a este mundo, un gobierno que no tiene más
objetivo que la felicidad terrenal.
La visión liberal del gobierno, como podría
sospecharse, es un intento de compromiso entre estas dos ideas
irreconciliables. En el siglo XIX, este compromiso tomó la forma de ‘monarquías
constitucionales’, un intento, nuevamente, de unir una forma antigua con un
contenido nuevo; hoy los principales representantes de la idea liberal son las
‘repúblicas’ y las ‘democracias’ de Europa Occidental y de América, la mayoría
de las cuales conservan un equilibrio bastante precario entre las fuerzas de la
autoridad y la Revolución, mientras profesan creer en ambas.
Por supuesto, es imposible creer en ambas con la
misma sinceridad y fervor, y de hecho, nadie lo ha hecho nunca. Los monarcas
constitucionales como Luis Felipe pensaban hacerlo profesando gobernar ‘por la
Gracia de Dios y la voluntad del pueblo’, una fórmula cuyos dos términos se
anulan mutuamente, un hecho tan evidente para el anarquista como para el monárquico.
Ahora bien, un gobierno es seguro en la medida en
que tiene a Dios por fundamento y a Su Voluntad como guía; pero esto,
seguramente, no es una descripción del gobierno liberal. En el punto de vista
liberal, es el pueblo quien gobierna, y no Dios; Dios mismo es un ‘monarca
constitucional’ cuya autoridad ha sido totalmente delegada al pueblo, y cuya
función es enteramente ceremonial. El liberal cree en Dios con el mismo fervor
retórico con el que cree en el cielo. El gobierno erigido sobre tal fe es muy poco
diferente, en principio, de un gobierno erigido sobre la total incredulidad, y
cualquiera que sea su actual residuo de estabilidad, apunta claramente en la
dirección de la anarquía.
Un gobierno debe gobernar por la Gracia de Dios o
por la voluntad del pueblo, debe creer en la autoridad o en la Revolución;
sobre estos temas, la concesión es posible sólo en apariencia y sólo por un
tiempo.
La Revolución, como la incredulidad que siempre la
ha acompañado, no puede detenerse a medias; es una fuerza que, una vez
despierta, no descansará hasta terminar en un reino totalitario de este mundo.
La historia de los dos últimos siglos nos lo ha demostrado. Apaciguar la
Revolución y ofrecerle concesiones, como siempre han hecho los liberales,
demostrando así que no tienen una verdad con la que oponerse a ella, es quizás
posponer, pero no impedir, la consecución de su fin. Y oponerse a la Revolución
radical con una Revolución propia, ya sea ‘conservadora’, ‘no violenta’ o
‘espiritual’, no es simplemente revelar la ignorancia del alcance total y la
naturaleza de la Revolución de nuestro tiempo, sino que admitir también el
primer principio de esa Revolución: que la vieja verdad ya no es verdadera y
que una nueva verdad debe ocupar su lugar”[1]
Con el fin
de estudiar más a fondo la diferencia entre la Ortodoxia y el liberalismo,
examinemos las teorías de dos de los pensadores liberales más famosos: el
filósofo del siglo XIX, John Stuart Mill, y el politólogo del siglo XX, Francis
Fukuyama.
A. John
Stuart Mill sobre la Libertad
Los
extranjeros en la era victoriana quedaban impresionados por el sistema político
de Inglaterra porque parecía combinar libertad con estabilidad, individualismo
con solidaridad, poder con prosperidad (para unos pocos), extensión gradual de
derechos con consideración tradicional hacia títulos y rangos, ciencia y
progreso con moralidad y religión. Y sin embargo, como hemos visto, las razones
objetivas para una revolución desde abajo eran, en si, más fuertes en
Inglaterra que en cualquier otro lugar; la pobreza de la mayoría era peor; el desprecio que la minoría rica les tenía era mayor.
Entonces, ¿por qué Inglaterra pudo evitar las convulsiones continuas sobre el
continente que vemos en la Francia de aquel entonces?
Una razón
fue, sin duda, que la minoría adinerada pudo utilizar los métodos más avanzados de comunicación,
especialmente los ferrocarriles, para concentrar el poder de una fuerza
policial considerablemente ampliada contra los alborotadores más rápidamente
que en el continente. Una segunda razón fue la emigración sin precedentes a América
y a los White Dominions (en el caso
de Australia, claro está, dicha “emigración” era obligatoria), cual sirvió como
una válvula de escape para expulsar a los desesperadamente pobres (o
criminales). Una tercera razón fue que las clases medias bajas, que aumentaban
rápidamente, aunque eran pobres, ya tenían algo más que perder además de sus
cadenas y, por lo tanto, tendían a apoyar el sistema existente. Necesitaban el
patrocinio de los ricos y menospreciaban a los proletarios debajo de ellos,
cuya desesperación temían. Los ricos tuvieron esto en cuenta, y así tuvieron la
ocasión de proceder más lentamente de lo que podrían haber hecho en el trabajo
de ayudar a los pobres, introduciendo reformas lo suficientemente justas como
para mantener la estabilidad.
Como
Jacques Barzun escribió: “Esta habilidad para juzgar cuándo y cómo deben
cambiar las cosas sin alterar el statu quo fue adquirida con dolor por los
ingleses a lo largo de los siglos. Durante mucho tiempo se les consideró un
pueblo ingobernable. Pero, finalmente, la fatiga los alcanzó y un arraigado
anti-intelectualismo contribuyó a mantener los cambios de manera no sistemática
y discreta. Formas, títulos, y decoro permanecen mientras ocurren acciones
diferentes debajo de ellos; la estabilidad visual mantiene la confianza. Fue la
habilidad de elevarse por encima de los principios, la recompensa de una astuta inconsistencia”.[2]
Este “don”
o habilidad rindió dividendos (literal y metafóricamente). En la década de
1850, Inglaterra alcanzó su apogeo desde un punto de vista externo y material.
Sus flotas dominaban los mares; su comercio e industria eran considerablemente
mayores que los de cualquier otro país (aunque Estados Unidos y Alemania se
estaban acercando rápidamente). Y mientras el liberalismo se vio frenado en el
continente después de 1848 con la revitalización de la monarquía y la furia del
proletariado, en Inglaterra se mantuvo notablemente estable. Para dar un
respaldo teórico a esta variante de liberalismo inglés fue que John Stuart Mill
escribió su famoso ensayo On Liberty,
que hasta el día de hoy sigue siendo la defensa más elegante e influyente del
liberalismo inglés.
Mill
admiraba la obra Democracia en América
de Alexis de Tocquevielle, y era un oponente apasionado de la “tiranía de las
mayorías”. Con motivo de proteger a la sociedad en contra de esta tiranía,
propuso un único principio “muy simple” que limitaría la capacidad del Estado
para interferir en la vida del individuo:
“El objeto de este
ensayo es proclamar un principio muy simple, uno que se dirija a regir
plenamente las relaciones de la sociedad con el individuo en lo referente a la
compulsión y al control, ya sean los medios usados para ello la fuerza física
en forma de penas legales o la coerción moral de la opinión pública.
Dicho
principio establece que el único fin por el que los hombres están legitimados,
individual o colectivamente, para interferir en la libertad de acción de
cualquiera de ellos, es la protección de sí mismos. Esto es, que el único
propósito por el que puede ser ejercido legítimamente el poder sobre un miembro
de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es para prevenir del
daño a otros. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es una justificación
suficiente. No puede ser obligado legítimamente a hacer algo o abstenerse de
hacerlo por el hecho de que eso sería mejor para él, porque le haría más feliz,
o porque en opinión de los otros hacer eso sería lo sensato, o incluso lo
justo. Estas son buenas razones para discutir con él, o razonar con él, o
persuadirle, o suplicarle, pero no para obligarle, o infligirle algún daño en
caso de que actúe de otra manera. Para justificar esto último, la conducta de
la que se desea disuadirle tiene que estar calculada para provocar daño en
alguna otra persona. El único aspecto de la conducta por el que se puede
responsabilizar a alguien frente a la sociedad es el concerniente para con el
resto. En aquello que le concierne únicamente a él, su independencia es
absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y su propia mente, el
individuo es soberano.”[3]
Mill afirmó que este “Principio de Libertad” o
“Principio del Daño” se aplicaba solo a las personas en “la madurez de sus
facultades”, no a los niños ni a “aquellas
sociedades atrasadas en las que la raza misma puede ser considerada como menor
de edad.”[4]Porque
“La libertad, como principio, no tiene aplicación a ningún estado de cosas
anterior al momento en que la humanidad ha sido capaz de progresar a través de
la discusión libre e igual.”.[5]
Esta calificación proporcionaba una justificación
ingeniosa para la expansión del Imperio Británico entre las naciones paganas.
Y, en general, a pesar de que Mill estaba preocupado ante todo por proteger la
libertad del individuo en contra de la tiranía de la mayoría y la moral
popular, su teoría encajaba notablemente bien con los prejuicios de la mayoría
de la Inglaterra de su tiempo. Es por esto que los ingleses se enorgullecían de
su libertad de expresión y de brindar refugio a exiliados políticos de todo
tipo, desde Luis XVIII y Luis Napoleón hasta Herzen y Bakunin, Kossuth y Marx.
¡Ninguna tiranía de la mayoría aquí!
Es así como Dostoievski describió cómo un miembro
del Parlamento, Sir Edward Watkins, dio la bienvenida a Don Carlos a
Inglaterra: “Por supuesto, él mismo sabía que el recién llegado era el
protagonista principal de una guerra sangrienta y fratricida, pero al reunirse
con él, estaba satisfaciendo su orgullo patriótico y, en la medida de sus
posibilidades, estaba sirviendo a Inglaterra. Al extenderle la mano a un tirano
ensangrentado, en nombre de Inglaterra y como miembro del Parlamento, le decía,
por así decirlo: ‘Eres un déspota, un tirano, y sin embargo, viniste a la
tierra de la libertad en busca de refugio. Esto era de esperarse: Inglaterra
recibe a todos y no teme dar refugio a nadie: entreé et sortie libres.
¡Bienvenido!’” [6]
Mill ofreciendo una apasionada defensa de la más
amplia libertad posible de pensamiento y expresión, argumenta: “En primer
lugar, la opinión que se pretende suprimir mediante la autoridad es posible que
sea verdadera. Aquellos que desean suprimirla, evidentemente niegan su verdad,
pero no son infalibles. No tienen autoridad para decidir la cuestión por toda
la humanidad y para excluir a todas las demás personas de los medios de juzgar.
El rechazo a escuchar una opinión porque se está seguro de que es falsa implica
presuponer que la propia certeza es una certeza absoluta. Silenciar una discusión significa presuponer la propia
infalibilidad”[7]
Pero eso
no es cierto: hay una diferencia entre el suponer la calidad de infalibilidad y
la certeza.
Un hombre puede considerarse a sí
mismo como un pecador miserable y de ser propenso a todo tipo de errores, y aun
así tener la certeza absoluta sobre algunas cosas. Toda verdadera creencia
religiosa, así como muchas creencias religiosas falsas, operan de esta manera.
Porque la fe, según la definición del Apóstol, que es la certeza en la
existencia de realidades invisibles (Hebreos 11.1); es incompatible con
la menor de las dudas. Ya que incluso si uno no está completamente seguro
acerca de algo, puede estar lo suficientemente seguro como para actuar y
censurar lo que considera una opinión falsa. Así, un gobierno puede no estar
completamente seguro de que cierta droga tenga o no efectos secundarios graves.
Pero aún así, puede actuar para prohibirla, y prohibir cualquier propaganda a
favor de ella, en la creencia de que los riesgos son lo suficientemente grandes
como para justificar tal acción. Mill puede ser capaz de conciliar este ejemplo
con su ‘Principio del Daño’, pero no sobre la base de creer en la infalibilidad
de uno al excluir una opinión al considerarla como probablemente falsa.
Mill anticipándose a dicha
objeción escribe: “Los
hombres, así como los gobiernos, deben actuar del mejor modo que sean capaces.
No existe tal cosa como la certeza absoluta, pero hay seguridad suficiente para
los propósitos de la vida humana. Podemos y debemos presuponer que nuestra
opinión es verdadera, de modo que podamos guiar nuestra conducta. Y no
presuponemos más, cuando impedimos que personas malvadas perviertan a la
sociedad propagando opiniones que consideramos como falsas y perniciosas”[8]
Pero Mill no aceptará nada de esto; argumentando que solo al permitir
que nuestra opinión sea cuestionada por aquellos que piensan de manera
diferente, llegamos a saber si está realmente merece de confianza y, por lo
tanto, si la opinión opuesta deba censurarse: “La
más intolerante de las Iglesias, la Iglesia católica romana, incluso en la
canonización de un santo, admite y escucha pacientemente a un ‘abogado del
diablo’. Parece que los hombres más santos no pueden ser admitidos en los
honores póstumos hasta que sea conocido y ponderado todo lo que el demonio
pueda decir contra él.”[9]
En la
práctica, esto significa que ninguna opinión debería ser censurada nunca; “las
listas deben mantenerse abiertas” en caso de que aparezca alguien que revele la
falla en la aceptada ‘verdad’. Y esto se aplica incluso si la opinión disidente
va en contra de nuestras convicciones más preciadas y vitales sobre Dios o la
moralidad.”
