martes, 15 de octubre de 2024

EL FIN DE LA HISTORIA; UNA CRITICA CRISTIANO ORTODOXA A LA DEMOCRACIA LIBERAL

 Vladimir Moss





Introducción

 

Para 1789, y especialmente después de la primera fase de la Revolución Francesa que redujo el poder del rey francés al de un monarca constitucional, el liberalismo era la teoría política más popular entre las clases educadas de Europa. Dentro del ámbito político, parecía ser el contrapunto de los principios de la Razón y de la ilustración, en lo que respecta a la filosofía, ética y teología como un todo.

 

La popularidad del liberalismo ha permanecido fuerte hasta el día de hoy. A pesar de los sobresaltos de la Revolución Francesa y otras revoluciones nacionales en el siglo XIX, y los aún mayores sobresaltos de la Revolución Rusa y las otras revoluciones comunistas y fascistas en el siglo XX, el liberalismo ha mantenido su lugar como la principal ideología política. Pero ¿qué tan sólidos son sus fundamentos en realidad?

 

El hieromonje Serafin (Rose) explico tanto la enseñanza positiva de la Ortodoxia sobre la autoridad política como el motivo por el cual, para los ortodoxos, el liberalismo se mantiene sobre bases inestables: (En) el orden cristiano la política se basaba en la verdad absoluta. (…) la principal forma providencial que adoptó el gobierno en unión con la Verdad Cristiana fue el Imperio Cristiano Ortodoxo, en el que la soberanía recaía en un Monarca, y la autoridad procedía desde él y descendía a través de una estructura social jerárquica. (…) por otro lado (…) una política que rechaza la Verdad Cristiana debe reconocer al ‘pueblo’ como soberano y entender que la autoridad procede de abajo hacia arriba, en una sociedad formalmente ‘igualitaria’.

Está claro que uno es la inversión perfecta del otro; porque se oponen en sus concepciones tanto del origen como del fin del gobierno. La Monarquía Cristiana Ortodoxa es un gobierno establecido divinamente y dirigido, en última instancia, hacia el otro mundo, un gobierno con la enseñanza de la Verdad Cristiana y la salvación de las almas como su propósito más profundo; El gobierno nihilista, cuyo nombre más apropiado, como veremos, es Anarquía, es el gobierno establecido por los hombres y dirigido únicamente a este mundo, un gobierno que no tiene más objetivo que la felicidad terrenal.

La visión liberal del gobierno, como podría sospecharse, es un intento de compromiso entre estas dos ideas irreconciliables. En el siglo XIX, este compromiso tomó la forma de ‘monarquías constitucionales’, un intento, nuevamente, de unir una forma antigua con un contenido nuevo; hoy los principales representantes de la idea liberal son las ‘repúblicas’ y las ‘democracias’ de Europa Occidental y de América, la mayoría de las cuales conservan un equilibrio bastante precario entre las fuerzas de la autoridad y la Revolución, mientras profesan creer en ambas.

Por supuesto, es imposible creer en ambas con la misma sinceridad y fervor, y de hecho, nadie lo ha hecho nunca. Los monarcas constitucionales como Luis Felipe pensaban hacerlo profesando gobernar ‘por la Gracia de Dios y la voluntad del pueblo’, una fórmula cuyos dos términos se anulan mutuamente, un hecho tan evidente para el anarquista   como para el monárquico.

Ahora bien, un gobierno es seguro en la medida en que tiene a Dios por fundamento y a Su Voluntad como guía; pero esto, seguramente, no es una descripción del gobierno liberal. En el punto de vista liberal, es el pueblo quien gobierna, y no Dios; Dios mismo es un ‘monarca constitucional’ cuya autoridad ha sido totalmente delegada al pueblo, y cuya función es enteramente ceremonial. El liberal cree en Dios con el mismo fervor retórico con el que cree en el cielo. El gobierno erigido sobre tal fe es muy poco diferente, en principio, de un gobierno erigido sobre la total incredulidad, y cualquiera que sea su actual residuo de estabilidad, apunta claramente en la dirección de la anarquía.

Un gobierno debe gobernar por la Gracia de Dios o por la voluntad del pueblo, debe creer en la autoridad o en la Revolución; sobre estos temas, la concesión es posible sólo en apariencia y sólo por un tiempo.

La Revolución, como la incredulidad que siempre la ha acompañado, no puede detenerse a medias; es una fuerza que, una vez despierta, no descansará hasta terminar en un reino totalitario de este mundo.

La historia de los dos últimos siglos nos lo ha demostrado. Apaciguar la Revolución y ofrecerle concesiones, como siempre han hecho los liberales, demostrando así que no tienen una verdad con la que oponerse a ella, es quizás posponer, pero no impedir, la consecución de su fin. Y oponerse a la Revolución radical con una Revolución propia, ya sea ‘conservadora’, ‘no violenta’ o ‘espiritual’, no es simplemente revelar la ignorancia del alcance total y la naturaleza de la Revolución de nuestro tiempo, sino que admitir también el primer principio de esa Revolución: que la vieja verdad ya no es verdadera y que una nueva verdad debe ocupar su lugar”[1]

Con el fin de estudiar más a fondo la diferencia entre la Ortodoxia y el liberalismo, examinemos las teorías de dos de los pensadores liberales más famosos: el filósofo del siglo XIX, John Stuart Mill, y el politólogo del siglo XX, Francis Fukuyama.

A.   John Stuart Mill sobre la Libertad

Los extranjeros en la era victoriana quedaban impresionados por el sistema político de Inglaterra porque parecía combinar libertad con estabilidad, individualismo con solidaridad, poder con prosperidad (para unos pocos), extensión gradual de derechos con consideración tradicional hacia títulos y rangos, ciencia y progreso con moralidad y religión. Y sin embargo, como hemos visto, las razones objetivas para una revolución desde abajo eran, en si, más fuertes en Inglaterra que en cualquier otro lugar; la pobreza de la mayoría era peor; el desprecio que la minoría rica les tenía era mayor. Entonces, ¿por qué Inglaterra pudo evitar las convulsiones continuas sobre el continente que vemos en la Francia de aquel entonces?

Una razón fue, sin duda, que la minoría adinerada pudo utilizar los métodos más avanzados de comunicación, especialmente los ferrocarriles, para concentrar el poder de una fuerza policial considerablemente ampliada contra los alborotadores más rápidamente que en el continente. Una segunda razón fue la emigración sin precedentes a América y a los White Dominions (en el caso de Australia, claro está, dicha “emigración” era obligatoria), cual sirvió como una válvula de escape para expulsar a los desesperadamente pobres (o criminales). Una tercera razón fue que las clases medias bajas, que aumentaban rápidamente, aunque eran pobres, ya tenían algo más que perder además de sus cadenas y, por lo tanto, tendían a apoyar el sistema existente. Necesitaban el patrocinio de los ricos y menospreciaban a los proletarios debajo de ellos, cuya desesperación temían. Los ricos tuvieron esto en cuenta, y así tuvieron la ocasión de proceder más lentamente de lo que podrían haber hecho en el trabajo de ayudar a los pobres, introduciendo reformas lo suficientemente justas como para mantener la estabilidad.

Como Jacques Barzun escribió: “Esta habilidad para juzgar cuándo y cómo deben cambiar las cosas sin alterar el statu quo fue adquirida con dolor por los ingleses a lo largo de los siglos. Durante mucho tiempo se les consideró un pueblo ingobernable. Pero, finalmente, la fatiga los alcanzó y un arraigado anti-intelectualismo contribuyó a mantener los cambios de manera no sistemática y discreta. Formas, títulos, y decoro permanecen mientras ocurren acciones diferentes debajo de ellos; la estabilidad visual mantiene la confianza. Fue la habilidad de elevarse por encima de los principios, la recompensa de una astuta inconsistencia”.[2]

Este “don” o habilidad rindió dividendos (literal y metafóricamente). En la década de 1850, Inglaterra alcanzó su apogeo desde un punto de vista externo y material. Sus flotas dominaban los mares; su comercio e industria eran considerablemente mayores que los de cualquier otro país (aunque Estados Unidos y Alemania se estaban acercando rápidamente). Y mientras el liberalismo se vio frenado en el continente después de 1848 con la revitalización de la monarquía y la furia del proletariado, en Inglaterra se mantuvo notablemente estable. Para dar un respaldo teórico a esta variante de liberalismo inglés fue que John Stuart Mill escribió su famoso ensayo On Liberty, que hasta el día de hoy sigue siendo la defensa más elegante e influyente del liberalismo inglés.

Mill admiraba la obra Democracia en América de Alexis de Tocquevielle, y era un oponente apasionado de la “tiranía de las mayorías”. Con motivo de proteger a la sociedad en contra de esta tiranía, propuso un único principio “muy simple” que limitaría la capacidad del Estado para interferir en la vida del individuo:

El objeto de este ensayo es proclamar un principio muy simple, uno que se dirija a regir plenamente las relaciones de la sociedad con el individuo en lo referente a la compulsión y al control, ya sean los medios usados para ello la fuerza física en forma de penas legales o la coerción moral de la opinión pública.

Dicho principio establece que el único fin por el que los hombres están legitimados, individual o colectivamente, para interferir en la libertad de acción de cualquiera de ellos, es la protección de sí mismos. Esto es, que el único propósito por el que puede ser ejercido legítimamente el poder sobre un miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es para prevenir del daño a otros. Su propio bien, ya sea físico o moral, no es una justificación suficiente. No puede ser obligado legítimamente a hacer algo o abstenerse de hacerlo por el hecho de que eso sería mejor para él, porque le haría más feliz, o porque en opinión de los otros hacer eso sería lo sensato, o incluso lo justo. Estas son buenas razones para discutir con él, o razonar con él, o persuadirle, o suplicarle, pero no para obligarle, o infligirle algún daño en caso de que actúe de otra manera. Para justificar esto último, la conducta de la que se desea disuadirle tiene que estar calculada para provocar daño en alguna otra persona. El único aspecto de la conducta por el que se puede responsabilizar a alguien frente a la sociedad es el concerniente para con el resto. En aquello que le concierne únicamente a él, su independencia es absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y su propia mente, el individuo es soberano.[3]

Mill afirmó que este “Principio de Libertad” o “Principio del Daño” se aplicaba solo a las personas en “la madurez de sus facultades”, no a los niños ni a “aquellas sociedades atrasadas en las que la raza misma puede ser considerada como menor de edad.”[4]Porque “La libertad, como principio, no tiene aplicación a ningún estado de cosas anterior al momento en que la humanidad ha sido capaz de progresar a través de la discusión libre e igual.”.[5]

Esta calificación proporcionaba una justificación ingeniosa para la expansión del Imperio Británico entre las naciones paganas. Y, en general, a pesar de que Mill estaba preocupado ante todo por proteger la libertad del individuo en contra de la tiranía de la mayoría y la moral popular, su teoría encajaba notablemente bien con los prejuicios de la mayoría de la Inglaterra de su tiempo. Es por esto que los ingleses se enorgullecían de su libertad de expresión y de brindar refugio a exiliados políticos de todo tipo, desde Luis XVIII y Luis Napoleón hasta Herzen y Bakunin, Kossuth y Marx. ¡Ninguna tiranía de la mayoría aquí!

Es así como Dostoievski describió cómo un miembro del Parlamento, Sir Edward Watkins, dio la bienvenida a Don Carlos a Inglaterra: “Por supuesto, él mismo sabía que el recién llegado era el protagonista principal de una guerra sangrienta y fratricida, pero al reunirse con él, estaba satisfaciendo su orgullo patriótico y, en la medida de sus posibilidades, estaba sirviendo a Inglaterra. Al extenderle la mano a un tirano ensangrentado, en nombre de Inglaterra y como miembro del Parlamento, le decía, por así decirlo: ‘Eres un déspota, un tirano, y sin embargo, viniste a la tierra de la libertad en busca de refugio. Esto era de esperarse: Inglaterra recibe a todos y no teme dar refugio a nadie: entreé et sortie libres. ¡Bienvenido!’” [6]

Mill ofreciendo una apasionada defensa de la más amplia libertad posible de pensamiento y expresión, argumenta: “En primer lugar, la opinión que se pretende suprimir mediante la autoridad es posible que sea verdadera. Aquellos que desean suprimirla, evidentemente niegan su verdad, pero no son infalibles. No tienen autoridad para decidir la cuestión por toda la humanidad y para excluir a todas las demás personas de los medios de juzgar. El rechazo a escuchar una opinión porque se está seguro de que es falsa implica presuponer que la propia certeza es una certeza absoluta. Silenciar una discusión significa presuponer la propia infalibilidad”[7]

Pero eso no es cierto: hay una diferencia entre el suponer la calidad de infalibilidad y la certeza.