Ya que: “Por muy persuadido que esté
alguien no solo de la falsedad, sino de las consecuencias perniciosas de una
opinión – y no solo de las consecuencias perniciosas, sino (para adoptar
expresiones que generalmente condeno) de la inmoralidad y la impiedad de una
opinión –, si ateniéndose a este juicio privado, aunque estuviera respaldado
por el juicio público de su país o de sus contemporáneos, impide que la opinión
sea escuchada en su defensa, entonces está presuponiendo la infalibilidad. Y
esta presunción, lejos de ser menos censurable o menos peligrosa por el hecho
de que la opinión sea denominada inmoral o impía, es precisamente en este caso
más fatal que en ningún otro son exactamente aquellas ocasiones en las que los
hombres de una generación cometen esas terribles equivocaciones que suscitan el
asombro y el horror de la posteridad.”[10]
Y a continuación Mill cita los ejemplos de Sócrates
y Jesucristo, quienes, siendo
los hombres más admirables, se convirtieron en
víctimas de la censura de su época.
El argumento más poderoso de Mill a favor de la completa libertad de
expresión, un argumento expresado antes que él en la Utopía de More y en Areopagítica
de Milton, es el de que: solo en una atmosfera de completa libertad intelectual
se puede comprender verdaderamente la verdad y arraigarla debidamente. “La verdad gana más por los errores de alguien que, con el
debido estudio y preparación, piensa por sí mismo, que por las opiniones
verdaderas de aquellos que solo las mantienen porque no son capaces de pensar.
La libertad de pensamiento no se requiere única o principalmente para formar
grandes pensadores. Por el contrario, es tan indispensable, o incluso más, para
permitir a los hombres comunes alcanzar la estatura mental de la que son
capaces. Ha habido, y puede haber otra vez, grandes pensadores individuales en
una atmósfera general de esclavitud mental. Pero en esa atmósfera nunca ha
habido, ni tampoco habrá, un pueblo intelectualmente activo”[11]
Continua Mill al citar como periodos admirables de libertad
intelectual a la Reforma en Europa, el fin del siglo XVIII en Francia y los
primeros años del siglo XIX en Alemania.
“En cada uno de estos periodos se
deshicieron de un viejo despotismo mental, sin que otro nuevo ocupase después
su lugar. El impulso dado por estos tres periodos ha hecho de Europa lo que es
ahora. Cada uno de los avances que han tenido lugar en el espíritu de los
hombres, así como en las instituciones, pueden ser localizados claramente en
uno u otro de ellos.“[12]
Sin embargo, citar estos tres períodos expone los
falsos supuestos del argumento de Mill. La Reforma fue, de hecho, un período
intelectualmente emocionante, dadas las muchas de las aberraciones y falsedades
que fueron expuestas del período medieval. ¿Pero condujo a una comprensión
mayor de la verdad positiva? De
ninguna manera. De manera similar, la última parte del siglo XVIII fue el
período en el que con tanta eficacia se socavaron los cimientos de la Iglesia y
el Estado como para llevar a la revolución más
sangrienta de la historia hasta esa fecha, una revolución que la mayoría de los
liberales ingleses, con razón, aborrecieron. En cuanto a la primera parte del
siglo XIX en Alemania, su pensador dominante fue Hegel, quien, como veremos,
construyó probablemente el más pomposo y contradictorio de los sistemas
filosóficos – en verdad, estrictamente absurdo–,
considerado con cierta justicia como un ancestro tanto del comunismo como del
fascismo. En cuanto al mundo anglosajón, en el siglo y medio a partir del
tiempo de Mill, aunque alcanzo un grado aún mayor de libertad de pensamiento y
expresión que aquel que ha prevalecido en dichos tres períodos. Y sin embargo, esto ha sido a expensas del casi completo
deterioro de la creencia y moral cristiana tradicionales... Evidentemente, la
libertad no conduce necesariamente a la verdad. Ni la Verdad Encarnada nunca
afirmó que lo haría, declarando más bien lo contrario, a saber, que “conoceréis
la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8.32). Y parte de la verdad
consiste en el sobrio reconocimiento de que las mentes de los hombres
están circunscriptas a su naturaleza caída y, la
mayor parte del tiempo, ni siquiera desean
obtener la verdad, de modo que si se les da completa libertad para
decir lo que quieran, el resultado será la decadencia de la sociedad desde la
verdad hacia el abismo de la destrucción.
Como escribe Timothy Snyder, interpretando las
lecciones del 1984 de George Orwell
para las democracias de masas actuales: “Los textos fundamentales de la
tolerancia liberal, como la ‘Areopagitica’
de Milton y ‘Sobre la libertad’ de Mill, dan por sentado que los individuos
desearán conocer la verdad. Sostienen que, en ausencia de censura, la verdad
eventualmente surgirá y será reconocida como tal. Pero incluso en las
democracias, esto no siempre puede que sea cierto”.[13]
Los argumentos de Mill a
favor de la completa libertad de expresión descansan en la suposición, como
admitió libremente, de la que los hombres a quienes se les concede esta
libertad no son ni niños ni bárbaros. Y, sin embargo, la corrupción de la mente
y del corazón que asociamos con la palabra “bárbaro” está presente en cada ser
humano; esto es a lo que nos referimos por el término de “pecado original”. Y si los
hombres no fueran con frecuencia como niños en mente, el apóstol Pablo no se
habría visto forzado a decir: “Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar,
sino sed niños en la malicia, pero maduros en el modo de pensar” (I
Corintios 14.20)
James Fitzjames Stephen, en
su obra Liberty, Equality, Fraternity
(1873), señaló más defectos importantes en el argumento de Mill. La libertad,
afirmó, es como el fuego; puede ser utilizada para el bien y para el mal.
Suponer lo contrario sería ingenuo y peligroso. No quedaba claro en absoluto
que condujese la completa libertad de interferencia por parte de otros a una
mayor búsqueda de la verdad; con igual facilidad podría llevar a la ociosidad y
la falta de interés en los asuntos sociales.
Además, escribe Gertrude
Himmelfarth: “Lo que le preocupaba de la doctrina de Mill era la posibilidad de
que su adopción dejara a la sociedad impotente en aquellas situaciones en las
que había una necesidad genuina de acción social. También estaba implícita la
posibilidad de que la retirada de las sanciones sociales contra cualquier
creencia o acto en particular se interpretara como una aprobación de esa
creencia o acto, una licencia para hacer lo que la sociedad no podía prohibir”[14].
La línea argumental de
Stephen ha sido desarrollada en nuestro tiempo por Lord Devlin en su ensayo
titulado The Enforcment of Morals
(1968) “La publicación del ensayo de Devlin -
escribe Himmelfarth - se debió al Informe de la Comisión Wolfenden, que
recomendaba la legalización de la homosexualidad entre adultos consensuales.
Frente a la afirmación de la Comisión de que la moralidad y la inmoralidad
privadas ‘no son asunto de la ley’, Devlin argumentó que ‘La supresión del
vicio es asunto del Derecho, tanto como lo es la supresión de las actividades
subversivas. No es más posible definir una esfera de moralidad privada que
definir una esfera de actividad subversiva privada.’”[15]
Como sabemos, la
recomendación de la Comisión Wolfendenen en lo que respecta a la homosexualidad
fue aceptada por el Parlamento inglés, lo que demuestra el poder, el poder
altamente destructivo, que la aplicación del Principio de Mill ha adquirido en
nuestros tiempos, un poder que el mismo Mill probablemente habría lamentado. De
hecho, una aplicación completamente coherente del Principio probablemente
conduciría a la eliminación de prohibiciones contra actividades como la
eutanasia y el incesto, argumentando que estas están dentro del ámbito de la
moralidad o inmoralidad privadas y, que por lo tanto, no conciernen al Estado.
Tomemos el caso de la
prostitución, la cual ya es completamente legal en la mayoría de los países. “Si
la prostitución – se pregunta Devlin– no es asunto de la ley, ¿qué preocupación
tiene la ley con el proxeneta o el dueño del burdel...? El informe recomienda
que las leyes que convierten estas actividades en delitos penales se
mantengan... y las clasifica... bajo la categoría de explotación... Pero en
general, un proxeneta explota a una prostituta de la misma manera que un empresario lo hace
con una actriz”[16]
Mill justifica la prohibición
de ciertos actos, como la decencia pública, argumentando que “son una violación
de las buenas costumbres, (...) entran con ello en la categoría de ofensas
contra otros, y pueden ser legítimamente prohibidos”
Y, sin embargo, como señala
Jonathan Wolff, es difícil ver cómo tal prohibición puede justificarse
únicamente sobre la base del Principio del Daño. “¿Qué daño causa la
‘indecencia pública’? Después de todo, Mill insiste en que la mera ofensa no es
daño. Aquí, Mill, sin ser explícito, parece permitir que la moralidad
convencional anule su adhesión al Principio de la Libertad. Pocos, tal vez,
criticarían su elección política. Pero es difícil ver cómo puede hacer a esto
consistente con sus otras opiniones: de hecho, parece que no hace un esfuerzo
serio por hacerlo. ‘Una vez que comenzamos a considerar ejemplos de este tipo,
empezamos a entender que seguir el «principio antes simple» de Mill podría conducir a un tipo de sociedad nunca antes
visto, y, tal vez, a uno que nunca desearíamos ver...’”[17]
Y es así que, mientras el
liberalismo inglés de la variante de los Mills que buscaba cuidadosamente
proteger a la sociedad tanto de la tiranía del estilo continental de un solo
hombre como de la tiranía del estilo estadounidense de la mayoría, terminó por
entregar a la sociedad a una serie de tiranías
de las minorías, lo cual no está mejor ejemplificado que con la Ley Europea
de Derechos Humanos que afecta gravemente la fe cristiana y la moral en la
Europa y Gran Bretaña contemporáneas.
B. La tesis de Fukuyama
Ahora examinemos
probablemente la defensa más conocida y mejor articulada del liberalismo que ha
aparecido en los últimos veinticinco años, El
fin de la historia y el último hombre del politologo formado en Harvard,
Francis Fukuyama. En vista de la fama de esta tesis, cualquier perspectiva
anti-modernista y, en particular, cualquier defensa verdaderamente coherente de
nuestra fe ortodoxa cristiana, debe tomar en cuenta lo que dice Fukuyama y refutarlo,
o, al menos, demostrar que sus observaciones y análisis correctos llevan a
conclusiones diferentes a las que él llega. Lo
que hace que la tesis de Fukuyama sea particularmente interesante para los
cristianos ortodoxos es que es posible estar de acuerdo con el 99% de su
detallada argumentación mientras que diferimos fundamentalmente con él en
nuestras conclusiones finales.
El artículo original de
Fukuyama titulado “¿El fin de la historia?” argumentaba, como él lo resumió en
su libro, que: “En él
argüía que la democracia liberal podía constituir ‘el punto final de la
evolución ideológica de la humanidad’, la ‘forma final de gobierno’, y que como
tal marcaría ‘el fin de la historia’. Es decir, que mientras las anteriores
formas de gobierno se caracterizaron por graves defectos e irracionalidades que
condujeron a su posible colapso, la democracia liberal estaba libre de estas contradicciones
internas fundamentales. Con esto no quería decir que las democracias estables
de hoy, como las de Estados Unidos, Francia o Suiza, no contuvieran injusticias
o serios problemas sociales. Pero esos problemas se debían a una aplicación
incompleta de los principios gemelos de la libertad e igualdad, en los que se
funda la democracia moderna, más que a una falla de los principios mismos. Si bien algunos países actuales pueden no
alcanzar una democracia liberal estable, y otros pueden recaer en formas más
primitivas de gobierno, como la teocracia o la dictadura militar, no es posible
mejorar el ideal de la democracia
liberal.”[18]
El artículo original de
Fukuyama apareció en el verano de 1989 y recibió un apoyo rápido y dramático
con el colapso casi después del comunismo en Europa del Este. Es así que, para
1991, el único país importante fuera del Medio Oriente islámico y África que no
se había vuelto al menos nominalmente democrático era la China comunista, y
allí también empezaban a aparecer grietas. No es que Fukuyama predijera este
resultado: como admite honestamente, tan solo unos pocos años antes, ni él ni
la gran mayoría de los politólogos occidentales habrían anticipado la caída del
comunismo en el corto plazo.
Probablemente, los únicos
escritores destacados que predijeron tanto la caída del comunismo como los
conflictos nacionalistas y los regímenes democráticos que le siguieron fueron
cristianos ortodoxos como Gennady Shimanov y Alexander Solzhenitsyn, ninguno de
los cuales era conocido por ser un defensor de la democracia. Esto en sí mismo
debería hacer que tengamos algo de cautela antes de confiar demasiado en los juicios de Fukuyama sobre
el futuro del mundo y el fin de la historia.
Sin embargo, debe admitirse que, en el momento
presente, la Historia parece estar yendo en la dirección que él argumentaba. Otra es la cuestión de si esta dirección es la mejor
posible, o si es posible considerar otros resultados posibles para el proceso
histórico.
1.
Razón,
Deseo y Thymos
¿Por qué, según Fukuyama, la
Historia se dirige hacia la democracia global? A riesgo de simplificar en
exceso un argumento que es extenso y sofisticado, podemos resumir su conclusión
en dos puntos: la lógica del avance
científico y la lógica de la
necesidad humana, especialmente por la necesidad de reconocimiento. Veamos brevemente cada uno de estos aspectos. Primero, la
supervivencia de cualquier Estado moderno, tanto militar como económicamente,
requiere que la ciencia y la tecnología tengan libertad, lo que a su vez exige
la libre difusión de ideas y productos dentro y entre Estados, algo que solo
garantiza el liberalismo político y económico.
“La élite científico-técnica necesaria
para dirigir una economía industrial moderna pedirá a fin de cuentas una mayor
liberalización política, porque la investigación científica sólo puede llevarse
a cabo en una atmósfera de libertad y de intercambio abierto a ideas. Vimos
antes cómo el surgimiento de una amplia élite tecnocrática en la URSS y China
creó una opinión favorable a los mercados y a la liberalización económica,
porque estaban más de acuerdo con los criterios de la racionalidad económica.
Aquí, el argumento se extiende al terreno político y afirma que el progreso
científico depende no sólo de la libertad para la investigación científica,
sino también de una sociedad y un sistema político que sean, en su conjunto,
abiertos al debate libre y a la participación.”[19]
Tampoco se puede detener ni
revertir el avance de la ciencia de manera indefinida. No cambiaria esto
incluso si se da la destrucción de la civilización a través de una catástrofe
nuclear o ecológica, y la necesidad de una evaluación mucho más cuidadosa de
los efectos de la ciencia y la tecnología que provocaría tal catástrofe. Es
inconcebible que los principios del método científico se olviden mientras la
humanidad sobreviva en el planeta, y cualquier Estado que renunciara a la
aplicación de ese método estaría en una desventaja enorme en la lucha por la
supervivencia.
Fukuyama admite que la lógica del
avance científico y el desarrollo tecnológico por sí sola no explica por qué la
mayoría de las personas en países avanzados e industrializados prefieran la
democracia. “Pues si
la meta de un país es el crecimiento económico por encima de cualquier otra
consideración, la opción verdaderamente triunfadora no parece que haya de ser
ni la democracia liberal ni el socialismo de la variante democrática o de la
variante leninista, sino una combinación de economía liberal y de política
autoritaria que algunos buenos observadores han denominado ‘Estado autoritario
burocrático’ y que podemos calificar también como ‘autoritarismo orientado
hacia el mercado’”[20]
Es interesante, que Fukuyama como ejemplo de tal “combinación
triunfadora” mencione “la Rusia de Witte y Stolypin”; en otras palabras; la del
Zar Nicolás II…
Ya que la lógica del avance científico no es suficiente en si para
explicar el por que la mayoría de las personas y los Estados eligen la
democracia, Fukuyama recurre a un segundo argumento más poderoso basado en el
modelo platónico de la naturaleza humana. Según este modelo, hay tres
componentes básicos de la naturaleza humana: la razón, el deseo y la fuerza que
se denotan por la palabra griega casi intraducible de “thymos”[21].
La razón [el Logistikón] es la sierva
del deseo y el thymos; y es este elemento [el del Logistikón] el que nos distingue de los animales y permite que el
thymos y las fuerzas irracionales del deseo se satisfagan en el mundo real. El
deseo incluye las necesidades básicas de alimentos, sueño, refugio y sexo.
Thymos se traduce comúnmente como “ira” o “coraje”, pero Fukuyama lo define a
ese deseo el que “desea el deseo de otros hombres, es decir, ser deseado por
otros o ser reconocido”[22].
Ahora, la mayoría de los teóricos liberales en la tradición anglosajona,
como Hobbes, Locke y los fundadores de la Constitución Americana, se han
centrado en el deseo como la fuerza fundamental en la naturaleza humana, ya que
de su satisfacción depende la supervivencia de la propia raza humana. Han
considerado en el thymos, o la necesidad de reconocimiento, una fuerza ambigua
que más bien debería ser suprimida que expresada; porque es el thymos el que
lleva a tiranías, guerras y todos aquellos conflictos que ponen en peligro “la
vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. La Constitución Americana,
con su sistema de controles y equilibrios, fue diseñada sobre todo para evitar
la aparición de la tiranía, que es la expresión más clara de lo que podríamos
llamar “megalothymia”. De hecho, para muchos, el principal mérito de la
democracia radica en su prevención de la tiranía.
Un punto de vista similar fue el expresado por el escritor anglicano,
C.S. Lewis: “Soy demócrata porque creo en la Caída del Hombre. Creo que la
mayoría de la gente es demócrata por la razón opuesta. Gran parte del
entusiasmo democrático se origina en las ideas de personas como Rousseau, que
creían en la democracia porque consideraban que la humanidad era tan sabia y
buena que todo el mundo merecía participar del gobierno. El peligro de defender
la democracia en base a esos motivos es que no son ciertos. Y siempre que su
debilidad queda expuesta, quienes prefieren la tiranía capitalizan esa
exposición. Encuentro que no son ciertos sin mirar más allá de mí mismo. No
merezco participar del gobierno de un gallinero, mucho menos del de una nación.
Tampoco lo merece la mayor parte de las personas—todos los que creen en la
publicidad, y piensan en muletillas y esparcen rumores. La verdadera razón para
estar a favor de la democracia es justamente lo contrario. La humanidad esta
tan caída que a ninguno se le puede confiar un poder sin límites sobre sus
semejantes.”[23]
Pero este argumento es deficiente tanto en términos lógicos como
históricos. Convengamos que el Hombre está caído. ¿darle a muchos hombres
caídos una participación en el gobierno revertiría esa caída? En la vida moral
y social, dos aspectos negativos no suman un positivo. Las instituciones
democráticas pueden inhibir el surgimiento de la tiranía a corto plazo; pero
también prácticamente
garantizan que los
líderes democráticos puedan se demagogos consumados dispuestos a hacer casi
cualquier cosa para complacer al electorado. El thymos de un hombre puede
frenar la plena expresión del thymos de otro; pero la combinación de muchas
voluntades contradictorias solo puede llevar a un compromiso que muy
difícilmente sea el mejor para la sociedad en su conjunto. De hecho, si la
sabiduría en la política, así como en todo lo demás, proviene de Dios, “es
mucho más natural suponer - como dice Trostnikov - que la iluminación divina
descenderá sobre el alma elegida de un Ungido de Dios, en lugar de sobre un
millón de almas a la vez”[24].
Las Escrituras no dicen vox
populi – vox Dei, sino: “Así está el corazón del rey en la mano del Señor;
a todo lo que quiere lo inclina.” (Proverbios 21.1)
El Escrutopio[25]
de Lewis (una encarnación imaginada del diablo) escribe: “La palabra con que
deben tenerlos agarrados por las narices es democracia.
“El buen trabajo realizado ya por nuestros expertos filólogos en la corrupción
del lenguaje humano hace innecesario advertirles que no se les deberá permitir
nunca dar a esta palabra un significado claro y definible. La verdad es que no
lo harán. Nunca se les ocurrirá pensar que democracia
es en realidad el nombre de un sistema político, incluso de un sistema de
votación, cuya conexión con lo que están intentando venderles es muy remota.
Tampoco se les deberá permitir nunca plantear la pregunta de Aristóteles acerca
de si «el comportamiento democrático» significa el comportamiento que gusta a
los demócratas o el que preserva la democracia, pues si lo hicieran sería
difícil evitar que se les ocurriese pensar que ambas cosas no coinciden
necesariamente
(…) Deben utilizar la palabra puramente como un conjuro, o, si
prefieren, por su poder de venta exclusivamente. Es un nombre que veneran, y
está conectado, por supuesto, con el ideal político de que los hombres debieran
ser tratados de forma igualitaria. Después deberán hacer una sigilosa
transición en sus mentes desde este ideal político a la creencia efectiva de
que todos los hombres son iguales, especialmente aquel del que se están
ocupando. Pueden usar la palabra democracia, pues, para sancionar en su pensamiento
el más vil (y también el menos deleitable) de todos los sentimientos humanos.
(…) El sentimiento al que me refiero es, naturalmente, aquél que induce a un
hombre a decir soy tan bueno como tú. La primera y más evidente ventaja de este
sentimiento es inducirle a entronizar en el centro de su vida una útil, sólida
y clamorosa falsedad.
Este útil fenómeno no es nuevo en modo alguno. Los humanos lo han
conocido desde hace siglos con el nombre de Envidia. Más hasta ahora, lo habían
considerado siempre el más odioso y ridículo de los vicios. Quienes eran
conscientes de sentirla, lo hacían con vergüenza. Quienes no lo eran, la
detestaban en los demás. La deliciosa novedad de la situación actual consiste
en la posibilidad de sancionarla, convertirla en actitud respetable –e incluso
encomiable– merced al uso hipnotizador de la palabra democracia.”[26]
En otro lugar Lewis admite
que “la monarquía es el canal a través
del cual todos los elementos vitales
de la ciudadanía; la lealtad, la consagración de la vida secular, el principio
jerárquico, el esplendor, la ceremonia, la continuidad; aun fluyen para irrigar
el yermo desierto del ars política[27]económica moderna”.[28]
En cualquier caso, ¿realmente ha
sido la democracia una defensa eficaz contra la tiranía? Tomemos el ejemplo de
la primera democracia famosa, Atenas. Atenas había sido gobernada por Solón,
uno de los autócratas más sabios y benevolentes, quién puso de manifiesto su
magnanimidad por sobre la ambición personal al retirarse de manera voluntaria
en el pináculo de su fama. Más tarde, la democracia ateniense estuvo liderada
por un buen gobernante, Pericles. Sin embargo, hacia finales del siglo,
Sócrates, el ciudadano más distinguido del Estado, fue ejecutado; Melos fue
reducida a cenizas y su población cruelmente masacrada; y se perdió una guerra
fútil y desmoralizadora en contra de Esparta.
Las lecciones no fueron pasadas
por alto por los filósofos del siglo siguiente: Platón se apartó de la
democracia en favor del ideal del rey-filósofo; mientras que Aristóteles hizo
la importante distinción entre el “comportamiento democrático”, que es aquel
“que les gusta a las democracias”, y el “comportamiento democrático”, que es el
que “preservara a la democracia”[29];
sin coincidir ambos muy a menudo. El comportamiento que les gusta a las
democracias es el lucro pacífico y la búsqueda del placer. El comportamiento
que preservará una democracia es la guerra y una disciplina estricta, del cual
los derechos del individuo deben subordinarse a la voluntad del líder. Aún más,
para mantener la democracia, los
derechos individuales no solo deben de subordinarse, sino destruirse, y a veces
en una amplia escala. Como Sheakespeare lo
señala en el Julio Cesar (II,1):
Ligario: ¿Qué debe
hacerse?
Bruto: Obra que han
de sanar muchos enfermos.
Ligario: ¿Y en que
hemos de enfermar a algunos sanos?[30]
Es por esto que es impactante el
que los más grandes tiranos de la era moderna han emergido desde el trasfondo
de violentas revoluciones democráticas: Cromwell; de la revolución inglesa,
Napoleón; de la Revolución Francesa, Lenin; de la Revolución rusa. ¿Y no fue
Hitler elegido por la democracia alemana? Además que, las democracias han
estado muy dispuestas a arrojar a pueblos enteros a los leones de la tiranía
por ganancias efímeras. Pensamos en los Acuerdos de Helsinki de 1975, mediante
los cuales Occidente legitimó la conquista soviética de Europa del Este; o la
expulsión de Taiwán de las Naciones Unidas a instancias de la China comunista.
Es por esto que el thymos es un
aspecto de la naturaleza humana que la tradición anglosajona liberal ha tenido
dificultad en adaptar. Los liberales aprueban el uso del thymos para derrocar
tiranías, pero carecen de ideas sobre cómo domarlo dentro de una democracia
existente. Reconociendo esta debilidad en el modelo anglosajón, Fukuyama se
dirige a considerar la tradición idealista alemana, representada por el
filósofo Friedrich Hegel, quien atribuía un valor mucho más positivo al thymos.
Hegel coincidía con los
anglosajones en que la democracia era la forma más elevada de gobierno y, por
lo tanto, que el triunfo de la democracia, que consideraba haberse dado con la
victoria inexplicable del tirano de Napoleón en Jena en 1806, era “el Fin de la
Historia”. Sin embargo, en la visión de Hegel, la democracia no era la mejor
simplemente porque lograba el objetivo de la autoconservación mejor que
cualquier otro sistema, sino también, y principalmente,
porque expresaba el thymos en forma de “isothymia”; es decir, permitía que cada
ciudadano expresara su thymos en igual medida. Mientras que en las sociedades
pre-democráticas que una persona satisficiera su thymos llevaba a que el thymos
de los demás se frustrara, dividiendo así a toda la sociedad en uno o unos
pocos amos y muchos esclavos, como resultado de las revoluciones democráticas
del siglo XVIII, los esclavos derrocaron a sus amos y lograron un
reconocimiento igualitario a los ojos de los demás. Siendo así que, mediante la obtención de derechos humanos
universales, todos, de hecho, se
convirtieron en amos.