Un hombre puede considerarse a sí mismo como un pecador miserable y de ser propenso a todo tipo de errores, y aun así tener la certeza absoluta sobre algunas cosas. Toda verdadera creencia religiosa, así como muchas creencias religiosas falsas, operan de esta manera. Porque la fe, según la definición del Apóstol, que es la certeza en la existencia de realidades invisibles (Hebreos 11.1); es incompatible con la menor de las dudas. Ya que incluso si uno no está completamente seguro acerca de algo, puede estar lo suficientemente seguro como para actuar y censurar lo que considera una opinión falsa. Así, un gobierno puede no estar completamente seguro de que cierta droga tenga o no efectos secundarios graves. Pero aún así, puede actuar para prohibirla, y prohibir cualquier propaganda a favor de ella, en la creencia de que los riesgos son lo suficientemente grandes como para justificar tal acción. Mill puede ser capaz de conciliar este ejemplo con su ‘Principio del Daño’, pero no sobre la base de creer en la infalibilidad de uno al excluir una opinión al considerarla como probablemente falsa.

Mill anticipándose a dicha objeción escribe: Los hombres, así como los gobiernos, deben actuar del mejor modo que sean capaces. No existe tal cosa como la certeza absoluta, pero hay seguridad suficiente para los propósitos de la vida humana. Podemos y debemos presuponer que nuestra opinión es verdadera, de modo que podamos guiar nuestra conducta. Y no presuponemos más, cuando impedimos que personas malvadas perviertan a la sociedad propagando opiniones que consideramos como falsas y perniciosas”[8]

 

Pero Mill no aceptará nada de esto; argumentando que solo al permitir que nuestra opinión sea cuestionada por aquellos que piensan de manera diferente, llegamos a saber si está realmente merece de confianza y, por lo tanto, si la opinión opuesta deba censurarse: “La más intolerante de las Iglesias, la Iglesia católica romana, incluso en la canonización de un santo, admite y escucha pacientemente a un ‘abogado del diablo’. Parece que los hombres más santos no pueden ser admitidos en los honores póstumos hasta que sea conocido y ponderado todo lo que el demonio pueda decir contra él.”[9]

En la práctica, esto significa que ninguna opinión debería ser censurada nunca; “las listas deben mantenerse abiertas” en caso de que aparezca alguien que revele la falla en la aceptada ‘verdad’. Y esto se aplica incluso si la opinión disidente va en contra de nuestras convicciones más preciadas y vitales sobre Dios o la moralidad.”

Ya que: “Por muy persuadido que esté alguien no solo de la falsedad, sino de las consecuencias perniciosas de una opinión – y no solo de las consecuencias perniciosas, sino (para adoptar expresiones que generalmente condeno) de la inmoralidad y la impiedad de una opinión –, si ateniéndose a este juicio privado, aunque estuviera respaldado por el juicio público de su país o de sus contemporáneos, impide que la opinión sea escuchada en su defensa, entonces está presuponiendo la infalibilidad. Y esta presunción, lejos de ser menos censurable o menos peligrosa por el hecho de que la opinión sea denominada inmoral o impía, es precisamente en este caso más fatal que en ningún otro son exactamente aquellas ocasiones en las que los hombres de una generación cometen esas terribles equivocaciones que suscitan el asombro y el horror de la posteridad.”[10]

Y a continuación Mill cita los ejemplos de Sócrates y Jesucristo, quienes, siendo los hombres más admirables, se convirtieron en víctimas de la censura de su época.

El argumento más poderoso de Mill a favor de la completa libertad de expresión, un argumento expresado antes que él en la Utopía de More y en Areopagítica de Milton, es el de que: solo en una atmosfera de completa libertad intelectual se puede comprender verdaderamente la verdad y arraigarla debidamente. “La verdad gana más por los errores de alguien que, con el debido estudio y preparación, piensa por sí mismo, que por las opiniones verdaderas de aquellos que solo las mantienen porque no son capaces de pensar. La libertad de pensamiento no se requiere única o principalmente para formar grandes pensadores. Por el contrario, es tan indispensable, o incluso más, para permitir a los hombres comunes alcanzar la estatura mental de la que son capaces. Ha habido, y puede haber otra vez, grandes pensadores individuales en una atmósfera general de esclavitud mental. Pero en esa atmósfera nunca ha habido, ni tampoco habrá, un pueblo intelectualmente activo[11]

Continua Mill al citar como periodos admirables de libertad intelectual a la Reforma en Europa, el fin del siglo XVIII en Francia y los primeros años del siglo XIX en Alemania.

“En cada uno de estos periodos se deshicieron de un viejo despotismo mental, sin que otro nuevo ocupase después su lugar. El impulso dado por estos tres periodos ha hecho de Europa lo que es ahora. Cada uno de los avances que han tenido lugar en el espíritu de los hombres, así como en las instituciones, pueden ser localizados claramente en uno u otro de ellos.[12]

Sin embargo, citar estos tres períodos expone los falsos supuestos del argumento de Mill. La Reforma fue, de hecho, un período intelectualmente emocionante, dadas las muchas de las aberraciones y falsedades que fueron expuestas del período medieval. ¿Pero condujo a una comprensión mayor de la verdad positiva? De ninguna manera. De manera similar, la última parte del siglo XVIII fue el período en el que con tanta eficacia se socavaron los cimientos de la Iglesia y el Estado como para llevar a la revolución más sangrienta de la historia hasta esa fecha, una revolución que la mayoría de los liberales ingleses, con razón, aborrecieron. En cuanto a la primera parte del siglo XIX en Alemania, su pensador dominante fue Hegel, quien, como veremos, construyó probablemente el más pomposo y contradictorio de los sistemas filosóficos – en verdad, estrictamente absurdo, considerado con cierta justicia como un ancestro tanto del comunismo como del fascismo. En cuanto al mundo anglosajón, en el siglo y medio a partir del tiempo de Mill, aunque alcanzo un grado aún mayor de libertad de pensamiento y expresión que aquel que ha prevalecido en dichos tres períodos. Y sin embargo, esto ha sido a expensas del casi completo deterioro de la creencia y moral cristiana tradicionales... Evidentemente, la libertad no conduce necesariamente a la verdad. Ni la Verdad Encarnada nunca afirmó que lo haría, declarando más bien lo contrario, a saber, que “conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8.32). Y parte de la verdad consiste en el sobrio reconocimiento de que las mentes de los hombres están circunscriptas a su naturaleza caída y, la mayor parte del tiempo, ni siquiera desean obtener la verdad, de modo que si se les da completa libertad para decir lo que quieran, el resultado será la decadencia de la sociedad desde la verdad hacia el abismo de la destrucción.

Como escribe Timothy Snyder, interpretando las lecciones del 1984 de George Orwell para las democracias de masas actuales: “Los textos fundamentales de la tolerancia liberal, como la ‘Areopagitica’ de Milton y ‘Sobre la libertad’ de Mill, dan por sentado que los individuos desearán conocer la verdad. Sostienen que, en ausencia de censura, la verdad eventualmente surgirá y será reconocida como tal. Pero incluso en las democracias, esto no siempre puede que sea cierto”.[13]

Los argumentos de Mill a favor de la completa libertad de expresión descansan en la suposición, como admitió libremente, de la que los hombres a quienes se les concede esta libertad no son ni niños ni bárbaros. Y, sin embargo, la corrupción de la mente y del corazón que asociamos con la palabra “bárbaro” está presente en cada ser humano; esto es a lo que nos referimos por el término de “pecado original”. Y si los hombres no fueran con frecuencia como niños en mente, el apóstol Pablo no se habría visto forzado a decir: “Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la malicia, pero maduros en el modo de pensar” (I Corintios 14.20)

James Fitzjames Stephen, en su obra Liberty, Equality, Fraternity (1873), señaló más defectos importantes en el argumento de Mill. La libertad, afirmó, es como el fuego; puede ser utilizada para el bien y para el mal. Suponer lo contrario sería ingenuo y peligroso. No quedaba claro en absoluto que condujese la completa libertad de interferencia por parte de otros a una mayor búsqueda de la verdad; con igual facilidad podría llevar a la ociosidad y la falta de interés en los asuntos sociales.

Además, escribe Gertrude Himmelfarth: “Lo que le preocupaba de la doctrina de Mill era la posibilidad de que su adopción dejara a la sociedad impotente en aquellas situaciones en las que había una necesidad genuina de acción social. También estaba implícita la posibilidad de que la retirada de las sanciones sociales contra cualquier creencia o acto en particular se interpretara como una aprobación de esa creencia o acto, una licencia para hacer lo que la sociedad no podía prohibir”[14].

La línea argumental de Stephen ha sido desarrollada en nuestro tiempo por Lord Devlin en su ensayo titulado The Enforcment of Morals (1968) “La publicación del ensayo de Devlin - escribe Himmelfarth - se debió al Informe de la Comisión Wolfenden, que recomendaba la legalización de la homosexualidad entre adultos consensuales. Frente a la afirmación de la Comisión de que la moralidad y la inmoralidad privadas ‘no son asunto de la ley’, Devlin argumentó que ‘La supresión del vicio es asunto del Derecho, tanto como lo es la supresión de las actividades subversivas. No es más posible definir una esfera de moralidad privada que definir una esfera de actividad subversiva privada.’”[15]

Como sabemos, la recomendación de la Comisión Wolfendenen en lo que respecta a la homosexualidad fue aceptada por el Parlamento inglés, lo que demuestra el poder, el poder altamente destructivo, que la aplicación del Principio de Mill ha adquirido en nuestros tiempos, un poder que el mismo Mill probablemente habría lamentado. De hecho, una aplicación completamente coherente del Principio probablemente conduciría a la eliminación de prohibiciones contra actividades como la eutanasia y el incesto, argumentando que estas están dentro del ámbito de la moralidad o inmoralidad privadas y, que por lo tanto, no conciernen al Estado.

Tomemos el caso de la prostitución, la cual ya es completamente legal en la mayoría de los países. “Si la prostitución – se pregunta Devlin– no es asunto de la ley, ¿qué preocupación tiene la ley con el proxeneta o el dueño del burdel...? El informe recomienda que las leyes que convierten estas actividades en delitos penales se mantengan... y las clasifica... bajo la categoría de explotación... Pero en general, un proxeneta explota a una prostituta de la misma manera que un empresario lo hace con una actriz”[16]

Mill justifica la prohibición de ciertos actos, como la decencia pública, argumentando que “son una violación de las buenas costumbres, (...) entran con ello en la categoría de ofensas contra otros, y pueden ser legítimamente prohibidos”

Y, sin embargo, como señala Jonathan Wolff, es difícil ver cómo tal prohibición puede justificarse únicamente sobre la base del Principio del Daño. “¿Qué daño causa la ‘indecencia pública’? Después de todo, Mill insiste en que la mera ofensa no es daño. Aquí, Mill, sin ser explícito, parece permitir que la moralidad convencional anule su adhesión al Principio de la Libertad. Pocos, tal vez, criticarían su elección política. Pero es difícil ver cómo puede hacer a esto consistente con sus otras opiniones: de hecho, parece que no hace un esfuerzo serio por hacerlo. ‘Una vez que comenzamos a considerar ejemplos de este tipo, empezamos a entender que seguir el «principio antes simple» de Mill podría conducir a un tipo de sociedad nunca antes visto, y, tal vez, a uno que nunca desearíamos ver...’”[17]  

Y es así que, mientras el liberalismo inglés de la variante de los Mills que buscaba cuidadosamente proteger a la sociedad tanto de la tiranía del estilo continental de un solo hombre como de la tiranía del estilo estadounidense de la mayoría, terminó por entregar a la sociedad a una serie de tiranías de las minorías, lo cual no está mejor ejemplificado que con la Ley Europea de Derechos Humanos que afecta gravemente la fe cristiana y la moral en la Europa y Gran Bretaña contemporáneas.

B.   La tesis de Fukuyama

Ahora examinemos probablemente la defensa más conocida y mejor articulada del liberalismo que ha aparecido en los últimos veinticinco años, El fin de la historia y el último hombre del politologo formado en Harvard, Francis Fukuyama. En vista de la fama de esta tesis, cualquier perspectiva anti-modernista y, en particular, cualquier defensa verdaderamente coherente de nuestra fe ortodoxa cristiana, debe tomar en cuenta lo que dice Fukuyama y refutarlo, o, al menos, demostrar que sus observaciones y análisis correctos llevan a conclusiones diferentes a las que él llega. Lo que hace que la tesis de Fukuyama sea particularmente interesante para los cristianos ortodoxos es que es posible estar de acuerdo con el 99% de su detallada argumentación mientras que diferimos fundamentalmente con él en nuestras conclusiones finales.