La filosofía de Hegel era un
desafío explícito a la postura cristiana sobre la esclavitud y la libertad
política.
Con respecto a la esclavitud, los
cristianos la consideraban como un mal secundario que podía tornarse como un
bien si se la aplicaba para un fin espiritual. “Porque el que en el Señor fue
llamado siendo esclavo, liberto es del Señor; asimismo el que fue llamado
siendo libre, esclavo es de Cristo.” (I Corintios 7.22; Onésimo), de esta
manera, siendo “como
libres, pero no como los que tienen la libertad como pretexto para hacer lo
malo, sino como siervos de Dios.” (I Pedro 2.16). San Agustín,
desarrollando esta enseñanza, afirmo que si los esclavos: “no pueden
emanciparse de sus dueños, convertirán su esclavitud en una, por así decir,
libertad, sirviendo con afectuosa fidelidad, en lugar de servir bajo un temor
hipócrita, hasta que pase la injusticia y se aniquile toda soberanía y todo
humano poder, y Dios lo sea todo para todos.”[31]
Esta doctrina ofendía el orgullo
de Hegel, su thymos. Es por esto que, sin argumentar detalladamente en su
contra, la rechazó como indigna de la dignidad del hombre. También rechazó, por
razones similares, al liberalismo anglosajón, en cuanto a que consideraba que
el colocar la auto-preservación como el objetivo principal de la vida y la
sociedad era ineficaz y degradante.
Hegel podría haber estado de
acuerdo con las palabras de Shakespeare en Hamlet,
IV, 4:
¿Qué es un hombre
Si el principal bien y beneficio de su tiempo
Es sólo comer y dormir? Una bestia, nada más[32] [33]
La esencia y gloria del hombre
consiste en su amor a la gloria y el honor:
Verdaderamente ser grande
No consiste en agitarse por un gran motivo,
Sino más bien en hallar pelea con grandeza
por una pequeñez
Cuando el honor está en riesgo.[34]
Porque la grandeza del hombre
radica en el trascender su instinto
de auto-preservación, en su capacidad por autosacrificarse. Y esta es una
manifestación del thymos.
Fukuyama desarrolla la crítica hegeliana al
liberalismo anglosajón de la siguiente forma: “es precisamente la primacía moral dada a la
conservación de la vida o a una cómoda conservación, de acuerdo con el
pensamiento de Hobbes y Locke, lo que nos deja insatisfechos. Más allá de
establecer las reglas para la mutua autoconservación, las sociedades liberales
no intentan definir ninguna meta positiva para sus ciudadanos ni fomentar
ningún modo de vida particular como superior o deseable por encima de otro. Cualquier
contenido positivo que la vida pueda tener ha de llenarse por el individuo
mismo. Este contenido positivo puede ser alto, de servicio público y
generosidad privada, o bajo, de egoísta placer propio y malevolencia personal.
El Estado como tal es indiferente. El gobierno está obligado a tolerar los
distintos ‘estilos de vida’, excepto cuando el ejercicio de un derecho
colisiona con el de otro. En ausencia de metas positivas, ‘elevadas’, lo que
habitualmente llena el vacío, en el corazón del liberalismo de Locke, es la
búsqueda sin fin de la riqueza, liberada ahora de la tradicional limitación de
la escases y la necesidad.
Las limitaciones de la concepción
liberal del hombre se vuelven más evidentes si consideramos el producto más
típico de la sociedad liberal, un nuevo tipo de individuo que con el tiempo ha
sido llamado peyorativamente burgués:
el ser humano consumado por su propia inmediata autoconservación y su bienestar
material, interesado por la comunidad que lo rodea sólo en la medida en que
fomenta su bien personal o es un medio para contribuir a él. El hombre de Locke
no ha de ser patriótico, tener espíritu cívico o preocuparse por el bienestar
de quienes lo rodean; como Kant sugirió, una
sociedad liberal podría componerse de diablos, con tal de que fueran
racionales. [cursiva de Vladimir Moss]. No estaba claro por qué los
ciudadanos de un estado liberal, especialmente en su variante hobbesiana,
deberían hacer el servicio militar y arriesgar la vida por su país en una
guerra. Si el derecho natural fundamental era el de la autoconservación del
individuo, ¿con qué motivo podía llegar a ser racional morir por la patria más
bien que tratar de huir con la familia y el dinero? Incluso en tiempos de paz,
el liberalismo hobbesiano o lockeano no daba ningún motivo para que los mejores
hombres de la sociedad escogieran el servicio público con preferencia a una
vida privada consagrada a hacer dinero. En realidad, no estaba claro por qué el
hombre lockeano debería mostrarse activo en la vida de su comunidad, ser
generoso con los pobres o siquiera hacer sacrificios para criar una familia.
Más allá de la cuestión práctica
de si se puede crear una sociedad viable en donde falte todo espíritu público,
hay otra todavía más importante: la de si no hay algo profundamente
despreciable en un hombre que no puede elevar la vista por encima de su estrecho
interés propio y sus necesidades físicas. El señor aristócrata de Hegel, que
arriesga la vida en un combate por el prestigio, es sólo el ejemplo más extremo
del impulso humano de trascender la necesidad meramente natural o física. ¿No
es posible que la lucha por el reconocimiento refleje una aspiración a la
trascendencia de sí mismo, que yace en las raíces no sólo de la violencia del
estado de naturaleza o de la esclavitud, sino también de las nobles pasiones
del patriotismo, el valor, la generosidad y el espíritu público? ¿No es el
reconocimiento algo relacionado con el aspecto moral de la naturaleza del
hombre, la parte del hombre que encuentra satisfacción en sacrificar las
estrechas preocupaciones del cuerpo para alcanzar un objetivo o unos objetivos
que están más allá del cuerpo? Al no rechazar la perspectiva del señor en favor
de la del esclavo, al identificar la lucha del señor por el reconocimiento con
algo en el meollo de lo que es humano, Hegel quiere honrar y conservar cierta
dimensión moral de la vida humana que falta por completo en la sociedad
concebida por Hobbes y Locke. Hegel, en otras palabras, ve al hombre como un
agente moral cuya dignidad especifica está relacionada con su libertad interior
respecto a los factores determinantes físicos o naturales. Esta dimensión moral
y la lucha para que se la reconozca es el motor que mueve el proceso dialectico
de la historia.”[35]
Ahora bien, para el oído cristiano
hay una contradicción interna en esta crítica. Aunque concordamos con que hay
algo profundamente repelente en la búsqueda egoísta del liberal burgués de una
cómoda auto-conservación, no podemos concordar en que la lucha por el
reconocimiento no es algo muy diferente, y aún más peligrosa, forma de egoísmo.
¿Qué hay de trascendente en la pura afirmación del yo? El patriotismo, el valor
y la generosidad son sin duda pasiones nobles, pero si las atribuimos a la
simple necesidad de reconocimiento, ¿no estamos reduciendo los actos de
abnegación a formas disfrazadas de egoísmo?
Y así, si el liberalismo
anglosajón complace la pasión innoble de la lujuria, ¿no se somete el
liberalismo hegeliano a la pasión satánica del orgullo?
Se deduce del análisis de Fukuyama
que la condición esencial para la creación de una sociedad perfecta o casi
perfecta es la satisfacción racional tanto del deseo como del thymos. Sin
embargo, la satisfacción del thymos es la más problemática de las dos condiciones.
Mientras que puede confiarse al avance de la ciencia y al libre mercado la
generación de los bienes que el deseo - incluso el deseo altamente elástico y
constantemente cambiante del consumidor moderno - requiere en cantidades
suficientes para todos, es un problema muy complicado satisfacer el thymos de
todos sin permitir que ningún grupo o individuo de riendas sueltas a la megalothymia.
Sin embargo, la democracia ha
tenido éxito al remplazar a la megalothymia por dos cosas: “La primera es un
florecimiento de la parte deseante de alma que se manifiesta en una empecinada economización de la vida. Esto se
extiende desde las cosas más altas a las más bajas, de los Estados europeos que
no buscan grandeza e imperio, sino una Comunidad Europea más integrada para
1992, hasta el diplomado universitario que realiza un análisis interior de costos
y beneficios de las opciones de la carrera que se le ofrecen. La segunda cosa
que ocupa el lugar de la megalothymia es una isothymia, que se esparce por
todas partes, es decir, el deseo de ser reconocido como igual de los demás.”[36]
En otras palabras, la democracia
se apoya sobre dos pilares, la codicia y el orgullo: la manipulación racional
(es decir, científica) de la codicia desarrollada sin límites (cuanto más ricos sean los ricos, menos pobres serán,
eventualmente, los pobres; el llamado efecto ‘de derrame’), y el orgullo
desarrollado dentro de ciertos límites (el límite, es decir, establecido por el
orgullo de otras personas). Ya que ahora no hay formas de constatar nuestra naturaleza humana
caída excepto las leyes – leyes
promulgadas por humanos de naturaleza caída – y el aparato estatal encargado de
hacer cumplir la ley. Podría asemejarse esto con la inequidad, como señaló Solzhenitsyn en la década de 1970 al
comparar a Occidente con la Unión Soviética; pero en si esto es que, dentro de
los límites de las leyes, se permite el mayor grado de inmoralidad.
¡Realmente una casa construida
sobre la arena!
2.
Democracia
y Nacionalismo
Ahora hay dos fenómenos
“thymoticos” que deberían ser controlados y neutralizados si se pretende lograr
el ideal democrático de una ciudadanía satisfecha e isotimica: la religión y el
nacionalismo.
El nacionalismo es una amenaza ya
que implica que todos los hombres no son iguales, lo que a su vez trae
aparejado que es correcto y justo que un grupo de hombres domine a otro. Como
Fukuyama admite: “La
democracia no es tampoco especialmente apropiada para resolver las disputas
entre diferentes grupos étnicos o nacionales. La cuestión de la soberanía
nacional es inherentemente una en la cual no caben compromisos, pues la
soberanía pertenece a uno u otro pueblo – armenios o azeríes, lituanos o rusos
– y cuando diferentes grupos entran en conflicto, raramente hay una manera de
dividir la diferencia por medio de compromisos pacíficos y democráticos, como
lo hay en las disputas económicas. La Unión Soviética no puede convertirse en
democrática y al mismo tiempo permanecer unitaria, pues la democracia puede
establecerse allí solo sobre la base de que el país se divida en partes o
entidades menores, ya que no hubo consenso entre las nacionalidades de la Unión
Soviética acerca de compartir una ciudadanía e identidad comunes. La democracia
americana ha salido sorprendentemente airosa al tratar con su diversidad
étnica, pero esta diversidad ha sido contenida dentro de ciertos límites;
ninguno de los grupos étnicos constituye una comunidad histórica que vive en su
territorio tradicional, habla su propia lengua y posee una memoria de su pasada
nacionalidad y soberanía”[37]
Ya que la democracia no puede dar expresión al nacionalismo sin
contradecir sus propios principios igualitarios, tiene que socavarlo – no por
la fuerza, por supuesto, sino de la manera democrática, es decir, mediante la
persuasión y los estímulos materiales. Aun así, la persuasión raramente
funciona cuando las pasiones
irrumpen de manera
intensa y profunda, llegando al caso de que al final se soborne a las naciones en disputa para
mantener la paz. Hasta cierto punto, esto funciona, pero la experiencia muestra que incluso los países
económicamente avanzados cuyo deseo está cerca de ser satisfecho no pueden
controlar la erupción de pasiones nacionalistas tymoticas. Por esto es que: “El desarrollo
económico no ha debilitado el sentimiento de identidad nacional entre los
francocanadienses de Quebec, y en realidad su temor a verse homogeneizados en
la cultura anglosajona dominante ha acentuado su deseo de mantener su
diferencia. Decir que la democracia es más funcional para sociedades ‘nacidas
iguales’, como la de Estados Unidos, es una petición de principio acerca de
cómo una nación llega a ese punto. La democracia, pues, no se convierte
necesariamente en más funcional al hacerse las sociedades más complejas y
diversas. De hecho, falla precisamente cuando la diversidad de una sociedad
pasa de cierto límite”[38]
A pesar de este hecho, los
ideólogos de la democracia continúan creyendo que el nacionalismo es una
amenaza que solo puede contenerse construyendo estados supra-nacionales cada
vez más grandes. Así, la Comunidad Europea se fundó en 1956 bajo la premisa de
que, además de las recompensas económicas que se obtendrían de la Unión, ésta
evitaría la reaparición de la guerra entre los Estados europeos en general y
Francia y Alemania en particular. Por supuesto, la sangrienta desintegración de
Estados supranacionales como la Unión Soviética y Yugoslavia no abona a favor
de este argumento. Pero los demócratas replican declarando que no es el
supranacionalismo como tal el culpable de estas rupturas, sino el sistema
comunista, que suprimió las aspiraciones tymoticas de sus ciudadanos y alimentó
así el nacionalismo en lugar de sublimarlo.