El artículo original de Fukuyama titulado “¿El fin de la historia?” argumentaba, como él lo resumió en su libro, que: En él argüía que la democracia liberal podía constituir ‘el punto final de la evolución ideológica de la humanidad’, la ‘forma final de gobierno’, y que como tal marcaría ‘el fin de la historia’. Es decir, que mientras las anteriores formas de gobierno se caracterizaron por graves defectos e irracionalidades que condujeron a su posible colapso, la democracia liberal estaba libre de estas contradicciones internas fundamentales. Con esto no quería decir que las democracias estables de hoy, como las de Estados Unidos, Francia o Suiza, no contuvieran injusticias o serios problemas sociales. Pero esos problemas se debían a una aplicación incompleta de los principios gemelos de la libertad e igualdad, en los que se funda la democracia moderna, más que a una falla de los principios mismos.  Si bien algunos países actuales pueden no alcanzar una democracia liberal estable, y otros pueden recaer en formas más primitivas de gobierno, como la teocracia o la dictadura militar, no es posible mejorar el ideal de la democracia liberal.[18]

El artículo original de Fukuyama apareció en el verano de 1989 y recibió un apoyo rápido y dramático con el colapso casi después del comunismo en Europa del Este. Es así que, para 1991, el único país importante fuera del Medio Oriente islámico y África que no se había vuelto al menos nominalmente democrático era la China comunista, y allí también empezaban a aparecer grietas. No es que Fukuyama predijera este resultado: como admite honestamente, tan solo unos pocos años antes, ni él ni la gran mayoría de los politólogos occidentales habrían anticipado la caída del comunismo en el corto plazo.

Probablemente, los únicos escritores destacados que predijeron tanto la caída del comunismo como los conflictos nacionalistas y los regímenes democráticos que le siguieron fueron cristianos ortodoxos como Gennady Shimanov y Alexander Solzhenitsyn, ninguno de los cuales era conocido por ser un defensor de la democracia. Esto en sí mismo debería hacer que tengamos algo de cautela antes de confiar demasiado en los juicios de Fukuyama sobre el futuro del mundo y el fin de la historia.

Sin embargo, debe admitirse que, en el momento presente, la Historia parece estar yendo en la dirección que él argumentaba. Otra es la cuestión de si esta dirección es la mejor posible, o si es posible considerar otros resultados posibles para el proceso histórico. 

1.     Razón, Deseo y Thymos

 

¿Por qué, según Fukuyama, la Historia se dirige hacia la democracia global? A riesgo de simplificar en exceso un argumento que es extenso y sofisticado, podemos resumir su conclusión en dos puntos: la lógica del avance científico y la lógica de la necesidad humana, especialmente por la necesidad de reconocimiento. Veamos brevemente cada uno de estos aspectos. Primero, la supervivencia de cualquier Estado moderno, tanto militar como económicamente, requiere que la ciencia y la tecnología tengan libertad, lo que a su vez exige la libre difusión de ideas y productos dentro y entre Estados, algo que solo garantiza el liberalismo político y económico.

 

La élite científico-técnica necesaria para dirigir una economía industrial moderna pedirá a fin de cuentas una mayor liberalización política, porque la investigación científica sólo puede llevarse a cabo en una atmósfera de libertad y de intercambio abierto a ideas. Vimos antes cómo el surgimiento de una amplia élite tecnocrática en la URSS y China creó una opinión favorable a los mercados y a la liberalización económica, porque estaban más de acuerdo con los criterios de la racionalidad económica. Aquí, el argumento se extiende al terreno político y afirma que el progreso científico depende no sólo de la libertad para la investigación científica, sino también de una sociedad y un sistema político que sean, en su conjunto, abiertos al debate libre y a la participación.[19]

 

Tampoco se puede detener ni revertir el avance de la ciencia de manera indefinida. No cambiaria esto incluso si se da la destrucción de la civilización a través de una catástrofe nuclear o ecológica, y la necesidad de una evaluación mucho más cuidadosa de los efectos de la ciencia y la tecnología que provocaría tal catástrofe. Es inconcebible que los principios del método científico se olviden mientras la humanidad sobreviva en el planeta, y cualquier Estado que renunciara a la aplicación de ese método estaría en una desventaja enorme en la lucha por la supervivencia.

 

Fukuyama admite que la lógica del avance científico y el desarrollo tecnológico por sí sola no explica por qué la mayoría de las personas en países avanzados e industrializados prefieran la democracia. Pues si la meta de un país es el crecimiento económico por encima de cualquier otra consideración, la opción verdaderamente triunfadora no parece que haya de ser ni la democracia liberal ni el socialismo de la variante democrática o de la variante leninista, sino una combinación de economía liberal y de política autoritaria que algunos buenos observadores han denominado ‘Estado autoritario burocrático’ y que podemos calificar también como ‘autoritarismo orientado hacia el mercado’[20]

 

Es interesante, que Fukuyama como ejemplo de tal “combinación triunfadora” mencione “la Rusia de Witte y Stolypin”; en otras palabras; la del Zar Nicolás II…

Ya que la lógica del avance científico no es suficiente en si para explicar el por que la mayoría de las personas y los Estados eligen la democracia, Fukuyama recurre a un segundo argumento más poderoso basado en el modelo platónico de la naturaleza humana. Según este modelo, hay tres componentes básicos de la naturaleza humana: la razón, el deseo y la fuerza que se denotan por la palabra griega casi intraducible de “thymos[21]. La razón [el Logistikón] es la sierva del deseo y el thymos; y es este elemento [el del Logistikón] el que nos distingue de los animales y permite que el thymos y las fuerzas irracionales del deseo se satisfagan en el mundo real. El deseo incluye las necesidades básicas de alimentos, sueño, refugio y sexo. Thymos se traduce comúnmente como “ira” o “coraje”, pero Fukuyama lo define a ese deseo el que “desea el deseo de otros hombres, es decir, ser deseado por otros o ser reconocido[22].

Ahora, la mayoría de los teóricos liberales en la tradición anglosajona, como Hobbes, Locke y los fundadores de la Constitución Americana, se han centrado en el deseo como la fuerza fundamental en la naturaleza humana, ya que de su satisfacción depende la supervivencia de la propia raza humana. Han considerado en el thymos, o la necesidad de reconocimiento, una fuerza ambigua que más bien debería ser suprimida que expresada; porque es el thymos el que lleva a tiranías, guerras y todos aquellos conflictos que ponen en peligro “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. La Constitución Americana, con su sistema de controles y equilibrios, fue diseñada sobre todo para evitar la aparición de la tiranía, que es la expresión más clara de lo que podríamos llamar “megalothymia”. De hecho, para muchos, el principal mérito de la democracia radica en su prevención de la tiranía.

 

Un punto de vista similar fue el expresado por el escritor anglicano, C.S. Lewis: “Soy demócrata porque creo en la Caída del Hombre. Creo que la mayoría de la gente es demócrata por la razón opuesta. Gran parte del entusiasmo democrático se origina en las ideas de personas como Rousseau, que creían en la democracia porque consideraban que la humanidad era tan sabia y buena que todo el mundo merecía participar del gobierno. El peligro de defender la democracia en base a esos motivos es que no son ciertos. Y siempre que su debilidad queda expuesta, quienes prefieren la tiranía capitalizan esa exposición. Encuentro que no son ciertos sin mirar más allá de mí mismo. No merezco participar del gobierno de un gallinero, mucho menos del de una nación. Tampoco lo merece la mayor parte de las personas—todos los que creen en la publicidad, y piensan en muletillas y esparcen rumores. La verdadera razón para estar a favor de la democracia es justamente lo contrario. La humanidad esta tan caída que a ninguno se le puede confiar un poder sin límites sobre sus semejantes.”[23]

 

Pero este argumento es deficiente tanto en términos lógicos como históricos. Convengamos que el Hombre está caído. ¿darle a muchos hombres caídos una participación en el gobierno revertiría esa caída? En la vida moral y social, dos aspectos negativos no suman un positivo. Las instituciones democráticas pueden inhibir el surgimiento de la tiranía a corto plazo; pero también prácticamente garantizan que los líderes democráticos puedan se demagogos consumados dispuestos a hacer casi cualquier cosa para complacer al electorado. El thymos de un hombre puede frenar la plena expresión del thymos de otro; pero la combinación de muchas voluntades contradictorias solo puede llevar a un compromiso que muy difícilmente sea el mejor para la sociedad en su conjunto. De hecho, si la sabiduría en la política, así como en todo lo demás, proviene de Dios, “es mucho más natural suponer - como dice Trostnikov - que la iluminación divina descenderá sobre el alma elegida de un Ungido de Dios, en lugar de sobre un millón de almas a la vez”[24].

 

Las Escrituras no dicen vox populi – vox Dei, sino: “Así está el corazón del rey en la mano del Señor; a todo lo que quiere lo inclina.” (Proverbios 21.1)

 

El Escrutopio[25] de Lewis (una encarnación imaginada del diablo) escribe: “La palabra con que deben tenerlos agarrados por las narices es democracia. “El buen trabajo realizado ya por nuestros expertos filólogos en la corrupción del lenguaje humano hace innecesario advertirles que no se les deberá permitir nunca dar a esta palabra un significado claro y definible. La verdad es que no lo harán. Nunca se les ocurrirá pensar que democracia es en realidad el nombre de un sistema político, incluso de un sistema de votación, cuya conexión con lo que están intentando venderles es muy remota. Tampoco se les deberá permitir nunca plantear la pregunta de Aristóteles acerca de si «el comportamiento democrático» significa el comportamiento que gusta a los demócratas o el que preserva la democracia, pues si lo hicieran sería difícil evitar que se les ocurriese pensar que ambas cosas no coinciden necesariamente

(…) Deben utilizar la palabra puramente como un conjuro, o, si prefieren, por su poder de venta exclusivamente. Es un nombre que veneran, y está conectado, por supuesto, con el ideal político de que los hombres debieran ser tratados de forma igualitaria. Después deberán hacer una sigilosa transición en sus mentes desde este ideal político a la creencia efectiva de que todos los hombres son iguales, especialmente aquel del que se están ocupando. Pueden usar la palabra democracia, pues, para sancionar en su pensamiento el más vil (y también el menos deleitable) de todos los sentimientos humanos. (…) El sentimiento al que me refiero es, naturalmente, aquél que induce a un hombre a decir soy tan bueno como tú. La primera y más evidente ventaja de este sentimiento es inducirle a entronizar en el centro de su vida una útil, sólida y clamorosa falsedad.

 

Este útil fenómeno no es nuevo en modo alguno. Los humanos lo han conocido desde hace siglos con el nombre de Envidia. Más hasta ahora, lo habían considerado siempre el más odioso y ridículo de los vicios. Quienes eran conscientes de sentirla, lo hacían con vergüenza. Quienes no lo eran, la detestaban en los demás. La deliciosa novedad de la situación actual consiste en la posibilidad de sancionarla, convertirla en actitud respetable –e incluso encomiable– merced al uso hipnotizador de la palabra democracia.”[26]

 

En otro lugar Lewis admite que  “la monarquía es el canal a través del cual todos los elementos vitales de la ciudadanía; la lealtad, la consagración de la vida secular, el principio jerárquico, el esplendor, la ceremonia, la continuidad; aun fluyen para irrigar el yermo desierto del ars política[27]económica moderna”.[28]

 

En cualquier caso, ¿realmente ha sido la democracia una defensa eficaz contra la tiranía? Tomemos el ejemplo de la primera democracia famosa, Atenas. Atenas había sido gobernada por Solón, uno de los autócratas más sabios y benevolentes, quién puso de manifiesto su magnanimidad por sobre la ambición personal al retirarse de manera voluntaria en el pináculo de su fama. Más tarde, la democracia ateniense estuvo liderada por un buen gobernante, Pericles. Sin embargo, hacia finales del siglo, Sócrates, el ciudadano más distinguido del Estado, fue ejecutado; Melos fue reducida a cenizas y su población cruelmente masacrada; y se perdió una guerra fútil y desmoralizadora en contra de Esparta.

 

Las lecciones no fueron pasadas por alto por los filósofos del siglo siguiente: Platón se apartó de la democracia en favor del ideal del rey-filósofo; mientras que Aristóteles hizo la importante distinción entre el “comportamiento democrático”, que es aquel “que les gusta a las democracias”, y el “comportamiento democrático”, que es el que “preservara a la democracia”[29]; sin coincidir ambos muy a menudo. El comportamiento que les gusta a las democracias es el lucro pacífico y la búsqueda del placer. El comportamiento que preservará una democracia es la guerra y una disciplina estricta, del cual los derechos del individuo deben subordinarse a la voluntad del líder. Aún más, para mantener la democracia, los derechos individuales no solo deben de subordinarse, sino destruirse, y a veces en una amplia escala. Como Sheakespeare lo señala en el Julio Cesar (II,1):

 

Ligario: ¿Qué debe hacerse?

Bruto: Obra que han de sanar muchos enfermos.

Ligario: ¿Y en que hemos de enfermar a algunos sanos?[30]

 

Es por esto que es impactante el que los más grandes tiranos de la era moderna han emergido desde el trasfondo de violentas revoluciones democráticas: Cromwell; de la revolución inglesa, Napoleón; de la Revolución Francesa, Lenin; de la Revolución rusa. ¿Y no fue Hitler elegido por la democracia alemana? Además que, las democracias han estado muy dispuestas a arrojar a pueblos enteros a los leones de la tiranía por ganancias efímeras. Pensamos en los Acuerdos de Helsinki de 1975, mediante los cuales Occidente legitimó la conquista soviética de Europa del Este; o la expulsión de Taiwán de las Naciones Unidas a instancias de la China comunista.

 

Es por esto que el thymos es un aspecto de la naturaleza humana que la tradición anglosajona liberal ha tenido dificultad en adaptar. Los liberales aprueban el uso del thymos para derrocar tiranías, pero carecen de ideas sobre cómo domarlo dentro de una democracia existente. Reconociendo esta debilidad en el modelo anglosajón, Fukuyama se dirige a considerar la tradición idealista alemana, representada por el filósofo Friedrich Hegel, quien atribuía un valor mucho más positivo al thymos.

 

Hegel coincidía con los anglosajones en que la democracia era la forma más elevada de gobierno y, por lo tanto, que el triunfo de la democracia, que consideraba haberse dado con la victoria inexplicable del tirano de Napoleón en Jena en 1806, era “el Fin de la Historia”. Sin embargo, en la visión de Hegel, la democracia no era la mejor simplemente porque lograba el objetivo de la autoconservación mejor que cualquier otro sistema, sino también, y principalmente, porque expresaba el thymos en forma de “isothymia”; es decir, permitía que cada ciudadano expresara su thymos en igual medida. Mientras que en las sociedades pre-democráticas que una persona satisficiera su thymos llevaba a que el thymos de los demás se frustrara, dividiendo así a toda la sociedad en uno o unos pocos amos y muchos esclavos, como resultado de las revoluciones democráticas del siglo XVIII, los esclavos derrocaron a sus amos y lograron un reconocimiento igualitario a los ojos de los demás. Siendo así que, mediante la obtención de derechos humanos universales, todos, de hecho, se convirtieron en amos.

 

La filosofía de Hegel era un desafío explícito a la postura cristiana sobre la esclavitud y la libertad política.

 

Con respecto a la esclavitud, los cristianos la consideraban como un mal secundario que podía tornarse como un bien si se la aplicaba para un fin espiritual. “Porque el que en el Señor fue llamado siendo esclavo, liberto es del Señor; asimismo el que fue llamado siendo libre, esclavo es de Cristo.” (I Corintios 7.22; Onésimo), de esta manera, siendo “como libres, pero no como los que tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino como siervos de Dios.” (I Pedro 2.16). San Agustín, desarrollando esta enseñanza, afirmo que si los esclavos: “no pueden emanciparse de sus dueños, convertirán su esclavitud en una, por así decir, libertad, sirviendo con afectuosa fidelidad, en lugar de servir bajo un temor hipócrita, hasta que pase la injusticia y se aniquile toda soberanía y todo humano poder, y Dios lo sea todo para todos.”[31]

 

Esta doctrina ofendía el orgullo de Hegel, su thymos. Es por esto que, sin argumentar detalladamente en su contra, la rechazó como indigna de la dignidad del hombre. También rechazó, por razones similares, al liberalismo anglosajón, en cuanto a que consideraba que el colocar la auto-preservación como el objetivo principal de la vida y la sociedad era ineficaz y degradante.

 

Hegel podría haber estado de acuerdo con las palabras de Shakespeare en Hamlet, IV, 4:

 

¿Qué es un hombre

Si el principal bien y beneficio de su tiempo

Es sólo comer y dormir? Una bestia, nada más[32] [33]

 

La esencia y gloria del hombre consiste en su amor a la gloria y el honor:

 

Verdaderamente ser grande

No consiste en agitarse por un gran motivo,

Sino más bien en hallar pelea con grandeza por una pequeñez

Cuando el honor está en riesgo.[34]

 

Porque la grandeza del hombre radica en el trascender su instinto de auto-preservación, en su capacidad por autosacrificarse. Y esta es una manifestación del thymos.

 

Fukuyama desarrolla la crítica hegeliana al liberalismo anglosajón de la siguiente forma: es precisamente la primacía moral dada a la conservación de la vida o a una cómoda conservación, de acuerdo con el pensamiento de Hobbes y Locke, lo que nos deja insatisfechos. Más allá de establecer las reglas para la mutua autoconservación, las sociedades liberales no intentan definir ninguna meta positiva para sus ciudadanos ni fomentar ningún modo de vida particular como superior o deseable por encima de otro. Cualquier contenido positivo que la vida pueda tener ha de llenarse por el individuo mismo. Este contenido positivo puede ser alto, de servicio público y generosidad privada, o bajo, de egoísta placer propio y malevolencia personal. El Estado como tal es indiferente. El gobierno está obligado a tolerar los distintos ‘estilos de vida’, excepto cuando el ejercicio de un derecho colisiona con el de otro. En ausencia de metas positivas, ‘elevadas’, lo que habitualmente llena el vacío, en el corazón del liberalismo de Locke, es la búsqueda sin fin de la riqueza, liberada ahora de la tradicional limitación de la escases y la necesidad.

 

Las limitaciones de la concepción liberal del hombre se vuelven más evidentes si consideramos el producto más típico de la sociedad liberal, un nuevo tipo de individuo que con el tiempo ha sido llamado peyorativamente burgués: el ser humano consumado por su propia inmediata autoconservación y su bienestar material, interesado por la comunidad que lo rodea sólo en la medida en que fomenta su bien personal o es un medio para contribuir a él. El hombre de Locke no ha de ser patriótico, tener espíritu cívico o preocuparse por el bienestar de quienes lo rodean; como Kant sugirió, una sociedad liberal podría componerse de diablos, con tal de que fueran racionales. [cursiva de Vladimir Moss]. No estaba claro por qué los ciudadanos de un estado liberal, especialmente en su variante hobbesiana, deberían hacer el servicio militar y arriesgar la vida por su país en una guerra. Si el derecho natural fundamental era el de la autoconservación del individuo, ¿con qué motivo podía llegar a ser racional morir por la patria más bien que tratar de huir con la familia y el dinero? Incluso en tiempos de paz, el liberalismo hobbesiano o lockeano no daba ningún motivo para que los mejores hombres de la sociedad escogieran el servicio público con preferencia a una vida privada consagrada a hacer dinero. En realidad, no estaba claro por qué el hombre lockeano debería mostrarse activo en la vida de su comunidad, ser generoso con los pobres o siquiera hacer sacrificios para criar una familia.

 

Más allá de la cuestión práctica de si se puede crear una sociedad viable en donde falte todo espíritu público, hay otra todavía más importante: la de si no hay algo profundamente despreciable en un hombre que no puede elevar la vista por encima de su estrecho interés propio y sus necesidades físicas. El señor aristócrata de Hegel, que arriesga la vida en un combate por el prestigio, es sólo el ejemplo más extremo del impulso humano de trascender la necesidad meramente natural o física. ¿No es posible que la lucha por el reconocimiento refleje una aspiración a la trascendencia de sí mismo, que yace en las raíces no sólo de la violencia del estado de naturaleza o de la esclavitud, sino también de las nobles pasiones del patriotismo, el valor, la generosidad y el espíritu público? ¿No es el reconocimiento algo relacionado con el aspecto moral de la naturaleza del hombre, la parte del hombre que encuentra satisfacción en sacrificar las estrechas preocupaciones del cuerpo para alcanzar un objetivo o unos objetivos que están más allá del cuerpo? Al no rechazar la perspectiva del señor en favor de la del esclavo, al identificar la lucha del señor por el reconocimiento con algo en el meollo de lo que es humano, Hegel quiere honrar y conservar cierta dimensión moral de la vida humana que falta por completo en la sociedad concebida por Hobbes y Locke. Hegel, en otras palabras, ve al hombre como un agente moral cuya dignidad especifica está relacionada con su libertad interior respecto a los factores determinantes físicos o naturales. Esta dimensión moral y la lucha para que se la reconozca es el motor que mueve el proceso dialectico de la historia.[35]

 

Ahora bien, para el oído cristiano hay una contradicción interna en esta crítica. Aunque concordamos con que hay algo profundamente repelente en la búsqueda egoísta del liberal burgués de una cómoda auto-conservación, no podemos concordar en que la lucha por el reconocimiento no es algo muy diferente, y aún más peligrosa, forma de egoísmo. ¿Qué hay de trascendente en la pura afirmación del yo? El patriotismo, el valor y la generosidad son sin duda pasiones nobles, pero si las atribuimos a la simple necesidad de reconocimiento, ¿no estamos reduciendo los actos de abnegación a formas disfrazadas de egoísmo?

 

Y así, si el liberalismo anglosajón complace la pasión innoble de la lujuria, ¿no se somete el liberalismo hegeliano a la pasión satánica del orgullo?

 

Se deduce del análisis de Fukuyama que la condición esencial para la creación de una sociedad perfecta o casi perfecta es la satisfacción racional tanto del deseo como del thymos. Sin embargo, la satisfacción del thymos es la más problemática de las dos condiciones. Mientras que puede confiarse al avance de la ciencia y al libre mercado la generación de los bienes que el deseo - incluso el deseo altamente elástico y constantemente cambiante del consumidor moderno - requiere en cantidades suficientes para todos, es un problema muy complicado satisfacer el thymos de todos sin permitir que ningún grupo o individuo de riendas sueltas a la megalothymia.

 

Sin embargo, la democracia ha tenido éxito al remplazar a la megalothymia por dos cosas: La primera es un florecimiento de la parte deseante de alma que se manifiesta en una empecinada economización de la vida. Esto se extiende desde las cosas más altas a las más bajas, de los Estados europeos que no buscan grandeza e imperio, sino una Comunidad Europea más integrada para 1992, hasta el diplomado universitario que realiza un análisis interior de costos y beneficios de las opciones de la carrera que se le ofrecen. La segunda cosa que ocupa el lugar de la megalothymia es una isothymia, que se esparce por todas partes, es decir, el deseo de ser reconocido como igual de los demás.[36]

 

En otras palabras, la democracia se apoya sobre dos pilares, la codicia y el orgullo: la manipulación racional (es decir, científica) de la codicia desarrollada sin límites (cuanto más ricos sean los ricos, menos pobres serán, eventualmente, los pobres; el llamado efecto ‘de derrame’), y el orgullo desarrollado dentro de ciertos límites (el límite, es decir, establecido por el orgullo de otras personas). Ya que ahora no hay formas de constatar nuestra naturaleza humana caída excepto las leyes – leyes promulgadas por humanos de naturaleza caída – y el aparato estatal encargado de hacer cumplir la ley. Podría asemejarse esto con la inequidad, como señaló Solzhenitsyn en la década de 1970 al comparar a Occidente con la Unión Soviética; pero en si esto es que, dentro de los límites de las leyes, se permite el mayor grado de inmoralidad.

 

¡Realmente una casa construida sobre la arena!

 

2.     Democracia y Nacionalismo

 

Ahora hay dos fenómenos “thymoticos” que deberían ser controlados y neutralizados si se pretende lograr el ideal democrático de una ciudadanía satisfecha e isotimica: la religión y el nacionalismo.

 

El nacionalismo es una amenaza ya que implica que todos los hombres no son iguales, lo que a su vez trae aparejado que es correcto y justo que un grupo de hombres domine a otro. Como Fukuyama admite: “La democracia no es tampoco especialmente apropiada para resolver las disputas entre diferentes grupos étnicos o nacionales. La cuestión de la soberanía nacional es inherentemente una en la cual no caben compromisos, pues la soberanía pertenece a uno u otro pueblo – armenios o azeríes, lituanos o rusos – y cuando diferentes grupos entran en conflicto, raramente hay una manera de dividir la diferencia por medio de compromisos pacíficos y democráticos, como lo hay en las disputas económicas. La Unión Soviética no puede convertirse en democrática y al mismo tiempo permanecer unitaria, pues la democracia puede establecerse allí solo sobre la base de que el país se divida en partes o entidades menores, ya que no hubo consenso entre las nacionalidades de la Unión Soviética acerca de compartir una ciudadanía e identidad comunes. La democracia americana ha salido sorprendentemente airosa al tratar con su diversidad étnica, pero esta diversidad ha sido contenida dentro de ciertos límites; ninguno de los grupos étnicos constituye una comunidad histórica que vive en su territorio tradicional, habla su propia lengua y posee una memoria de su pasada nacionalidad y soberanía”[37]

 

Ya que la democracia no puede dar expresión al nacionalismo sin contradecir sus propios principios igualitarios, tiene que socavarlo – no por la fuerza, por supuesto, sino de la manera democrática, es decir, mediante la persuasión y los estímulos materiales. Aun así, la persuasión raramente funciona cuando las pasiones irrumpen de manera intensa y profunda, llegando al caso de que al final se soborne a las naciones en disputa para mantener la paz. Hasta cierto punto, esto funciona, pero la experiencia muestra que incluso los países económicamente avanzados cuyo deseo está cerca de ser satisfecho no pueden controlar la erupción de pasiones nacionalistas tymoticas. Por esto es que: “El desarrollo económico no ha debilitado el sentimiento de identidad nacional entre los francocanadienses de Quebec, y en realidad su temor a verse homogeneizados en la cultura anglosajona dominante ha acentuado su deseo de mantener su diferencia. Decir que la democracia es más funcional para sociedades ‘nacidas iguales’, como la de Estados Unidos, es una petición de principio acerca de cómo una nación llega a ese punto. La democracia, pues, no se convierte necesariamente en más funcional al hacerse las sociedades más complejas y diversas. De hecho, falla precisamente cuando la diversidad de una sociedad pasa de cierto límite”[38]

 

A pesar de este hecho, los ideólogos de la democracia continúan creyendo que el nacionalismo es una amenaza que solo puede contenerse construyendo estados supra-nacionales cada vez más grandes. Así, la Comunidad Europea se fundó en 1956 bajo la premisa de que, además de las recompensas económicas que se obtendrían de la Unión, ésta evitaría la reaparición de la guerra entre los Estados europeos en general y Francia y Alemania en particular. Por supuesto, la sangrienta desintegración de Estados supranacionales como la Unión Soviética y Yugoslavia no abona a favor de este argumento. Pero los demócratas replican declarando que no es el supranacionalismo como tal el culpable de estas rupturas, sino el sistema comunista, que suprimió las aspiraciones tymoticas de sus ciudadanos y alimentó así el nacionalismo en lugar de sublimarlo.