Entonces, ¿resuelve el modelo
democrático de supranacionalismo que representa la Unión Europea el problema
del nacionalismo? La evidencia parece apuntar en la dirección contraria. Así, a
medida que se acercaba el momento de la entrega irreversible de las soberanías
nacionales, es decir, la unión monetaria, la resistencia se fortalecía en
varios países, como se evidenciaba, de acuerdo a las encuestas
nacionales, por las mayorías que se oponían a la misma.
Y a medida que esta resistencia se endurecía, la persuasión de los eurocratas
se transformaba en el áspero lenguaje de la coerción amenazante. Así, el Primer
Ministro francés propuso que aquellos países que decidieran no unirse a la
unión monetaria (tenía en mente especialmente a Gran Bretaña, el Estado miembro
más escéptico de la Unión) deberían estar sujetos a sanciones económicas. Y la
Canciller alemana afirmó (una vez más, sus comentarios estaban dirigidos
especialmente a Gran Bretaña) que el resultado de no unirse en Europa
significaría guerra. ¡Esto a pesar de
que no había habido guerra ni amenaza de guerra en Europa Occidental en los
últimos cincuenta años!
¡Tanto por la unión ‘voluntaria’
de los Estados en el espíritu de la hermandad y la democracia! Si no renuncias
a tu soberanía; ¡Te aplastaremos! Este es el lenguaje de odio nacionalista bajo
el disfraz supra-nacional, y señala la paradoja central o la contradicción
interna en la democracia.
La contradicción consiste en que,
mientras la democracia se enorgullece de su espíritu de paz y fraternidad entre
individuos y naciones, el camino hacia la
democracia, tanto dentro de las naciones como entre ellas, implica en realidad
una destrucción sin parangón de la vida personal y nacional. Porque mucho se ha
dicho, y con verdad se ha dicho, sobre el poder destructivo del nacionalismo;
pero mucho menos sobre cómo protege a las naciones, las culturas y a las
personas de la destrucción (como, por
ejemplo, protegió a las naciones ortodoxas de Europa del Este de la destrucción
bajo el yugo turco). Nuevamente, se ha hablado mucho, y dicho con verdad, sobre
cómo la democracia crea una cultura de paz que evito la irrupción de guerras
importantes entre Estados democráticos; mucho menos sobre cómo la democracia ha
debilitado drásticamente los vínculos que se crean por las sociedades de índole
distinta a las del Estado, desde los grupos étnicos e iglesias, hasta
clubes de trabajadores y uniones de madres, resultando
que, privado de identidades comunitarias, el hombre atomizado y democrático se
encuentra en sí mismo en un estado de guerra no declarada contra, o en todo
caso de alienación de, su vecino.
Esto puede explicar por qué, justo en el
momento en que las democracias parecen haber madurado y resuelto todas las
grandes contradicciones y desigualdades internas, aparecen nuevos
nacionalismos: como el vasco, el escocés y el italiano del norte, por ejemplo,
en la moderna Unión Europea. Porque los hombres deben sentir que pertenecen a una comunidad, y no sólo a
una determinada comunidad con un amorfismo semejante al de la “Unión Europea”, y menos
aún al de la “Comunidad Internacional”. Pero crear una comunidad significa
crear subdivisiones, no subdivisiones
hostiles, no subdivisiones impermeables, mas, al fin y al cabo,
subdivisiones que
indiquen quién está dentro, y quién está fuera, de la comunidad, criterios de
pertenencia que no todos podrán cumplir. La resistencia del nacionalismo, tanto
en su vertiente positiva como negativa, es un signo de la perenne necesidad de
comunidad, una necesidad que la democracia ha fracasado abismalmente en
satisfacer.
Sin embargo, aunque Fukuyama
acepta plenamente la existencia y la gravedad de esta carencia en la sociedad
democrática, todavía parecería pensar que las fuentes más importantes y
poderosas de la vida comunitaria, la religión y el nacionalismo, ya no existen
o están en proceso de desaparecer.
Es así que, en una afirmación
inusualmente audaz y sin reservas, declara que “En contra de quienes entonces
creían que la religión era un rasgo necesario y permanente del paisaje
político, el liberalismo venció a la
religión en Europa”[39]
(cursiva de Fukuyama)
En cuanto al nacionalismo,
reconoce que es probable que continúe e incluso aumente en algunas regiones
durante algún tiempo más. Pero al final, también está destinado a 'desvanecerse’.
De esta manera, considera que el surgimiento del nacionalismo en la Alemania
altamente culta, democrática y económicamente avanzada de las décadas de 1920 y
1930 fue “el producto de circunstancias históricamente únicas”.
“Estas condiciones no solo están
latentes en la mayoría de los países desarrollados, sino que sería muy difícil
(aunque no imposible) que se repitieran en otras sociedades en el futuro.
Muchas de esas circunstancias, como la derrota en una guerra larga y brutal y
la crisis económica, son bien conocidas y potencialmente repetibles en otros
países. Pero otras tienen que ver con las tradiciones intelectuales y
culturales especiales de Alemania en aquel tiempo, su antimaterialismo y su
insistencia en la lucha y el sacrificio, que hacía el país muy distinto a las
liberales Francia e Inglaterra. Estas tradiciones, que no eran en modo alguno
‘modernas’, se pusieron a prueba en las desgarradoras agitaciones sociales
causadas por la industrialización intensiva de la Alemania imperial, antes y
después de la guerra franco-prusiana. Es posible entender el nazismo como una
variante, aunque extrema, de la ‘enfermedad de la transición’, un producto
derivado del proceso de modernización que no era en absoluto un componente necesario
de la propia modernidad. Nada de esto implica que un fenómeno como el nazismo
sea imposible ahora porque hayamos avanzado socialmente más allá de esa etapa.
Sugiere, sin embargo, que el fascismo es una condición patológica y extrema,
por la cual no se puede juzgar a la modernidad en su conjunto”[40]
Más allá de lo patológico y extremo que pueda ser el nazismo, no
puede descartársele simplemente como una verruga desagradable pero fácilmente
extirpable en el cuerpo espléndidamente tonificado de la Modernidad. Hitler fue
elegido de manera democrática, y el nazismo fue el producto de una de las
contradicciones internas fundamentales de la democracia: a pesar de prometer
fraternidad, atomiza, aliena y de muchas otras maneras pulveriza a los
“hermanos”, haciéndoles sentir que la vida es una jungla en la que cada hombre
está esencialmente solo. El sovietismo también fue un producto de la democracia
y una manifestación de otra de sus contradicciones internas, la existente entre
la libertad y la igualdad. Estas “desviaciones” hacia la derecha e izquierda no
señalan la rectitud de un supuesto “camino real”[41] entre medio. Más bien, son
síntomas, señales de advertencia que apuntan a la naturaleza patológica inherente
del ideal que ambos profesaban y al cual ambos debían su existencia.
La Unión Europea se atribuye como
una de sus justificaciones principales la de evitar esas guerras nacionalistas,
especialmente entre Francia y Alemania, que tanto han desfigurado la historia
de la región. Pero a pesar de que Francia y Alemania sean ahora amigos, la
mayoría de los viejos nacionalismos no dan señales de morir. Además, la crisis
de la eurozona ha
reanimado la antipatía tradicional hacia el Estado más poderoso de ella,
Alemania. Ya que las exhortaciones en la piedad son ineficaces ante la fe del
fervor nacionalista, así también como las admoniciones en pos de la castidad,
lo son frente a la lujuria despertada. En ambos casos se requiere gracia para dar poder a la palabra.
El problema es que cuando la
gracia, la que mantiene en equilibrio las aparentes oposiciones está ausente,
es muy fácil para una nación, al igual que para una persona individual, oscilar
de un extremo a otro, como muestra la historia del siglo XX, caracterizada por
los vaivenes desde el fascismo nacionalista hasta el comunismo
internacionalista.
A finales del siglo XIX,
Konstantin Leontiev vio que el nacionalismo de los Estados de Europa podría
conducir a una no menos peligrosa abolición internacionalista de los Estados”.
Una agrupación estatal según tribus y
naciones no es... otra cosa que la preparación - sorprendente por su fuerza
y vivacidad - para la transición a un estado Cosmopolita, primero paneuropeo, y
luego, quizás, ¡también mundial! Esto es terrible. Pero aún más terrible, en mi
opinión, es el hecho de que hasta ahora en Rusia nadie lo haya visto o quiera
entenderlo...”[42]
“Una agrupación de Estados según nacionalidades puras llevara al hombre europeo
muy rápidamente hacia el dominio del internacionalismo.”[43]
3.
Religión
y Democracia
La segunda amenaza para la
democracia, según Fukuyama, es la religión. La religión es una amenaza porque
postula la existencia de verdades y valores absolutos que entran en conflicto
con la mentira democrática de que no importa lo que uno crea ya que las
creencias de un hombre son tan buenas y válidas como las de cualquier otro. Por
eso, como señaló el eslavófilo ruso Alexei Khomyakov, la religión siempre
declina en las democracias.
Fukuyama escribe: “Al igual que el
nacionalismo, no hay un conflicto inherente entre la religión y la democracia
liberal, excepto en el punto en que la
religión deja de ser tolerante o igualitaria”[44]. No sorprende, por lo
tanto, que el florecimiento de la democracia liberal haya coincidido con el
florecimiento en la religión del movimiento ecuménico, y que Inglaterra, la
cuna de la democracia liberal, también haya proporcionado, en imagen de la Iglesia
Anglicana, el modelo y el motor para la creación del Consejo Mundial de
Iglesias. Pues el ecumenismo es, en esencia, la aplicación de los principios de
la democracia liberal a las creencias religiosas.
Paradójicamente, Fukuyama,
siguiendo a Hegel, reconoce que la idea del valor moral único de cada ser
humano, que está en la raíz de la idea de los derechos humanos, es de origen
cristiano. Porque, según la visión cristiana: “Las personas, que son
manifiestamente desiguales en términos de belleza, talento, inteligencia o
habilitad, son iguales, con todo, a la medida en que son agentes morales. El
huérfano sin hogar y más retrasado puede tener un alma más hermosa a los ojos
de Dios que el pianista de más talento o el físico más brillante.
La aportación del cristianismo al
proceso histórico consistió, pues, en ofrecer al esclavo la visión de libertad
humana y en definir para él en qué sentido podía entenderse que todos los
hombres poseen dignidad. El Dios cristiano reconoce
universalmente a todos los seres humanos, reconoce su valía y su dignidad. El
reino de los cielos, en otras palabras, ofrece la perspectiva de un mundo en el
cual se satisfará la isothymia de
cada hombre, pero no la megalothymia
de los vanagloriosos”[45]
Dejando de lado por el momento la cuestión de si esta es una correcta
interpretación de la concepción cristiana de la libertad y la igualdad, podemos
observar que, por muy útil que haya sido esta idea para hacer que el esclavo
adquiera un sentido de su propia dignidad, tiene que ser rechazada por el
demócrata porque, en realidad, le reconcilia con sus cadenas en lugar de
incitarle a deshacerse de ellas. Porque el cristianismo, como cree Hegel - y,
al parecer, también Fukuyama - , es en última instancia una ideología de
esclavos, sea cual sea su utilidad como peldaño hacia la última ideología, la
ideología de los hombres verdaderamente libres, la Democracia. Para que los
esclavos lleguen a ser realmente libres, no deben inhibirse por las ideas de la
voluntad de Dios (que, por definición, tiene más autoridad que “la voluntad del
pueblo”) y del Reino de los Cielos (que, por definición, no puede ser el reino
de este mundo). Las virtudes cristianas de la paciencia y la humildad también
deben desaparecer, y por la misma razón. Porque la revolución necesita hombres
orgullosos, codiciosos e impacientes, no ermitaños ascetas, aunque después de
la revolución tengan que limitar su orgullo
e impaciencia, si no su codicia, en
aras de la estabilidad de la democracia.
Pero este último punto lleva a
Fukuyama admita algo aún más importante: que la religión es útil, quizá incluso
necesaria, para la sociedad democrática incluso después de la revolución. Porque “el surgimiento y durabilidad de
una sociedad que encarna el reconocimiento racional parece requerir la supervivencia de ciertas formas de reconocimiento
irracional”.[46]
Un ejemplo de esta supervivencia
es la “ética protestante del trabajo”, que consiste en reconocer que el trabajo
tiene un valor en sí mismo, independientemente de su recompensa material.
Un problema para los demócratas es
que las pasiones tymoticas que fueron necesarias para derrocar a los amos
aristocráticos y crear la sociedad democrática tienden a desvanecerse luego de
haber obtenido la victoria, ya que aún hay que consolidar y defender los frutos de la misma.
Es una paradoja profunda e importante que los hombres sean mucho más proclives
a dar su vida por monarcas hereditarios no elegidos que por presidentes o
primeros ministros elegidos, aun considerando a estos últimos más “legítimos” que
a los primeros. La razón de esto es que los monarcas hereditarios tienen
asociadas emociones religiosas y patrióticas muy fuertes que no están asociadas
a los líderes democráticos precisamente porque, consciente o inconscientemente,
se percibe que son reyes no por la voluntad del pueblo, sino por la voluntad de
Dios, Cuya voluntad el pueblo reconoce como más sagrada que su propia voluntad.