 

Entonces, ¿resuelve el modelo democrático de supranacionalismo que representa la Unión Europea el problema del nacionalismo? La evidencia parece apuntar en la dirección contraria. Así, a medida que se acercaba el momento de la entrega irreversible de las soberanías nacionales, es decir, la unión monetaria, la resistencia se fortalecía en varios países, como se evidenciaba, de acuerdo a las encuestas nacionales, por las mayorías que se oponían a la misma. Y a medida que esta resistencia se endurecía, la persuasión de los eurocratas se transformaba en el áspero lenguaje de la coerción amenazante. Así, el Primer Ministro francés propuso que aquellos países que decidieran no unirse a la unión monetaria (tenía en mente especialmente a Gran Bretaña, el Estado miembro más escéptico de la Unión) deberían estar sujetos a sanciones económicas. Y la Canciller alemana afirmó (una vez más, sus comentarios estaban dirigidos especialmente a Gran Bretaña) que el resultado de no unirse en Europa significaría guerra. ¡Esto a pesar de que no había habido guerra ni amenaza de guerra en Europa Occidental en los últimos cincuenta años!

 

¡Tanto por la unión ‘voluntaria’ de los Estados en el espíritu de la hermandad y la democracia! Si no renuncias a tu soberanía; ¡Te aplastaremos! Este es el lenguaje de odio nacionalista bajo el disfraz supra-nacional, y señala la paradoja central o la contradicción interna en la democracia.

 

La contradicción consiste en que, mientras la democracia se enorgullece de su espíritu de paz y fraternidad entre individuos y naciones, el camino hacia la democracia, tanto dentro de las naciones como entre ellas, implica en realidad una destrucción sin parangón de la vida personal y nacional. Porque mucho se ha dicho, y con verdad se ha dicho, sobre el poder destructivo del nacionalismo; pero mucho menos sobre cómo protege a las naciones, las culturas y a las personas de la destrucción (como, por ejemplo, protegió a las naciones ortodoxas de Europa del Este de la destrucción bajo el yugo turco). Nuevamente, se ha hablado mucho, y dicho con verdad, sobre cómo la democracia crea una cultura de paz que evito la irrupción de guerras importantes entre Estados democráticos; mucho menos sobre cómo la democracia ha debilitado drásticamente los vínculos que se crean por las sociedades de índole distinta a las del Estado, desde los grupos étnicos e iglesias, hasta clubes de trabajadores y uniones de madres, resultando que, privado de identidades comunitarias, el hombre atomizado y democrático se encuentra en sí mismo en un estado de guerra no declarada contra, o en todo caso de alienación de, su vecino.

 

     Esto puede explicar por qué, justo en el momento en que las democracias parecen haber madurado y resuelto todas las grandes contradicciones y desigualdades internas, aparecen nuevos nacionalismos: como el vasco, el escocés y el italiano del norte, por ejemplo, en la moderna Unión Europea. Porque los hombres deben sentir que pertenecen a una comunidad, y no sólo a una determinada comunidad con un amorfismo semejante al de la “Unión Europea”, y menos aún al de la “Comunidad Internacional”. Pero crear una comunidad significa crear subdivisiones, no subdivisiones hostiles, no subdivisiones impermeables, mas, al fin y al cabo, subdivisiones que indiquen quién está dentro, y quién está fuera, de la comunidad, criterios de pertenencia que no todos podrán cumplir. La resistencia del nacionalismo, tanto en su vertiente positiva como negativa, es un signo de la perenne necesidad de comunidad, una necesidad que la democracia ha fracasado abismalmente en satisfacer.

 

Sin embargo, aunque Fukuyama acepta plenamente la existencia y la gravedad de esta carencia en la sociedad democrática, todavía parecería pensar que las fuentes más importantes y poderosas de la vida comunitaria, la religión y el nacionalismo, ya no existen o están en proceso de desaparecer.

 

Es así que, en una afirmación inusualmente audaz y sin reservas, declara que “En contra de quienes entonces creían que la religión era un rasgo necesario y permanente del paisaje político, el liberalismo venció a la religión en Europa”[39] (cursiva de Fukuyama)

 

En cuanto al nacionalismo, reconoce que es probable que continúe e incluso aumente en algunas regiones durante algún tiempo más. Pero al final, también está destinado a 'desvanecerse’. De esta manera, considera que el surgimiento del nacionalismo en la Alemania altamente culta, democrática y económicamente avanzada de las décadas de 1920 y 1930 fue “el producto de circunstancias históricamente únicas”.

 

Estas condiciones no solo están latentes en la mayoría de los países desarrollados, sino que sería muy difícil (aunque no imposible) que se repitieran en otras sociedades en el futuro. Muchas de esas circunstancias, como la derrota en una guerra larga y brutal y la crisis económica, son bien conocidas y potencialmente repetibles en otros países. Pero otras tienen que ver con las tradiciones intelectuales y culturales especiales de Alemania en aquel tiempo, su antimaterialismo y su insistencia en la lucha y el sacrificio, que hacía el país muy distinto a las liberales Francia e Inglaterra. Estas tradiciones, que no eran en modo alguno ‘modernas’, se pusieron a prueba en las desgarradoras agitaciones sociales causadas por la industrialización intensiva de la Alemania imperial, antes y después de la guerra franco-prusiana. Es posible entender el nazismo como una variante, aunque extrema, de la ‘enfermedad de la transición’, un producto derivado del proceso de modernización que no era en absoluto un componente necesario de la propia modernidad. Nada de esto implica que un fenómeno como el nazismo sea imposible ahora porque hayamos avanzado socialmente más allá de esa etapa. Sugiere, sin embargo, que el fascismo es una condición patológica y extrema, por la cual no se puede juzgar a la modernidad en su conjunto[40]

 

Más allá de lo patológico y extremo que pueda ser el nazismo, no puede descartársele simplemente como una verruga desagradable pero fácilmente extirpable en el cuerpo espléndidamente tonificado de la Modernidad. Hitler fue elegido de manera democrática, y el nazismo fue el producto de una de las contradicciones internas fundamentales de la democracia: a pesar de prometer fraternidad, atomiza, aliena y de muchas otras maneras pulveriza a los “hermanos”, haciéndoles sentir que la vida es una jungla en la que cada hombre está esencialmente solo. El sovietismo también fue un producto de la democracia y una manifestación de otra de sus contradicciones internas, la existente entre la libertad y la igualdad. Estas “desviaciones” hacia la derecha e izquierda no señalan la rectitud de un supuesto “camino real”[41] entre medio. Más bien, son síntomas, señales de advertencia que apuntan a la naturaleza patológica inherente del ideal que ambos profesaban y al cual ambos debían su existencia.

 

La Unión Europea se atribuye como una de sus justificaciones principales la de evitar esas guerras nacionalistas, especialmente entre Francia y Alemania, que tanto han desfigurado la historia de la región. Pero a pesar de que Francia y Alemania sean ahora amigos, la mayoría de los viejos nacionalismos no dan señales de morir. Además, la crisis de la eurozona ha reanimado la antipatía tradicional hacia el Estado más poderoso de ella, Alemania. Ya que las exhortaciones en la piedad son ineficaces ante la fe del fervor nacionalista, así también como las admoniciones en pos de la castidad, lo son frente a la lujuria despertada. En ambos casos se requiere gracia para dar poder a la palabra.

 

El problema es que cuando la gracia, la que mantiene en equilibrio las aparentes oposiciones está ausente, es muy fácil para una nación, al igual que para una persona individual, oscilar de un extremo a otro, como muestra la historia del siglo XX, caracterizada por los vaivenes desde el fascismo nacionalista hasta el comunismo internacionalista.

 

A finales del siglo XIX, Konstantin Leontiev vio que el nacionalismo de los Estados de Europa podría conducir a una no menos peligrosa abolición internacionalista de los Estados”. Una agrupación estatal según tribus y naciones no es... otra cosa que la preparación - sorprendente por su fuerza y vivacidad - para la transición a un estado Cosmopolita, primero paneuropeo, y luego, quizás, ¡también mundial! Esto es terrible. Pero aún más terrible, en mi opinión, es el hecho de que hasta ahora en Rusia nadie lo haya visto o quiera entenderlo...”[42] “Una agrupación de Estados según nacionalidades puras llevara al hombre europeo muy rápidamente hacia el dominio del internacionalismo.”[43]

 

 

 

3.     Religión y Democracia

 

La segunda amenaza para la democracia, según Fukuyama, es la religión. La religión es una amenaza porque postula la existencia de verdades y valores absolutos que entran en conflicto con la mentira democrática de que no importa lo que uno crea ya que las creencias de un hombre son tan buenas y válidas como las de cualquier otro. Por eso, como señaló el eslavófilo ruso Alexei Khomyakov, la religión siempre declina en las democracias.

 

Fukuyama escribe: “Al igual que el nacionalismo, no hay un conflicto inherente entre la religión y la democracia liberal, excepto en el punto en que la religión deja de ser tolerante o igualitaria[44]. No sorprende, por lo tanto, que el florecimiento de la democracia liberal haya coincidido con el florecimiento en la religión del movimiento ecuménico, y que Inglaterra, la cuna de la democracia liberal, también haya proporcionado, en imagen de la Iglesia Anglicana, el modelo y el motor para la creación del Consejo Mundial de Iglesias. Pues el ecumenismo es, en esencia, la aplicación de los principios de la democracia liberal a las creencias religiosas.

 

Paradójicamente, Fukuyama, siguiendo a Hegel, reconoce que la idea del valor moral único de cada ser humano, que está en la raíz de la idea de los derechos humanos, es de origen cristiano. Porque, según la visión cristiana: “Las personas, que son manifiestamente desiguales en términos de belleza, talento, inteligencia o habilitad, son iguales, con todo, a la medida en que son agentes morales. El huérfano sin hogar y más retrasado puede tener un alma más hermosa a los ojos de Dios que el pianista de más talento o el físico más brillante.

 

La aportación del cristianismo al proceso histórico consistió, pues, en ofrecer al esclavo la visión de libertad humana y en definir para él en qué sentido podía entenderse que todos los hombres poseen dignidad. El Dios cristiano reconoce universalmente a todos los seres humanos, reconoce su valía y su dignidad. El reino de los cielos, en otras palabras, ofrece la perspectiva de un mundo en el cual se satisfará la isothymia de cada hombre, pero no la megalothymia de los vanagloriosos[45]

 

Dejando de lado por el momento la cuestión de si esta es una correcta interpretación de la concepción cristiana de la libertad y la igualdad, podemos observar que, por muy útil que haya sido esta idea para hacer que el esclavo adquiera un sentido de su propia dignidad, tiene que ser rechazada por el demócrata porque, en realidad, le reconcilia con sus cadenas en lugar de incitarle a deshacerse de ellas. Porque el cristianismo, como cree Hegel - y, al parecer, también Fukuyama - , es en última instancia una ideología de esclavos, sea cual sea su utilidad como peldaño hacia la última ideología, la ideología de los hombres verdaderamente libres, la Democracia. Para que los esclavos lleguen a ser realmente libres, no deben inhibirse por las ideas de la voluntad de Dios (que, por definición, tiene más autoridad que “la voluntad del pueblo”) y del Reino de los Cielos (que, por definición, no puede ser el reino de este mundo). Las virtudes cristianas de la paciencia y la humildad también deben desaparecer, y por la misma razón. Porque la revolución necesita hombres orgullosos, codiciosos e impacientes, no ermitaños ascetas, aunque después de la revolución tengan que limitar su orgullo e impaciencia, si no su codicia, en aras de la estabilidad de la democracia. 

 

Pero este último punto lleva a Fukuyama admita algo aún más importante: que la religión es útil, quizá incluso necesaria, para la sociedad democrática incluso después de la revolución. Porque “el surgimiento y durabilidad de una sociedad que encarna el reconocimiento racional parece requerir la supervivencia de ciertas formas de reconocimiento irracional”.[46]

 

Un ejemplo de esta supervivencia es la “ética protestante del trabajo”, que consiste en reconocer que el trabajo tiene un valor en sí mismo, independientemente de su recompensa material.

 

Un problema para los demócratas es que las pasiones tymoticas que fueron necesarias para derrocar a los amos aristocráticos y crear la sociedad democrática tienden a desvanecerse luego de haber obtenido la victoria, ya que aún hay que consolidar y defender los frutos de la misma. Es una paradoja profunda e importante que los hombres sean mucho más proclives a dar su vida por monarcas hereditarios no elegidos que por presidentes o primeros ministros elegidos, aun considerando a estos últimos más “legítimos” que a los primeros. La razón de esto es que los monarcas hereditarios tienen asociadas emociones religiosas y patrióticas muy fuertes que no están asociadas a los líderes democráticos precisamente porque, consciente o inconscientemente, se percibe que son reyes no por la voluntad del pueblo, sino por la voluntad de Dios, Cuya voluntad el pueblo reconoce como más sagrada que su propia voluntad.

 

Fukuyama se enfrenta con valentía a este problema en última instancia irresoluto: El Estado liberal que se deriva de la tradición de Hobbes y Locke se libra a una prolongada lucha por su pueblo, al tratar de homogeneizar sus varias culturas tradicionales y enseñarle en su lugar a calcular su interés propio a largo plazo. En vez de una comunidad moral orgánica, con su lenguaje ‘del bien y del mal’, hay que aprender una nueva serie de valores democráticos: a ser ‘participante’, ‘racional’, ‘secular’, ‘móvil’, ‘empático’ y ‘tolerante’. Estos nuevos valores democráticos no eran, inicialmente, tales valores en el sentido de definir la virtud humana suprema o el bien. Se concibieron como una función simplemente instrumental, como hábitos que debían adquirirse si se quería vivir con tranquilidad en una sociedad liberal pacífica y próspera. Fue por esta razón que Nietzsche llamó al Estado ‘el más frío de los monstruos fríos’ que destruía los pueblos y sus culturas ‘colgando mil apetitos’ frente a ello.

 

Para que la democracia funcione, sin embargo, los ciudadanos de los Estados democráticos han de olvidar las raíces instrumentales de sus valores y sentir cierto orgullo ‘thymótico’ por su sistema político y su modo de vida. O sea, han de amar la democracia no porque sea necesariamente mejor que sus alternativas, sino porque es suya. Además, han de dejar de ver el valor de la ‘tolerancia’ como simple medio para alcanzar un fin y considerarlo como la virtud definidora para una democracia liberal. El desarrollo de este tipo de orgullo por la democracia, o la asimilación de los valores democráticos en el sentido del propio yo del ciudadano es lo que se quiere indicar cuando se habla de una ‘cultura democrática’ o una ‘cultura cívica’. Esta cultura es crucial para la estabilidad y buena salud a largo plazo de las democracias, puesto que ninguna sociedad de mundo real puede sobrevivir mucho tiempo basándose solamente en el cálculo racional y en el deseo.”[47]

 

     Es cierto, pero ¿es racional creer que decir que pueblo “debe llegar a amar la democracia no porque sea necesariamente mejor que las alternativas, sino porque es la suya” va a motivarlo más que las ideas de la Yihad Islámica o “La Unión Mística de la raza aria”? ¿Acaso amar una ideología sólo porque es mi ideología no es el colmo de la irracionalidad? ¿Acaso una ideología -cualquier ideología- que apele a un Ser superior a sí misma no va a tener mayor atractivo emocional que semejante narcisismo infantil? Además, cuanto más “pura” es una democracia, más se agrava el problema de inyectarle calor al “más frío de todos los monstruos fríos”. En efecto, ¿qué “cultura democrática” o “cívica” puede sustituir, incluso desde un punto de vista puramente psicológico, a una religión de pura cepa, a la creencia en verdades absolutas y en valores que no sean meras proyecciones de nuestros deseos?

 

Fukuyama analiza en detalle cómo la sociedad democrática permite a sus ciudadanos megalothymicos ‘desahogarse’ inofensivamente - es decir, desahogar el exceso de thymos - a través de actividades como el espíritu empresarial, el deporte de competición, los logros intelectuales y artísticos, las cruzadas ecológicas y el voluntariado en sociedades no democráticas[48]. Tiene mucho menos que decir sobre cómo generar thymos en relación con los valores y símbolos centrales de la sociedad democrática cuando ésta se está volviendo - en este sentido, al menos - claramente anémica y ‘microthymica’. ¿Por qué, por ejemplo, ir a la guerra para que el mundo sea seguro para la democracia? ¿Para defender el bien de la “tolerancia” contra el mal de la “intolerancia”? Pero, ¿por qué mi “enemigo” no puede ser intolerante si quiere? ¿Acaso la propia tolerancia no declara que los valores de un hombre son tan buenos como los de cualquier otro? ¿Por qué debería matarlo sólo porque, por un accidente de nacimiento, no ha alcanzado mi nivel de conciencia ecuménica y sigue sumido en el fanatismo de la era pre-milenial, no democrática?

 

El hecho es que mientras la democracia hace la guerra a la religión “fanática”, “intolerante” y “desigualitaria”, desesperadamente ella misma necesita alguna religión de ese tipo.

 

 

4.     Las Dialéctica de la democracia

 

En la última sección de su libro, titulada “El Último Hombre”, Fukuyama examina dos amenazas para la supervivencia de la democracia, una desde la izquierda del espectro político y otra desde la derecha.

 

Desde la izquierda surge el desafío constituido por la demanda interminable de igualdad basada en una lista cada vez mayor de supuestas desigualdades. En los campos universitarios de la América contemporánea, nuevas formas de desigualdad como el racismo, el sexismo y la homofobia han desplazado la tradicional cuestión de clases de la Izquierda. Una vez queda establecido el principio de reconocimiento igual de la dignidad de cada persona – la satisfacción de su isothymia–, no hay garantía de que la gente continúe aceptando la existencia de formas naturales o residuales de desigualdad. El hecho de que la naturaleza distribuya desigualmente las capacidades no es particularmente justo. El hecho de que la generación actual acepte este tipo de desigualdad como natural o necesario no significa que se acepte como tal en el futuro. Un movimiento político puede revivir un día el plan aristofanesco de La asamblea de las mujeres para obligar a los muchachos guapos a casarse con mujeres feas, y viceversa.[49] O bien el futuro puede producir nuevas tecnologías para dominar esta injusticia de la naturaleza y redistribuir de un modo más ‘equitativo’ las cosas buenas de la naturaleza, como la belleza o la inteligencia (…)

 

La pasión por un reconocimiento igual – isothymia – no disminuye necesariamente al lograrse una mayor igualdad y una mayor abundancia material de facto, sino que puede estimulada por ello. (…)

 

Hoy, en la América democrática hay multitud de personas que dedican su vida a la eliminación total y completa de cualquier vestigio de desigualdad, a que ninguna chiquilla tenga que pagar más para que le corten los rizos de lo que paga un muchacho, que ningún grupo de boy-scouts esté cerrado a los homosexuales, que no se construya ningún edificio sin una rampa en la entrada principal para las sillas de ruedas. Estas pasiones existen en la sociedad americana a causa, y no a despecho, de lo exiguo de las desigualdades reales que todavía quedan.[50]

 

La proliferación de nuevos “derechos”, muchos de ellos “ambiguos en su contenido social y contradictorios entre sí”, amenaza con disolver toda la sociedad en un mar hirviente de resentimiento. La jerarquía casi ha desaparecido. Cualquiera puede ahora negarse a obedecer o llevar a los tribunales a cualquier otro, incluso los hijos a sus padres. Los nacionalismos amargos resurgen incluso en “el crisol de razas”, ya que los afroamericanos vuelven a sus raíces para afirmar su diferencia con la raza dominante. Se desecha al concepto mismo de grado de excelencia como algo totalmente independiente de la raza o el sexo, cuando, por ejemplo, se rechaza la pretensión de exaltar a Shakespeare dentro de la literatura por considerar que tuvo la injusta ventaja de ser “blanco, hombre y anglosajón”.

 

Fukuyama señala con razón que la doctrina de los derechos surge directamente de una comprensión sobre la esencia del hombre. Pero las revoluciones igualitaria y científica socavan el concepto cristiano del hombre que los fundadores del liberalismo, tanto anglosajones como alemanes, daban por sentado, negando que exista alguna diferencia esencial entre el hombre y la naturaleza ya que “el hombre es simplemente una forma más organizada y racional de babosa”. De ello se deduce que los derechos humanos esenciales deberían concederse también a los animales superiores, como los monos y los delfines, que pueden sufrir dolor como nosotros y que supuestamente no son menos inteligentes.[51]

 

Pero el argumento no se detiene ahí. ¿Cómo distinguir entre animales superiores e inferiores? ¿Quién puede determinar qué es lo que sufre en la naturaleza y en qué grado? De hecho, ¿por qué la capacidad de experimentar dolor, o la posesión de una inteligencia superior, debería convertirse en un título de valor superior?[52] En definitiva, ¿por qué el hombre posee más dignidad que cualquier otro elemento del mundo natural, desde la roca más humilde hasta la estrella más lejana? ¿Por qué los insectos, las bacterias, los parásitos intestinales y los virus del VIH no deberían tener derechos iguales a los de los seres humanos?”[53]

 

La paradoja es que esta nueva comprensión de la vida, humana y subhumana, es de hecho muy similar a la del hinduismo[54], que se desarrolló, en forma del sistema de castas indio, ¡probablemente la sociedad más obstinadamente desigual de la historia! 

 

Fukuyama concluye su examen sobre la amenaza desde la Izquierda: “La extensión del principio de igualdad para aplicar no sólo a los seres humanos, sino también a toda la creación no humana, puede parecernos extravagante, pero está implícita en nuestro modo de pensar la pregunta: ¿Qué es el hombre? Si creemos realmente que no es capaz de elección moral o de empleo autónomo de la razón, si se puede entendérsele enteramente en términos de lo subhumano, entonces no sólo es posible, sino inevitable que los derechos se extiendan gradualmente a los animales y a los demás seres naturales. El concepto liberal de una humanidad igual y universal con una dignidad humana específica puede atacarse desde arriba y desde abajo: por quienes afirman que ciertas identidades de grupo son más importantes que la calidad de ser humano, y por quienes creen que el hecho de ser humano con constituye un distintivo respecto a lo no humano. El callejón sin salida intelectual en que nos ha metido el relativismo moderno no nos permite responder definitivamente a ninguno de esos dos ataques, y por lo tanto no nos permite defender los derechos liberales tal como se entienden tradicionalmente.”[55]

 

Fukuyama pasa a examinar “una amenaza aún mayor y, en última instancia, más grave” procedente de la Derecha. Esta se reduce a la acusación de que cuando el hombre democrático haya conquistado todos sus derechos humanos universales, y sea totalmente libre e igual, será, por decirlo crudamente, una nulidad sin valor.

 

Pero es más probable que surjan individuos que aspiren a algo más puro y elevado: En sociedades que se acepta la premisa que todos los hombres no son creados iguales. Las sociedades democráticas, en que se acepta la premisa contraria, tienden a fomentar la creencia de la igualdad de todos los modos de vida y todos los valores. No dicen a sus ciudadanos como han de vivir, ni los que les hará felices, virtuosos o grandes. En cambio, cultivan la virtud de la tolerancia, que en las sociedades democráticas se considera la virtud principal. Y si los hombres no pueden afirmar que algún modo de vida concreto es superior a otro, entonces recaen en la afirmación de la vida misma, es decir, el cuerpo, sus necesidades y sus miedos. Aunque no todas las almas puedan ser igualmente virtuosos o inteligentes, todos los cuerpos pueden sufrir, de ahí que las sociedades democráticas tiendan a ser sociedades con compasión y que ponen en primera línea de sus preocupaciones la cuestión de proteger al cuerpo de los sufrimientos. No es por accidente que las personas, en las sociedades democráticas, estén preocupadas por la ganancia material y vivan en un mundo económico dedicado a la satisfacción de la miríada de pequeñas necesidades del cuerpo. Según Nietzsche, ‘el último hombre que ha dejado las regiones en las que es duro vivir, pues se necesita calor’ (...) todavía se trabaja, pues el trabajo es una forma de diversión. Pero se va con cuidado, no fuera que la diversión resultase demasiado angustiosa. No se llega ya a rico o a pobre, pues ambas cosas exigen demasiado esfuerzo. ¿Quién quiere gobernar todavía? ¿Quién quiere obedecer? Ambas cosas exigen demasiado esfuerzo. ¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos desean lo mismo, todos son lo mismo; quien se siente diferente, se va voluntariamente a un manicomio»

 

Para quienes viven en sociedades democráticas se hace difícil tomar en serio en la vida pública las cuestiones con verdadero contenido moral. La moral entraña preguntas sobre lo mejor y lo peor, lo bueno y lo malo, y esto parece violar el principio democrático de la tolerancia. Es por esta razón que el último hombre se preocupa por encima de todo de su salud y su seguridad personales, pues esto no se presta a controversias. Hoy, en América, nos sentimos autorizados a criticar el hábito de fumador de otra persona, pero no sus creencias religiosas o su conducta moral. Para los americanos, la salud de sus cuerpos – lo que comen y beben, el ejercicio que hacen – se ha convertido en una obsesión más importante que las cuestiones morales que atormentaban a sus antepasados.[56]