Fukuyama se enfrenta con valentía
a este problema en última instancia irresoluto: “El Estado liberal que se deriva de la tradición de
Hobbes y Locke se libra a una prolongada lucha por su pueblo, al tratar de
homogeneizar sus varias culturas tradicionales y enseñarle en su lugar a
calcular su interés propio a largo plazo. En vez de una comunidad moral
orgánica, con su lenguaje ‘del bien y del mal’, hay que aprender una nueva
serie de valores democráticos: a ser ‘participante’, ‘racional’, ‘secular’,
‘móvil’, ‘empático’ y ‘tolerante’. Estos nuevos valores democráticos no eran,
inicialmente, tales valores en el sentido de definir la virtud humana suprema o
el bien. Se concibieron como una función simplemente instrumental, como hábitos
que debían adquirirse si se quería vivir con tranquilidad en una sociedad
liberal pacífica y próspera. Fue por esta razón que Nietzsche llamó al Estado
‘el más frío de los monstruos fríos’ que destruía los pueblos y sus culturas
‘colgando mil apetitos’ frente a ello.
Para que la democracia funcione, sin embargo, los ciudadanos de los
Estados democráticos han de olvidar las raíces instrumentales de sus valores y
sentir cierto orgullo ‘thymótico’ por su sistema político y su modo de vida. O
sea, han de amar la democracia no porque sea necesariamente mejor que sus
alternativas, sino porque es suya.
Además, han de dejar de ver el valor de la ‘tolerancia’ como simple medio para
alcanzar un fin y considerarlo como la virtud definidora para una democracia
liberal. El desarrollo de este tipo de orgullo por la democracia, o la
asimilación de los valores democráticos en el sentido del propio yo del
ciudadano es lo que se quiere indicar cuando se habla de una ‘cultura
democrática’ o una ‘cultura cívica’. Esta cultura es crucial para la
estabilidad y buena salud a largo plazo de las democracias, puesto que ninguna
sociedad de mundo real puede sobrevivir mucho tiempo basándose solamente en el
cálculo racional y en el deseo.”[47]
Es cierto, pero ¿es racional creer que
decir que pueblo “debe llegar a amar la democracia no porque sea necesariamente
mejor que las alternativas, sino porque es la suya” va a motivarlo más que las ideas de la Yihad Islámica o “La Unión Mística
de la raza aria”? ¿Acaso amar una ideología sólo porque es mi ideología no es el colmo de la irracionalidad? ¿Acaso una
ideología -cualquier ideología- que apele a un Ser superior a sí misma no va a
tener mayor atractivo emocional que semejante narcisismo infantil? Además,
cuanto más “pura” es una democracia, más se agrava el problema de inyectarle
calor al “más frío de todos los monstruos fríos”. En efecto, ¿qué “cultura
democrática” o “cívica” puede sustituir, incluso desde un punto de vista
puramente psicológico, a una religión de pura cepa, a la creencia en verdades
absolutas y en valores que no sean meras proyecciones de nuestros deseos?
Fukuyama analiza en detalle cómo
la sociedad democrática permite a sus ciudadanos megalothymicos ‘desahogarse’
inofensivamente - es decir, desahogar el exceso de thymos - a través de
actividades como el espíritu empresarial, el deporte de competición, los logros
intelectuales y artísticos, las cruzadas ecológicas y el voluntariado en
sociedades no democráticas[48].
Tiene mucho menos que decir sobre cómo generar thymos en relación con los
valores y símbolos centrales de la sociedad democrática cuando ésta se está
volviendo - en este sentido, al menos - claramente anémica y ‘microthymica’.
¿Por qué, por ejemplo, ir a la guerra para que el mundo sea seguro para la
democracia? ¿Para defender el bien de la “tolerancia” contra el mal de la “intolerancia”?
Pero, ¿por qué mi “enemigo” no puede ser intolerante si quiere? ¿Acaso la
propia tolerancia no declara que los valores de un hombre son tan buenos como
los de cualquier otro? ¿Por qué debería matarlo sólo porque, por un accidente
de nacimiento, no ha alcanzado mi nivel de conciencia ecuménica y sigue sumido
en el fanatismo de la era pre-milenial, no democrática?
El hecho es que mientras la
democracia hace la guerra a la religión “fanática”, “intolerante” y
“desigualitaria”, desesperadamente ella misma necesita alguna religión de ese
tipo.
4. Las
Dialéctica de la democracia
En la última sección de su libro,
titulada “El Último Hombre”, Fukuyama examina dos amenazas para la
supervivencia de la democracia, una desde la izquierda del espectro político y
otra desde la derecha.
Desde la izquierda surge el
desafío constituido por la demanda interminable de igualdad basada en una lista
cada vez mayor de supuestas desigualdades. “En los campos universitarios de la América
contemporánea, nuevas formas de desigualdad como el racismo, el sexismo y la
homofobia han desplazado la tradicional cuestión de clases de la Izquierda. Una
vez queda establecido el principio de reconocimiento igual de la dignidad de
cada persona – la satisfacción de su isothymia–,
no hay garantía de que la gente continúe aceptando la existencia de formas
naturales o residuales de desigualdad. El hecho de que la naturaleza distribuya
desigualmente las capacidades no es particularmente justo. El hecho de que la
generación actual acepte este tipo de desigualdad como natural o necesario no
significa que se acepte como tal en el futuro. Un movimiento político puede
revivir un día el plan aristofanesco de La
asamblea de las mujeres para obligar a los muchachos guapos a casarse con
mujeres feas, y viceversa.[49] O
bien el futuro puede producir nuevas tecnologías para dominar esta injusticia
de la naturaleza y redistribuir de un modo más ‘equitativo’ las cosas buenas de
la naturaleza, como la belleza o la inteligencia (…)
La pasión por un reconocimiento
igual – isothymia – no disminuye
necesariamente al lograrse una mayor igualdad y una mayor abundancia material de facto, sino que puede estimulada por
ello. (…)
Hoy, en la América democrática hay
multitud de personas que dedican su vida a la eliminación total y completa de
cualquier vestigio de desigualdad, a que ninguna chiquilla tenga que pagar más
para que le corten los rizos de lo que paga un muchacho, que ningún grupo de boy-scouts esté cerrado a los
homosexuales, que no se construya ningún edificio sin una rampa en la entrada
principal para las sillas de ruedas. Estas pasiones existen en la sociedad
americana a causa, y no a despecho, de lo exiguo de las desigualdades reales
que todavía quedan.”[50]
La proliferación de nuevos “derechos”, muchos de ellos “ambiguos en su
contenido social y contradictorios entre sí”, amenaza con disolver toda la
sociedad en un mar hirviente de resentimiento. La jerarquía casi ha
desaparecido. Cualquiera puede ahora negarse a obedecer o llevar a los
tribunales a cualquier otro, incluso los hijos a sus padres. Los nacionalismos
amargos resurgen incluso en “el crisol de razas”, ya que los
afroamericanos vuelven a sus raíces para afirmar su diferencia con la raza
dominante. Se desecha al concepto mismo de grado de excelencia como algo
totalmente independiente de la raza o el sexo, cuando, por ejemplo, se rechaza
la pretensión de exaltar a Shakespeare dentro
de la literatura por considerar que tuvo la injusta ventaja de ser “blanco,
hombre y anglosajón”.
Fukuyama señala con razón que la
doctrina de los derechos surge directamente de una comprensión sobre la esencia
del hombre. Pero las revoluciones igualitaria y científica socavan el concepto
cristiano del hombre que los fundadores del liberalismo, tanto anglosajones
como alemanes, daban por sentado, negando que exista alguna diferencia esencial
entre el hombre y la naturaleza ya que “el hombre es simplemente una forma más
organizada y racional de babosa”. De ello se deduce que los derechos humanos
esenciales deberían concederse también a los animales superiores, como los
monos y los delfines, que pueden sufrir dolor como nosotros y que supuestamente
no son menos inteligentes.[51]
Pero el argumento no se detiene
ahí. ¿Cómo distinguir entre animales superiores e inferiores? ¿Quién puede
determinar qué es lo que sufre en la naturaleza y en qué grado? De hecho, ¿por
qué la capacidad de experimentar dolor, o la posesión de una inteligencia
superior, debería convertirse en un título de valor superior?[52] En
definitiva, ¿por qué el hombre posee más dignidad que cualquier otro elemento
del mundo natural, desde la roca más humilde hasta la
estrella más lejana? ¿Por qué los insectos, las bacterias, los parásitos
intestinales y los virus del VIH no deberían tener derechos iguales a los de
los seres humanos?”[53]
La paradoja es que esta nueva
comprensión de la vida, humana y subhumana, es de hecho muy similar a la del
hinduismo[54], que
se desarrolló, en forma del sistema de castas indio,
¡probablemente la sociedad más obstinadamente desigual de la historia!
Fukuyama concluye su examen sobre
la amenaza desde
la Izquierda: “La extensión
del principio de igualdad para aplicar no sólo a los seres humanos, sino
también a toda la creación no humana, puede parecernos extravagante, pero está
implícita en nuestro modo de pensar la pregunta: ¿Qué es el hombre? Si creemos
realmente que no es capaz de elección moral o de empleo autónomo de la razón,
si se puede entendérsele enteramente en términos de lo subhumano, entonces no
sólo es posible, sino inevitable que
los derechos se extiendan gradualmente a los animales y a los demás seres
naturales. El concepto liberal de una humanidad igual y universal con una
dignidad humana específica puede atacarse desde arriba y desde abajo: por
quienes afirman que ciertas identidades de grupo son más importantes que la
calidad de ser humano, y por quienes creen que el hecho de ser humano con
constituye un distintivo respecto a lo no humano. El callejón sin salida
intelectual en que nos ha metido el relativismo moderno no nos permite responder
definitivamente a ninguno de esos dos ataques, y por lo tanto no nos permite
defender los derechos liberales tal como se entienden tradicionalmente.”[55]
Fukuyama pasa a examinar “una
amenaza aún mayor y, en última instancia, más grave” procedente de la Derecha.
Esta se reduce a la acusación de que cuando el hombre democrático haya
conquistado todos sus derechos humanos universales, y sea totalmente libre e
igual, será, por decirlo crudamente, una nulidad
sin valor.
Pero es
más probable que surjan individuos que aspiren a algo más puro y elevado: “En
sociedades que se acepta la premisa que todos
los hombres no son creados iguales. Las sociedades democráticas, en que se
acepta la premisa contraria, tienden a fomentar la creencia de la igualdad de
todos los modos de vida y todos los valores. No dicen a sus ciudadanos como han
de vivir, ni los que les hará felices, virtuosos o grandes. En cambio, cultivan
la virtud de la tolerancia, que en las sociedades democráticas se considera la
virtud principal. Y si los hombres no pueden afirmar que algún modo de vida
concreto es superior a otro, entonces recaen en la afirmación de la vida misma,
es decir, el cuerpo, sus necesidades y sus miedos. Aunque no todas las almas
puedan ser igualmente virtuosos o inteligentes, todos los cuerpos pueden
sufrir, de ahí que las sociedades democráticas tiendan a ser sociedades con
compasión y que ponen en primera línea de sus preocupaciones la cuestión de
proteger al cuerpo de los sufrimientos. No es por accidente que las personas,
en las sociedades democráticas, estén preocupadas por la ganancia material y
vivan en un mundo económico dedicado a la satisfacción de la miríada de
pequeñas necesidades del cuerpo. Según Nietzsche, ‘el último hombre que ha dejado las regiones en las que es
duro vivir, pues se necesita calor’ (...) todavía se trabaja, pues el trabajo
es una forma de diversión. Pero se va con cuidado, no fuera que la diversión
resultase demasiado angustiosa. No se llega ya a rico o a pobre, pues ambas
cosas exigen demasiado esfuerzo. ¿Quién quiere gobernar todavía? ¿Quién quiere
obedecer? Ambas cosas exigen demasiado esfuerzo. ¡Ningún pastor y un solo
rebaño! Todos desean lo mismo, todos son lo mismo; quien se siente diferente,
se va voluntariamente a un manicomio»
Para quienes viven en sociedades
democráticas se hace difícil tomar en serio en la vida pública las cuestiones
con verdadero contenido moral. La moral entraña preguntas sobre lo mejor y lo
peor, lo bueno y lo malo, y esto parece violar el principio democrático de la
tolerancia. Es por esta razón que el último hombre se preocupa por encima de
todo de su salud y su seguridad personales, pues esto no se presta a
controversias. Hoy, en América, nos sentimos autorizados a criticar el hábito
de fumador de otra persona, pero no sus creencias religiosas o su conducta
moral. Para los americanos, la salud de sus cuerpos – lo que comen y beben, el
ejercicio que hacen – se ha convertido en una obsesión más importante que las
cuestiones morales que atormentaban a sus antepasados.[56]
“La educación moderna, dicho de otro
modo, estimula cierta tendencia al relativismo, o sea, a la doctrina según la
cual todos los horizontes y todos los sistemas de valores están relacionados
con el tiempo y el lugar, y ninguno es verdad, sino que todos reflejan los
prejuicios e intereses de quienes los propugnan. La doctrina que afirma que no
existe ninguna perspectiva privilegiada encaja perfectamente con el deseo del
hombre democrático de creer que su modo de vida es tan bueno como cualquier
otro. En este contexto el relativismo no conduce a la liberación de los grandes
y fuertes, sino de los mediocres, de quienes se nos dice que no tienen nada de
qué avergonzarse. El esclavo del comienzo de la historia declinó arriesgar la
vida en el sangriento combate porque se sentía instintivamente miedoso. El
último hombre, al final de la historia, sabe que es mejor no arriesgar su vida
por una causa, porque se da cuenta de que la historia está llena de fútiles
combates sin sentido en los cuales los hombres lucharon por si debían ser
cristianos o musulmanes, protestantes o católicos, alemanes o franceses. Las
lealtades que han empujado a los hombres a desesperados actos de valor y
sacrificio resultaron ser, a la luz de la historia subsiguiente, estúpidos
prejuicios. Como el Zaratustra de Nietzsche dice de ellos ¡Pues así hablaste:
‘Somos enteramente reales, sin creencia ni superstición’ Y así sacáis el pecho,
pero, ¡ay!, está vacío’ ”[57]
“Un perro se siente satisfecho con
dormir todo el día al sol con tal de que lo alimenten, porque no está
insatisfecho con lo que es. No le preocupa que otros perros lo pasen mejor que
él o que su carrera como perro se haya estancado, o de que en distantes lugares
del mundo se oprima a los perros. Si el hombre alcanza una sociedad de en la
cual se haya conseguido abolir la injusticia, su vida llegará a parecerse a la
del perro. La vida humana, pues, entraña una curiosa paradoja: parece que
requiere la injusticia, pues la lucha contra la injusticia es lo que hace salir
a la superficie lo que hay en él de más elevado. “[58]
En efecto, el hombre es más que un
perro o un tronco. Incluso cuando todos sus deseos han sido satisfechos, e
incluso cuando toda injusticia haya sido erradicada, quiere, no dormir, sino actuar. Porque posee de libre
albedrío no depende de nada externo a él...