 

La educación moderna, dicho de otro modo, estimula cierta tendencia al relativismo, o sea, a la doctrina según la cual todos los horizontes y todos los sistemas de valores están relacionados con el tiempo y el lugar, y ninguno es verdad, sino que todos reflejan los prejuicios e intereses de quienes los propugnan. La doctrina que afirma que no existe ninguna perspectiva privilegiada encaja perfectamente con el deseo del hombre democrático de creer que su modo de vida es tan bueno como cualquier otro. En este contexto el relativismo no conduce a la liberación de los grandes y fuertes, sino de los mediocres, de quienes se nos dice que no tienen nada de qué avergonzarse. El esclavo del comienzo de la historia declinó arriesgar la vida en el sangriento combate porque se sentía instintivamente miedoso. El último hombre, al final de la historia, sabe que es mejor no arriesgar su vida por una causa, porque se da cuenta de que la historia está llena de fútiles combates sin sentido en los cuales los hombres lucharon por si debían ser cristianos o musulmanes, protestantes o católicos, alemanes o franceses. Las lealtades que han empujado a los hombres a desesperados actos de valor y sacrificio resultaron ser, a la luz de la historia subsiguiente, estúpidos prejuicios. Como el Zaratustra de Nietzsche dice de ellos ¡Pues así hablaste: ‘Somos enteramente reales, sin creencia ni superstición’ Y así sacáis el pecho, pero, ¡ay!, está vacío’ [57]

 

Un perro se siente satisfecho con dormir todo el día al sol con tal de que lo alimenten, porque no está insatisfecho con lo que es. No le preocupa que otros perros lo pasen mejor que él o que su carrera como perro se haya estancado, o de que en distantes lugares del mundo se oprima a los perros. Si el hombre alcanza una sociedad de en la cual se haya conseguido abolir la injusticia, su vida llegará a parecerse a la del perro. La vida humana, pues, entraña una curiosa paradoja: parece que requiere la injusticia, pues la lucha contra la injusticia es lo que hace salir a la superficie lo que hay en él de más elevado. [58]

 

En efecto, el hombre es más que un perro o un tronco. Incluso cuando todos sus deseos han sido satisfechos, e incluso cuando toda injusticia haya sido erradicada, quiere, no dormir, sino actuar. Porque posee de libre albedrío no depende de nada externo a él...

 

La base de esta libertad irracional fue descrita por el hombre del subsuelo de Dostoievski como: Su propia, libre y franca, voluntad, sus propios caprichos por bestiales que sean, su propia fantasía exacerbada a veces hasta la demencia […] ¿Cómo se les ocurre pensar [a los sabios] que el hombre necesita inevitablemente lo racional y lo provechoso? Lo que el hombre necesita es sola y exclusivamente una voluntad independiente, le cueste lo que le cueste y le lleve donde le lleve.[59]

 

Aquí llegamos a la raíz del dilema democrático. La razón de ser de la democracia es la liberación de la voluntad humana, en base primero a la satisfacción de sus deseos más básicos y después mediante el satisfacer los deseos de todas las otras personas en igual medida. Pero el problema es que la voluntad, así satisfecha, no ha hecho más que empezar a manifestarse. Porque la voluntad no es esencialmente voluntad de nada, ni voluntad de no comer, ni voluntad de poder; es simplemente voluntad toutcourt. “Quiero, luego existo. Y si alguien quiere lo contrario, ¡al diablo con él! (Y si yo mismo quiero lo contrario, ¡al infierno conmigo!)”

 

Entonces, ¿quizás la guerra (y el suicidio) deben permitirse en la sociedad cuyo propósito es “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”? Por supuesto, esta no era la intención de los Padres Fundadores. Eran hombres razonables. Pero quizá no llevaron su razonamiento hasta su conclusión lógica. Quizá no comprendieron que aquellos sangrientos dictadores romanos no eran estúpidos cuando definieron los deseos de la multitud como panem et circenses -pan y circo, en el que el “circo” tenía sin falta que incluir algún asesinato de gladiadores.

 

Hegel, a diferencia de los anglosajones, sí tenía un lugar para la violencia y la guerra en su sistema: no la guerra por la guerra, sino la guerra por el bien de la democracia.

 

Una democracia liberal capaz de librar una breve y decisiva guerra más o menos cada generación, para defender su libertad e independencia, sería mucho más sana y estaría más satisfecha que la que sólo experimentara una paz continua. La visión hegeliana de la guerra refleja una experiencia común del combate: pues si bien los hombres sufren horriblemente y raras veces están tan asustados y se sienten tan desgraciados, su experiencia, si sobreviven, tiende a poner todas las demás cosas en cierta perspectiva[60] [61]

 

Pero para los hombres que no creen en nada más allá de sí mismos, ya sea la democracia o cualquier otro valor, la guerra no tiene nada de ennoblecedor o purificador. Simplemente los envilece aún más. Ese ha sido el destino de esos soldados rusos que, al regresar de la guerra de Chechenia, continúan la guerra en asesinatos sin sentido a su propia gente. Para esos hombres, la guerra se ha convertido en un fin en sí mismo. En un mundo en el que todos los valores objetivos han sido radicalmente socavados, matar es la única forma que tienen de demostrarse a sí mismos que existen, que ellos, al menos, pueden marcar en su alrededor alguna diferencia objetiva.

 

Pero suponiendo – continua Fukuyama – que el mundo se ha ‘llenado’, por así decirlo, de democracias liberales, de modo que no quedan ya tiranías ni opresiones dignas de tal nombre contra las cuales luchar. La experiencia sugiere que si no existe una causa justa por la cual combatir, porque esta causa justa salió triunfante en generaciones anteriores, entonces los hombres lucharán contra esta causa justa. Lucharán, en otras palabras, debido a cierto aburrimiento, porque no pueden imaginar la vida en un mundo sin lucha. Y si la mayor parte del mundo en el cual viven se caracteriza por una democracia pacífica y próspera, entonces lucharan contra esta paz y esta prosperidad y contra la democracia[62]

 

Como ejemplos de este fenómeno, Fukuyama cita los évènements en Francia en 1968, y las escenas de entusiasmo patriótico a favor de la guerra que se repitieron en París, Petrogrado, Londres y Viena en agosto de 1914. Y, sin embargo, hay un ejemplo mucho mejor y mucho más cercano: el crimen, que se ha convertido en un fenómeno universal en las democracias modernas, de Londres a Johannesburgo, de Bangkok a Sao Paulo, de Washington a Moscú. Es como si el hombre del subsuelo de Dostoievski se hubiera convertido ahora en toda una clase: la clase baja de los pulpos metropolitanos, cuyos tentáculos se extienden cada vez más y más profundamente dentro de las principales instituciones e incluso el mismo gobierno.

 

El hombre democrático, incapaz de liberarse de los grilletes del pensamiento democrático, atribuye superficialmente las causas de la delincuencia a la pobreza o al desempleo, a la falta de educación o a la carencia de derechos. Pero la mayoría de los delincuentes modernos no pasan hambre ni luchan por sus derechos. No hay necesidad como tal en la mayoría de los delitos modernos, ni idealismo, por equivocado que esté. Su única necesidad es matar, violar y robar, no por venganza, sexo o dinero, sino por su propio bien. Y su único ideal es expresar su propia “voluntad independiente, cueste lo que cueste y sean cuales sean las consecuencias”.

 

Así, la consecuencia lógica del logro de la democracia plena es el nihilismo, la guerra universal de cada hombre contra cada hombre, por el bien de ningún hombre y de ninguna cosa. Porque El pensamiento moderno no levanta ninguna barrera a una futura guerra nihilista contra la democracia liberal por parte de quienes se hayan criado en su seno. El relativismo, la doctrina que mantiene que todos los valores son meramente relativos y que ataca todas las ‘perspectivas privilegiadas’, ha de terminar socavando también los valores democráticos y de tolerancia[63]

 

Fukuyama debería haber concluido su argumento, magníficamente coherente en este punto, diciendo: “La democracia está condenada; debemos encontrar otras verdades y valores, verdades y valores absolutos, o todos pereceremos en un pantano de relativismo y nihilismo”. Pero, llegados a este punto, las limitaciones de su educación democrática -¿o es sólo optimismo americano? - le llevan a realizar su único acto de mauvaisefoi. Como una sinfonía de Shostakovich que, tras sondear las profundidades de la desesperación trágica, debe tener forzosamente un final bombástico, Fukuyama declara su fe en que la democracia triunfará al final, aunque sólo sea porque todos los demás sistemas están muertos o en vías de morir. Y en una metáfora inequívocamente estadounidense, compara el progreso de la democracia con una caravana que, habiendo cruzado las Rocallosas en medio de una ventisca y habiendo resistido a todos los asaltos de indios salvajes y coyotes aulladores, llega a descansar en: ¿una ciudad de Los Ángeles, llena de smog, drogadicta e infestada de delincuencia...”?.

 

Sólo en la última frase -muy tímidamente, como si temiera que un último tirador indio le disparara en la cabeza- se recupera un poco y mira por encima del parapeto del último baluarte de la democracia: El análisis final, y con tal de que la mayoría de las carretas llegue a la misma ciudad, tampoco podemos saber aún si sus ocupantes, después de echar una ojeada al Nuevo paisaje, no lo encontrarán a su gusto y posaran la mirada en otro viaje Nuevo y más distante[64]

Conclusión

 

En el momento de escribir estas líneas, la democracia liberal parece haber triunfado sobre todos los demás sistemas político-económicos. Ha sobrevivido a las revoluciones socialistas y fascistas del período 1789-1945, ha ganado la Guerra Fría, e incluso parece estar a punto de “convertir” a la última y más poderosa supervivencia del ethos revolucionario, la China comunista. Pero Fukuyama, ferviente partidario de la democracia, sigue teniendo sus dudas, aunque éstas queden anuladas por su convicción de que la democracia representa “el fin de la historia”, el último y mejor sistema político-económico.

 

La duda de fondo puede expresarse así: ¿puede un sistema construido, no sobre la erradicación, sino sobre la explotación y la gestión racional de las pasiones del hombre caído, y no sobre la verdad absoluta, sino sobre la relativización de todas las opiniones a través de las urnas, traer una paz y una prosperidad duraderas?

 

 En cierto sentido no hay competencia, pues el único sistema radicalmente distinto de la democracia liberal, la Autocracia Ortodoxa, establece un objetivo muy distinto: no la paz y la prosperidad en esta vida, sino la salvación del alma en la otra. Aunque pudiera demostrarse que la democracia liberal satisface las necesidades terrenales de los hombres mejor que la Autocracia Ortodoxa, esto no invalida en modo alguno a la Autocracia, en la medida en que los verdaderos súbditos de la Autocracia cambiarían gustosamente la felicidad y la prosperidad en esta vida por la salvación en la otra. Porque mientras el propósito de la democracia es la satisfacción más plena de la naturaleza caída del hombre, el propósito de la Autocracia es la creación de las condiciones políticas y sociales que conduzcan al máximo a la recreación de la naturaleza original y no caída del hombre a imagen de Cristo. La democracia busca la satisfacción, pero la Autocracia, la salvación.

 

Pero cabe dudar de que la democracia liberal logre sus propios fines declarados. El culto a la razón y el liberalismo, escribió el ex revolucionario L.A. Tikhomirov, “tiene muchas ganas de establecer la prosperidad mundana, tiene muchas ganas de hacer feliz a la gente, pero no conseguirá nada, porque aborda el problema desde el extremo equivocado.

 

Puede parecer extraño que las personas que sólo piensan en la prosperidad terrenal, y que ponen toda su alma en realizarla, sólo alcancen la desilusión y el agotamiento. Las personas que, por el contrario, están inmersas en la preocupación por la vida invisible de ultratumba, alcanzan aquí, en la tierra, resultados que constituyen los ejemplos más elevados conocidos hasta ahora en la tierra de desarrollo personal y social. Sin embargo, esta incongruencia se explica por sí misma. La cuestión es que el hombre es por su naturaleza precisamente el tipo de ser que el cristianismo entiende que es por la fe; las metas de la vida que se le indican por la fe son precisamente el tipo de metas que tiene en realidad, y no del tipo que la razón divorciada de la fe delinea. Por lo tanto, al educar a un hombre de acuerdo con la cosmovisión ortodoxa, dirigimos su educación correctamente, y de ahí obtenemos resultados que son buenos no sólo en lo que es más importante [la salvación] (de lo que no se preocupan los incrédulos), sino también en lo que es secundario (que es lo único en lo que ponen su corazón). Al perder la fe, y por lo tanto dejar de preocuparse por lo más importante, las personas perdieron la posibilidad de desarrollar al hombre de acuerdo con su verdadera naturaleza, y por eso también obtienen resultados distorsionados también en la vida terrenal.”[65]

 

Así, incluso la democracia que funcione más perfectamente fracasará en última instancia en su propósito, por la sencilla razón de que, aunque el hombre está caído, no lo está del todo, sigue estando hecho a Imagen de Dios, de modo que incluso cuando todos sus deseos, producto de su naturaleza caída, hayan sido satisfechos seguirá existiendo un anhelo insatisfecho de algo superior. La “felicidad” - el “derecho” supremo del hombre, según la Constitución americana - es inalcanzable mientras sólo sea nuestra propia felicidad, y no la de los demás, nuestra propia gloria, y no la gloria de Dios, la meta; e incluso si se alcanza en la tierra, sólo será breve y traerá un inevitable hastío, ya que estimulará inmediatamente el deseo de la felicidad infinitamente mayor del cielo, la alegría eterna en Dios. La época revolucionaria que siguió a la era de la razón puso de relieve esta verdad, aunque de un modo pervertido y demoníaco; pues mostró que hay más en el cielo y en la tierra y en el alma del hombre -alturas mucho mayores, así como profundidades mucho más abismales- de lo que jamás soñó la complaciente psicología de los filósofos liberales.

 

2/15 de marzo de 1996; revisado el 5/18 de abril del 2000 y el 21 de octubre / 3 de noviembre de 2013.



[1]Nihilismo: La raíz de la revolución de la era moderna, padre Seraphim Rose, Amazon Independently published 2022, págs. 46 – 49.

[2] Barzun, From Dawn to Decadence, 1500 to the Present, Nueva York: Perennial, 2000, p. 529.

[3]Mill, On Liberty, Londres: Penguin Classics, 1974, pp. 68-69.

[4] Mill, On Liberty, p. 69.

[5]Idem

[6] Dostoyevsky, The Diary of a Writer, 1876, London: Cassell, part I, trans. Boris Brasol, pp. 262-263

[7] Mill, On Liberty, p. 77.

[8] Mill, On Liberty, p. 79.

[9] Mill, On Liberty, p. 81.

[10] Mill, On Liberty, p. 84.

[11] Mill, On Liberty, p. 91

[12] Mill, On Liberty, p. 96.

[13] Snyder, “War is Peace”, Prospect, November, 2004, p. 33.

[14] Himmelfarth, in Mill, On Liberty, p. 40.

[15] Himmelfarth, in Mill, On Liberty, p. 41.

[16] Devlin, en Jonathan Wolff, An Introduction to Political Philosophy, Oxford University Press, 1996, p. 141.

[17] Wolff, op. cit., pp. 140-141. Para las dificultades creadas por la teoría de Mill sobre la indecencia publica, véase los diversos artículos publicados en Philosophy Now, número 76, Noviembre-Diciembre, 2009.

[18] Fukuyama, The End of History and the Last Man, Harmondsworth: Penguin Books, 1992, p. xi.

[19]Fukuyama, op. cit., p. 117.

[20] Fukuyama, op. cit., p. 123.

[21]Nota del Traductor – Fukuyama hace referencia a la Alegoría del Carro alado que aparece en el dialogo platónico del Fedro: El auriga lleva dos caballos. El mismo auriga, que viene a representar la mente, representa el Logistikón, el caballo malo, que es el Epithimetikón representa al deseo conscupisible o apetito, y el caballo bueno, es el Thymos, o Thimoeides, que representa el deseo de reconocimiento, así como el coraje o la valentía.

[22]Fukuyama, op. cit., p. 146.

[23]Lewis, “Equality”, The Spectator, CLXXI (27 August, 1943), p. 192; The Business of Heaven, Londres: Collins, 1984, p. 186

[24]Trostnikov, V.N. “The Role and Place of the Baptism of Rus in the European Spiritual Process of the Second Millenium of Christian History”, Orthodox Life, vol. 39, № 3, Mayo-Junio, 1989, p. 34.

[25]Nota de traductor – El personaje de Lewis que personifica a un demonio en su obra The Screwtape letters, lleva justamente el nombre de Screwtape, pero en la traducción al español de la editorial Rialp titulada Cartas del Diablo a su sobrino recibe el nombre Escrutopo.

[26]Lewis, op. cit., pp. 190-191.

[27]N. de T. – ars política en latín significa “arte política”, término que hemos encontrado conveniente al traducir del inglés Statecraft; artesanía del Estado, o arte de gobernar. 

[28]Lewis, “Myth and Fact”, in God in the Dock: Essays on Theology, edited by Walter Hopper, Fount Paperbacks, 1979.

[29]N. de T. – Nuestro autor para hacer esta distinción se basa en una interpretación de Aristóteles que C.S. Lewis hace en las Cartas del diablo a su sobrino.

[30]N. de T. – En el inglés original:

Ligarius. What's to do?

Brutus. A piece of work that will make sick men whole.

Ligarius. But are not some whole that we must make sick?

[31] San Agustín, Ciudad de Dios, XIX, 15

[32] N. de T. – En el ingles original:

What is a man,

If his chief good and market of his time

Be but to sleep and feed? A beast, no more.

[33] Shakespeare era el autor favorito de los idealistas alemanes. Pero una lectura atenta de sus obras demuestra que no era un demócrata, sino un defensor convencido del orden jerárquico de la sociedad. Véase sus obras Ricardo II y Enrique V.

[34]N. de T. – En el inglés original:

Rightly to be great

Is not to stir without great argument,

But greatly to find quarrel in a straw

When honour's at the stake.

[35] Fukuyama, op. cit., pp. 160-161. En español; El fin de la Historia y el ultimo hombre. Ed Planeta-Agostini España, 1995 Francis Fukuyama. pagina 228 - 230

[36] Fukuyama, op. cit., p. 190. En español; El fin de la Historia, pagina 265 - 266

[37] Fukuyama, op. cit, p. 119.  En español; El fin de la Historia, paginas 178 - 179

[38]Fukuyama, op. cit., p. 121. En español; El fin de la Historia, página 181

[39]Fukuyama, op. cit., p. 271. En español; El fin de la Historia,  pág  367

[40]Fukuyama, op. cit., p. 129. En español; El fin de la Historia, pág. 190-191

[41] N. de T. – El termino eslavo Tsarskiy Put traducido al inglés Royal Path o Royal Way que figura en el texto en original y que puede traducirse al español como “Camino Real” hace referencia a una expresión muy utilizada en el ámbito espiritual cristiano ortodoxo que denota un “camino entre medio de los dos extremos”, un camino de sobriedad; justamente una vida espiritual que transite en base a algo real y verdadero, alejada de los extremos.

[42] Leontiev, “Politicas tribales como arma de la revolución global” carta 2. Konstantin Leontiev, Obras Selectas, editado con un articulo introductorio por I.N. Smirnov, Moscu, 1993, p. 314.

[43] Leontiev, “Sobre el nacionalismo politico y cultural”, carta 3, op. cit., p. 363

[44] Fukuyama, op. cit., p. 216. En español; El fin de la Historia, pág 273 - 274

[45]Fukuyama, op. cit., p. 197

[46]Fukuyma, op. cit., p. 207.

[47] Fukuyama, op. cit., pp. 214-215.

[48]N. de T. – Como los boy scouts; recordamos al lector que el fundador de dicha organización era masón y que la misma organización junto con la YMCA (siglas en inglés para Asociación Cristiana de Jóvenes) fue promotora del Ecumenismo, es decir, de la religión del Anticristo (Véase Ecumenismo, del metropolita Vitaly Ustinov). También no queremos dejar de hacernos eco de los últimos eventos que han venido ocurriendo en nuestros tiempos; tecnolatras como el periodista Andrés Openhaimer, han tenido que admitir que las sociedades del primer mundo, las que han adoptado a pleno la democracia liberal y el libremercado, no son felices. Usando una escala de “niveles de felicidad” como si esta pudiera medirse, como los niveles de insulina en la sangre, proponen que el Estado les otorgue a los infelices un hobbie y se vuelva promotor de grupos de personas reunidos para algún fin como el alpinismo, los videojuegos, etc.

[49]Nota de Editor – Recuerda a un pasaje de “Consideraciones sobre la Revolución Francesa” de una contemporánea de la revolución de 1789, Madame de Stael: “(La Revolución) Parece que se desciende, como el Dante, de círculo en círculo, siempre más abajo en los infiernos. Al encarnizamiento contra los nobles y los sacerdotes se ve sucedería irritación contra los propietarios, después contra los talentos, después contra la misma belleza; en fin, en contra de todo lo que podía quedar de grande y generoso en la naturaleza humana”

[50]Fukuyama, op. cit., pp. 294, 295. En español, pág. 395.ss – 397

[51]El 27 de diciembre de 1995, la televisión británica (Canal 4) proyectó “El juicio sobre los grandes simios”, un debate cuasi legal sobre la cuestión de si los simios deberían tener derechos humanos, es decir, derechos a la vida, a la libertad y a no ser torturados. Se escuchó evidencia de una variedad de "expertos" académicos de todo el mundo que hablaron sobre la similitud o no de los simios con los seres humanos en el uso y fabricación de herramientas, el lenguaje, las relaciones sociales, la emocionalidad y la composición genética. La conclusión a la que llegó el “jurado” (con la excepción de un periodista de The Catholic Herald) fue que los simios deberían tener derechos humanos, ya que pertenecen a "una comunidad de iguales" que nosotros.

[52] Esta es la posición que ha desarrollado Joanna Bourke, profesora de Historia de la Universidad de Londres, en What It Means to be Human, Londres: Virago, 2011.

[53]Fukuyama, op. cit., pp. 297-298.

[54]N. de T. – Nos recuerda estas palabras a una conferencia Padre Serafin Rose que después fue publicada bajo el nombre de Los signos de los tiempos, que figura en el apéndice número 2 de la traducción al español de su libro Nihilismo: «Hubo un filósofo en China a fines del siglo XIX que llevó esta filosofía a su conclusión lógica, tal lejos como pudo. Su nombre es K'angYu-Wei (1858-1927). No es particularmente interesante, excepto cuando encarna esta filosofía de la época, este espíritu de los tiempos. En realidad, fue uno de los precursores de Mao Tse-Tung y de la toma de China por los comunistas. Basó sus ideas no solo en el cristianismo distorsionado, que tomó de los liberales y protestantes de Occidente, sino también en ideas budistas. A él se le ocurrió la idea de una utopía que iba a surgir, creo, en el siglo XXI según sus profecías. En esta utopía, todos los rangos de la sociedad, todas las diferencias religiosas y todos los demás tipos de diferencias que afectan las relaciones sociales serán abolidos. Todos dormirán en dormitorios y comerán en salones comunes. Y luego, con sus ideas budistas, comenzó a ir más allá. Dijo que se abolirían todas las distinciones entre sexos. Una vez que la humanidad esté unida, no hay razón para detenerse allí; este movimiento debe continuar. Debe haber una abolición entre el hombre y los animales. Los animales también entrarán en este reino, y una vez que tengas animales… Los budistas también son muy respetuosos con las verduras y las plantas; por lo tanto, todo el reino vegetal tiene que entrar en este paraíso y, al final, también el mundo inanimado. Entonces, al final de los tiempos, habrá una utopía absoluta de todo tipo de seres que de alguna manera se habrán entremezclado entre sí, y todos serán absolutamente iguales. Por supuesto, al leer sobre esto y uno piensa que el hombre debe estar loco. Pero si se mira profundamente, se verá que esto proviene de un profundo deseo de tener algún tipo de felicidad en la tierra.» Nihilismo: La raíz de la revolución de la era moderna, padre Seraphim Rose, Amazon Independently published 2022, págs. 175 y siguientes.

[55]Fukuyama, op. cit., p. 298.En español; págs 400 - 401

[56]Fukuyama, op. cit., pp. 305-306. En español; págs.. 408 - 409

[57]Fukuyama, op. cit., pp. 306-307. En español; págs 410- 411

[58] Fukuyama, op. cit., p. 311. En español; págs. 415- 416

[59]Dostoyevsky, Notes from Underground, Nueva York: Signet Classics.

[60]Fukuyama, op. cit., pp. 329-30. En español, pág. 437

[61]Nota de Editor - Recuerda a lo que mencionaba O. Spengler en El hombre y la técnica: “No más guerras; no más diferencias de razas, pueblos, Estados, religiones; no más criminales y aventureros; no más conflictos por la superioridad de unos y el diferente modo de ser de otros; no más odios, no más venganzas. Un infinito bienestar por todos los siglos de los siglos. Semejantes trivialidades nos producen hoy, al presenciar las fases finales de ese optimismo vulgar, la idea nauseabunda de un profundo tedio vital, ese taedium vitae de la Roma imperial, que se expande al solo leer tales idilios sobre el alma y que en realidad, si se realizase, aunque fue se sólo en parte, conduciría al asesinato y al suicidio en masa.”

[62]Fukuyama, op. cit, p. 330. En español; págs., 437 - 43

[63]Fukuyama, op. cit., p. 332. En español; pág. 440

[64]Fukuyama, op. cit., p. 339. En español; pág. 448

[65]Tikhomirov, “Dukhovenstvo i obshchestvo v sovremennom religioznom dvizhenii” (“El clero y la sociedad en el movimiento religioso contemporaneo”), en Khristianstvo i Politika (Politica y Cristianismo), Moscú, 1999, pp. 30-31.

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