La base de esta libertad
irracional fue descrita por el hombre del
subsuelo de Dostoievski como: “Su propia, libre y franca, voluntad, sus propios caprichos por
bestiales que sean, su propia fantasía exacerbada a veces hasta la demencia […]
¿Cómo se les ocurre pensar [a los sabios] que el hombre necesita
inevitablemente lo racional y lo provechoso? Lo que el hombre necesita es sola
y exclusivamente una voluntad independiente, le cueste lo que le cueste y le
lleve donde le lleve.“[59]
Aquí llegamos a la raíz del dilema
democrático. La razón de ser de la democracia es la liberación de la voluntad humana, en base primero
a la satisfacción de sus deseos más básicos y después mediante el satisfacer los
deseos de todas las otras personas en igual medida. Pero el problema es que la
voluntad, así satisfecha, no ha hecho más que empezar a manifestarse. Porque la voluntad no es esencialmente
voluntad de nada, ni voluntad de no
comer, ni voluntad de poder; es simplemente voluntad toutcourt. “Quiero, luego existo.
Y si alguien quiere lo contrario, ¡al diablo con él! (Y si yo mismo quiero lo contrario, ¡al infierno conmigo!)”
Entonces, ¿quizás la guerra (y el suicidio) deben permitirse
en la sociedad cuyo propósito es “la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad”? Por supuesto, esta no era la intención de los Padres Fundadores.
Eran hombres razonables. Pero quizá no llevaron su razonamiento hasta su
conclusión lógica. Quizá no comprendieron que aquellos sangrientos dictadores
romanos no eran estúpidos cuando definieron los deseos de la multitud como panem et circenses -pan y circo, en el
que el “circo” tenía sin falta que incluir algún asesinato de gladiadores.
Hegel, a diferencia de los
anglosajones, sí tenía un lugar para la violencia y la guerra en su sistema: no
la guerra por la guerra, sino la guerra por el bien de la democracia.
“Una democracia liberal capaz de librar
una breve y decisiva guerra más o menos cada generación, para defender su
libertad e independencia, sería mucho más sana y estaría más satisfecha que la
que sólo experimentara una paz continua. La visión hegeliana de la guerra
refleja una experiencia común del combate: pues si bien los hombres sufren
horriblemente y raras veces están tan asustados y se sienten tan desgraciados,
su experiencia, si sobreviven, tiende a poner todas las demás cosas en cierta
perspectiva”[60]
[61]
Pero para los hombres que no creen
en nada más allá de sí mismos, ya sea la democracia o cualquier otro valor, la
guerra no tiene nada de ennoblecedor o purificador. Simplemente los envilece
aún más. Ese ha sido el destino de esos soldados rusos que, al regresar de la
guerra de Chechenia, continúan la guerra en asesinatos sin sentido a su propia
gente. Para esos hombres, la guerra se ha convertido en un fin en sí mismo. En
un mundo en el que todos los valores objetivos han sido radicalmente socavados,
matar es la única forma que tienen de demostrarse a sí mismos que existen, que
ellos, al menos, pueden marcar en su alrededor alguna diferencia objetiva.
“Pero suponiendo – continua Fukuyama –
que el mundo se ha ‘llenado’, por así decirlo, de democracias liberales, de
modo que no quedan ya tiranías ni opresiones dignas de tal nombre contra las
cuales luchar. La experiencia sugiere que si no existe una causa justa por la
cual combatir, porque esta causa justa salió triunfante en generaciones
anteriores, entonces los hombres lucharán contra
esta causa justa. Lucharán, en otras palabras, debido a cierto aburrimiento,
porque no pueden imaginar la vida en un mundo sin lucha. Y si la mayor parte
del mundo en el cual viven se caracteriza por una democracia pacífica y
próspera, entonces lucharan contra
esta paz y esta prosperidad y contra la democracia”[62]
Como ejemplos de este fenómeno,
Fukuyama cita los évènements en
Francia en 1968, y las escenas de entusiasmo patriótico a favor de la guerra
que se repitieron en París, Petrogrado, Londres y Viena en agosto de 1914. Y,
sin embargo, hay un ejemplo mucho mejor y mucho más cercano: el crimen, que se ha convertido en un
fenómeno universal en las democracias modernas, de Londres a Johannesburgo, de
Bangkok a Sao Paulo, de Washington a Moscú. Es como si el hombre del subsuelo
de Dostoievski se hubiera convertido ahora en toda una clase: la clase baja de
los pulpos metropolitanos, cuyos tentáculos se extienden cada vez más y más
profundamente dentro de las principales instituciones e incluso el mismo gobierno.
El hombre democrático, incapaz de
liberarse de los grilletes del pensamiento democrático, atribuye
superficialmente las causas de la delincuencia a la pobreza o al desempleo, a
la falta de educación o a la carencia de derechos. Pero la mayoría de los delincuentes
modernos no pasan hambre ni luchan por sus derechos. No hay necesidad como tal en la mayoría de los
delitos modernos, ni idealismo, por
equivocado que esté. Su única necesidad es matar, violar y robar, no por
venganza, sexo o dinero, sino por su propio bien. Y su único ideal es expresar
su propia “voluntad independiente, cueste lo que cueste y sean cuales sean las
consecuencias”.
Así, la consecuencia lógica del
logro de la democracia plena es el nihilismo,
la guerra universal de cada hombre contra
cada hombre, por el bien de ningún hombre y de ninguna cosa. Porque “El pensamiento moderno no
levanta ninguna barrera a una futura guerra nihilista contra la democracia
liberal por parte de quienes se hayan criado en su seno. El relativismo, la
doctrina que mantiene que todos los valores son meramente relativos y que ataca
todas las ‘perspectivas privilegiadas’, ha de terminar socavando también los
valores democráticos y de tolerancia”[63]
Fukuyama debería haber concluido
su argumento, magníficamente coherente en este punto, diciendo: “La democracia
está condenada; debemos encontrar otras verdades y valores, verdades y valores
absolutos, o todos pereceremos en un pantano de relativismo y nihilismo”. Pero,
llegados a este punto, las limitaciones de su educación democrática -¿o es sólo
optimismo americano? - le llevan a realizar su único acto de mauvaisefoi. Como una sinfonía de
Shostakovich que, tras sondear las profundidades de la desesperación trágica,
debe tener forzosamente un final bombástico, Fukuyama declara su fe en que la
democracia triunfará al final, aunque sólo sea porque todos los demás sistemas
están muertos o en vías de morir. Y en una metáfora inequívocamente estadounidense, compara el
progreso de la democracia con una caravana que, habiendo cruzado las Rocallosas
en medio de una ventisca y habiendo resistido a todos los asaltos de indios
salvajes y coyotes aulladores, llega a descansar en: ¿una ciudad de Los
Ángeles, llena de smog, drogadicta e infestada de delincuencia...”?.
Sólo en la última frase -muy
tímidamente, como si temiera que un último tirador indio le disparara en la
cabeza- se recupera un poco y mira por encima del parapeto del último baluarte
de la democracia: “El
análisis final, y con tal de que la mayoría de las carretas llegue a la misma
ciudad, tampoco podemos saber aún si sus ocupantes, después de echar una ojeada
al Nuevo paisaje, no lo encontrarán a su gusto y posaran la mirada en otro
viaje Nuevo y más distante”[64]
Conclusión
En el momento de escribir estas líneas, la democracia liberal parece
haber triunfado sobre todos los demás sistemas político-económicos. Ha
sobrevivido a las revoluciones socialistas y fascistas del período 1789-1945,
ha ganado la Guerra Fría, e incluso parece estar a punto de “convertir” a la
última y más poderosa supervivencia del ethos
revolucionario, la China comunista. Pero Fukuyama, ferviente partidario de la
democracia, sigue teniendo sus dudas, aunque éstas queden anuladas por su
convicción de que la democracia representa “el fin de la historia”, el último y
mejor sistema político-económico.
La duda de fondo puede expresarse así: ¿puede un sistema construido, no
sobre la erradicación, sino sobre la explotación y la gestión racional de las
pasiones del hombre caído, y no sobre la verdad absoluta, sino sobre la
relativización de todas las opiniones a través de las urnas, traer una paz y
una prosperidad duraderas?
En cierto sentido no hay
competencia, pues el único sistema radicalmente distinto de la democracia
liberal, la Autocracia Ortodoxa, establece un objetivo muy distinto: no la paz
y la prosperidad en esta vida, sino la salvación del alma en la otra. Aunque
pudiera demostrarse que la democracia liberal satisface las necesidades
terrenales de los hombres mejor que la Autocracia Ortodoxa, esto no invalida en
modo alguno a la Autocracia, en la medida en que los verdaderos súbditos de la
Autocracia cambiarían gustosamente la felicidad y la prosperidad en esta vida
por la salvación en la otra. Porque mientras el propósito de la democracia es
la satisfacción más plena de la naturaleza caída
del hombre, el propósito de la Autocracia es la creación de las condiciones
políticas y sociales que conduzcan al máximo a la recreación de la naturaleza
original y no caída del hombre a
imagen de Cristo. La democracia busca la satisfacción,
pero la Autocracia, la salvación.
Pero cabe dudar de que la democracia liberal logre sus propios fines
declarados. El culto a la razón y el liberalismo, escribió el ex revolucionario
L.A. Tikhomirov, “tiene muchas ganas de establecer la prosperidad mundana,
tiene muchas ganas de hacer feliz a la gente, pero no conseguirá nada, porque
aborda el problema desde el extremo equivocado.
Puede parecer extraño que las personas que sólo piensan en la
prosperidad terrenal, y que ponen toda su alma en realizarla, sólo alcancen la
desilusión y el agotamiento. Las personas que, por el contrario, están inmersas
en la preocupación por la vida invisible de ultratumba, alcanzan aquí, en la
tierra, resultados que constituyen los ejemplos más elevados conocidos hasta
ahora en la tierra de desarrollo personal y social. Sin embargo, esta incongruencia se explica por sí misma. La
cuestión es que el hombre es por su
naturaleza precisamente el tipo de ser que el cristianismo entiende que es por la fe; las metas de la vida que se
le indican por la fe son precisamente el tipo de metas que tiene en realidad, y
no del tipo que la razón divorciada de la fe delinea. Por lo tanto, al educar a
un hombre de acuerdo con la cosmovisión ortodoxa, dirigimos su educación correctamente, y de ahí obtenemos
resultados que son buenos no sólo en lo que es más importante [la salvación]
(de lo que no se preocupan los incrédulos), sino también en lo que es
secundario (que es lo único en lo que ponen su corazón). Al perder la fe, y por lo tanto dejar de
preocuparse por lo más importante, las personas perdieron la posibilidad de
desarrollar al hombre de acuerdo con su verdadera naturaleza, y por eso también
obtienen resultados distorsionados también en la vida terrenal.”[65]
Así, incluso la democracia que
funcione más perfectamente fracasará en última instancia en su propósito, por
la sencilla razón de que, aunque el hombre está caído, no lo está del todo, sigue estando hecho a Imagen
de Dios, de modo que incluso cuando todos sus deseos, producto de su
naturaleza caída, hayan sido satisfechos seguirá
existiendo un anhelo insatisfecho de algo superior. La “felicidad” - el
“derecho” supremo del hombre, según la Constitución americana - es inalcanzable
mientras sólo sea nuestra propia felicidad, y no la de los demás, nuestra
propia gloria, y no la gloria de Dios, la meta; e incluso si se alcanza en la
tierra, sólo será breve y traerá un inevitable hastío, ya que estimulará
inmediatamente el deseo de la felicidad infinitamente mayor del cielo, la
alegría eterna en Dios. La época revolucionaria que siguió a la era de la razón
puso de relieve esta verdad, aunque de un modo pervertido y demoníaco; pues
mostró que hay más en el cielo y en la tierra y en el alma del hombre -alturas
mucho mayores, así como profundidades mucho más abismales- de lo que jamás soñó
la complaciente psicología de los filósofos liberales.
2/15 de marzo de 1996; revisado el 5/18 de
abril del 2000 y el 21 de octubre / 3 de noviembre de 2013.
[1]Nihilismo:
La raíz de la revolución de la era moderna, padre Seraphim Rose, Amazon Independently published 2022,
págs. 46 – 49.
[2] Barzun, From Dawn to Decadence, 1500 to the
Present, Nueva York: Perennial, 2000, p. 529.
[3]Mill, On Liberty, Londres: Penguin Classics,
1974, pp. 68-69.
[4] Mill, On Liberty, p. 69.
[5]Idem
[6]
Dostoyevsky, The Diary of a Writer,
1876, London: Cassell, part I, trans. Boris Brasol, pp. 262-263
[7] Mill, On Liberty, p. 77.
[8] Mill, On Liberty, p. 79.
[9] Mill, On Liberty, p. 81.
[10] Mill, On Liberty, p. 84.
[11] Mill, On Liberty, p. 91
[12] Mill, On Liberty, p. 96.
[13]
Snyder, “War is Peace”, Prospect, November,
2004, p. 33.
[14]
Himmelfarth, in Mill, On Liberty, p.
40.
[15]
Himmelfarth, in Mill, On Liberty, p.
41.
[16]
Devlin, en Jonathan Wolff, An
Introduction to Political Philosophy, Oxford University Press, 1996, p.
141.
[17] Wolff, op. cit., pp. 140-141. Para
las dificultades creadas por la teoría de Mill sobre la indecencia publica,
véase los diversos artículos publicados en Philosophy
Now, número 76, Noviembre-Diciembre, 2009.
[18]
Fukuyama, The End of History and the Last
Man, Harmondsworth: Penguin Books, 1992, p. xi.
[19]Fukuyama, op. cit., p. 117.
[20] Fukuyama, op. cit., p. 123.
[21]Nota del Traductor – Fukuyama hace referencia a la
Alegoría del Carro alado que aparece en el dialogo platónico del Fedro: El
auriga lleva dos caballos. El mismo auriga, que viene a representar la mente,
representa el Logistikón, el caballo
malo, que es el Epithimetikón representa
al deseo conscupisible o apetito, y
el caballo bueno, es el Thymos, o Thimoeides,
que representa el deseo de reconocimiento, así como el coraje o la valentía.
[22]Fukuyama,
op. cit., p. 146.
[23]Lewis,
“Equality”, The Spectator, CLXXI (27
August, 1943), p. 192; The Business of
Heaven, Londres: Collins, 1984, p. 186
[24]Trostnikov,
V.N. “The Role and Place of the Baptism of Rus in the European Spiritual
Process of the Second Millenium of Christian History”, Orthodox Life, vol. 39, № 3, Mayo-Junio, 1989, p. 34.
[25]Nota de traductor – El personaje de Lewis
que personifica a un demonio en su obra The
Screwtape letters, lleva justamente el nombre de Screwtape, pero en la
traducción al español de la editorial Rialp titulada Cartas del Diablo a su sobrino recibe el nombre Escrutopo.
[26]Lewis, op. cit., pp. 190-191.
[27]N. de T. – ars política en latín significa “arte política”, término que hemos
encontrado conveniente al traducir del inglés Statecraft; artesanía del Estado, o arte de gobernar.
[28]Lewis,
“Myth and Fact”, in God in the Dock:
Essays on Theology, edited by Walter Hopper, Fount Paperbacks, 1979.
[29]N. de T. – Nuestro autor para hacer esta
distinción se basa en una interpretación de Aristóteles que C.S. Lewis hace en
las Cartas del diablo a su sobrino.
[30]N. de T. – En el inglés original:
Ligarius.
What's to do?
Brutus.
A piece of work that will make sick men
whole.
Ligarius.
But are not some whole that we must make
sick?
[31] San Agustín, Ciudad de Dios, XIX, 15
[32] N. de T. – En el ingles original:
What is a man,
If his chief good and market of his time
Be but to sleep and feed? A
beast, no more.
[33] Shakespeare era el autor favorito de los
idealistas alemanes. Pero una lectura atenta de sus obras demuestra que no era
un demócrata, sino un defensor convencido del orden jerárquico de la sociedad.
Véase sus obras Ricardo II y Enrique V.
[34]N. de T. – En el inglés original:
Rightly to be great
Is not to stir without great argument,
But greatly to find quarrel in a straw
When honour's at the stake.
[35] Fukuyama, op. cit., pp. 160-161.
En español; El fin de la Historia y el
ultimo hombre. Ed Planeta-Agostini España, 1995 Francis Fukuyama. pagina
228 - 230
[36] Fukuyama, op. cit., p. 190. En
español; El fin de la Historia,
pagina 265 - 266
[37] Fukuyama, op. cit, p. 119. En español; El fin de la Historia, paginas 178 - 179
[38]Fukuyama, op. cit., p. 121. En
español; El fin de la Historia,
página 181
[39]Fukuyama, op. cit., p. 271. En
español; El fin de la Historia, pág
367
[40]Fukuyama, op. cit., p. 129. En
español; El fin de la Historia, pág.
190-191
[41] N. de T. – El termino eslavo Tsarskiy Put traducido al inglés Royal Path o Royal Way que figura en el texto en original y que puede traducirse
al español como “Camino Real” hace referencia a una expresión muy utilizada en
el ámbito espiritual cristiano ortodoxo que denota un “camino entre medio de
los dos extremos”, un camino de sobriedad; justamente una vida espiritual que
transite en base a algo real y verdadero, alejada de los extremos.
[42] Leontiev, “Politicas tribales como arma
de la revolución global” carta 2. Konstantin Leontiev, Obras Selectas, editado con un articulo introductorio por I.N.
Smirnov, Moscu, 1993, p. 314.
[43] Leontiev, “Sobre el nacionalismo politico
y cultural”, carta 3, op. cit., p. 363
[44] Fukuyama, op. cit., p. 216. En
español; El fin de la Historia, pág
273 - 274
[45]Fukuyama, op. cit., p. 197
[46]Fukuyma, op. cit., p. 207.
[47] Fukuyama, op. cit., pp. 214-215.
[48]N. de T. – Como los boy scouts; recordamos al lector que el fundador de dicha
organización era masón y que la misma organización junto con la YMCA (siglas en
inglés para Asociación Cristiana de Jóvenes) fue promotora del Ecumenismo, es
decir, de la religión del Anticristo (Véase Ecumenismo,
del metropolita Vitaly Ustinov). También no queremos dejar de hacernos eco de
los últimos eventos que han venido ocurriendo en nuestros tiempos; tecnolatras como el periodista Andrés
Openhaimer, han tenido que admitir que las sociedades del primer mundo, las que
han adoptado a pleno la democracia liberal y el libremercado, no son felices. Usando una escala de “niveles
de felicidad” como si esta pudiera medirse, como los niveles de insulina en la
sangre, proponen que el Estado les otorgue a los infelices un hobbie y se
vuelva promotor de grupos de personas reunidos para algún fin como el
alpinismo, los videojuegos, etc.
[49]Nota de Editor – Recuerda a un pasaje de
“Consideraciones sobre la Revolución Francesa” de una contemporánea de la
revolución de 1789, Madame de Stael: “(La Revolución) Parece que se desciende,
como el Dante, de círculo en círculo, siempre más abajo en los infiernos. Al
encarnizamiento contra los nobles y los sacerdotes se ve sucedería irritación
contra los propietarios, después contra los talentos, después contra la misma
belleza; en fin, en contra de todo lo que podía quedar de grande y generoso en
la naturaleza humana”
[50]Fukuyama, op. cit., pp. 294, 295.
En español, pág. 395.ss – 397
[51]El 27 de diciembre de 1995, la televisión
británica (Canal 4) proyectó “El juicio sobre los grandes simios”, un debate
cuasi legal sobre la cuestión de si los simios deberían tener derechos humanos,
es decir, derechos a la vida, a la libertad y a no ser torturados. Se escuchó
evidencia de una variedad de "expertos" académicos de todo el mundo
que hablaron sobre la similitud o no de los simios con los seres humanos en el
uso y fabricación de herramientas, el lenguaje, las relaciones sociales, la
emocionalidad y la composición genética. La conclusión a la que llegó el
“jurado” (con la excepción de un periodista de The Catholic Herald) fue que los simios deberían tener derechos
humanos, ya que pertenecen a "una comunidad de iguales" que nosotros.
[52] Esta es la posición que ha desarrollado
Joanna Bourke, profesora de Historia de la Universidad de Londres, en What It Means to be Human, Londres:
Virago, 2011.
[53]Fukuyama, op. cit., pp. 297-298.
[54]N. de T. – Nos recuerda estas palabras a
una conferencia Padre Serafin Rose que después fue publicada bajo el nombre de Los signos de los tiempos, que figura en
el apéndice número 2 de la traducción al español de su libro Nihilismo: «Hubo un filósofo en China a
fines del siglo XIX que llevó esta filosofía a su conclusión lógica, tal lejos
como pudo. Su nombre es K'angYu-Wei (1858-1927). No es particularmente
interesante, excepto cuando encarna esta filosofía de la época, este espíritu
de los tiempos. En realidad, fue uno de los precursores de Mao Tse-Tung y de la
toma de China por los comunistas. Basó sus ideas no solo en el cristianismo
distorsionado, que tomó de los liberales y protestantes de Occidente, sino
también en ideas budistas. A él se le ocurrió la idea de una utopía que iba a
surgir, creo, en el siglo XXI según sus profecías. En esta utopía, todos los
rangos de la sociedad, todas las diferencias religiosas y todos los demás tipos
de diferencias que afectan las relaciones sociales serán abolidos. Todos
dormirán en dormitorios y comerán en salones comunes. Y luego, con sus ideas
budistas, comenzó a ir más allá. Dijo que se abolirían todas las distinciones
entre sexos. Una vez que la humanidad esté unida, no hay razón para detenerse
allí; este movimiento debe continuar. Debe haber una abolición entre el hombre
y los animales. Los animales también entrarán en este reino, y una vez que
tengas animales… Los budistas también son muy respetuosos con las verduras y
las plantas; por lo tanto, todo el reino vegetal tiene que entrar en este
paraíso y, al final, también el mundo inanimado. Entonces, al final de los
tiempos, habrá una utopía absoluta de todo tipo de seres que de alguna manera
se habrán entremezclado entre sí, y todos serán absolutamente iguales. Por
supuesto, al leer sobre esto y uno piensa que el hombre debe estar loco. Pero
si se mira profundamente, se verá que esto proviene de un profundo deseo de
tener algún tipo de felicidad en la tierra.» Nihilismo: La raíz de la revolución de la era moderna, padre
Seraphim Rose, Amazon Independently published 2022, págs. 175 y siguientes.
[55]Fukuyama, op. cit., p. 298.En
español; págs 400 - 401
[56]Fukuyama, op. cit., pp. 305-306. En
español; págs.. 408 - 409
[57]Fukuyama, op. cit., pp. 306-307. En
español; págs 410- 411
[58] Fukuyama, op. cit., p. 311. En
español; págs. 415- 416
[59]Dostoyevsky,
Notes from Underground, Nueva York:
Signet Classics.
[60]Fukuyama, op. cit., pp. 329-30. En
español, pág. 437
[61]Nota de Editor - Recuerda a lo que mencionaba O.
Spengler en El hombre y la técnica:
“No más guerras; no más diferencias de razas, pueblos, Estados, religiones; no
más criminales y aventureros; no más conflictos por la superioridad de unos y
el diferente modo de ser de otros; no más odios, no más venganzas. Un infinito
bienestar por todos los siglos de los siglos. Semejantes trivialidades nos
producen hoy, al presenciar las fases finales de ese optimismo vulgar, la idea
nauseabunda de un profundo tedio vital, ese taedium
vitae de la Roma imperial, que se expande al solo leer tales idilios sobre
el alma y que en realidad, si se realizase, aunque fue se sólo en parte,
conduciría al asesinato y al suicidio en masa.”
[62]Fukuyama, op. cit, p. 330. En
español; págs., 437 - 43
[63]Fukuyama, op. cit., p. 332. En
español; pág. 440
[64]Fukuyama, op. cit., p. 339. En
español; pág. 448
[65]Tikhomirov, “Dukhovenstvo i obshchestvo v
sovremennom religioznom dvizhenii” (“El clero y la sociedad en el movimiento
religioso contemporaneo”), en Khristianstvo
i Politika (Politica y Cristianismo), Moscú, 1999, pp. 30-31.
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