Icono de la legión tebana con san Mauricio
En el pasado los
Romanos no habían estado orgullosos de aprender de y unirse con los Griegos
quienes conquistaron. De hecho, en realidad, fueron los Griegos que
conquistaron Roma culturalmente, al tiempo que se sometieron a ella
políticamente. Ni siquiera siglos después, los mejores de ellos rechazaron a
los humildes pescadores que predicaban a un Dios Judío que ellos mismos habían
crucificado. La penetración de la predicación de los apóstoles, incluso dentro
de la misma familia imperial, fue presenciada por San Pablo, quien declaró:
“Mis lazos en Cristo son conocidos en todo el palacio [del emperador]”
(Filipenses 1,13), y habló de “los santos que son de la casa del César”
(Filipenses 4.22). El emperador Felipe el Árabe era cristiano, como lo eran la
esposa y la hija del perseguidor Diocleciano...
Este proceso se
concretó con la conversión de San Constantino. “Se estima - dice Paul
Stephenson - “que el número de cristianos creció a un ritmo del cuarenta por
ciento por década, a través de la reproducción y la conversión. De un pequeño
grupo de creyentes, el número de cristianos creció lentamente en inicio, pero
eventualmente lo hizo de forma exponencial. El período de crecimiento acelerado
inició a finales del siglo tercero, cuando de alrededor de un millón en el 250
D.C, llegó a casi seis millones de cristianos en el año 300 D.C, y casi treinta
y cuatro millones en el 350 D.C”[1].
Incluso cuando
el último emperador Romano pagano, Juliano el apóstata, intentó reversar la
revolución Constantina, el impulso mostró ser imparable, y como todos los
perseguidores previos de los cristianos, murió en agonía, llorando: “¡Has
triunfado, Galileo!”. Cuando el último emperador en unir al Oriente con el
Occidente, Teodosio el Grande, se inclinó en arrepentimiento ante el Obispo
cristiano, Ambrosio de Milán, pareció como si el sueño de Ambrosio de una Roma
purgada de sus vicios paganos, y unida con sus virtudes tradicionales a la Cruz
de Cristo – una Roma verdaderamente invicta
y aeterna porque estaba unida al Dios
invencible y Eterno – se hubiera realizado. Tal como dijo San León el Grande,
Papa de Roma, dirigiéndose a Roma:
“[Los apóstoles]
te promovieron a tal gloria, de ser una nación santa, un pueblo elegido, un
estado sacerdotal y de realeza, y la cabeza del mundo a través de la santa sede
del bendito Pedro, alcanzaste un dominio más extenso mediante la adoración de
Dios que por el gobierno terrenal. Porque, aunque te multiplicaste con muchas
victorias y extendiste tu dominio sobre tierra y mar, lo que tus esfuerzos en
la guerra sometieron es menos que lo que la paz de Cristo ha conquistado… Tal
Estado, ignorante del Autor de su engrandecimiento, aunque gobernó a casi todas
las naciones, quedó cautivado por los errores de todas ellas y parecía haber
fomentado enormemente la religión, ya que no rechazaba falsedad alguna [una
excelente definición de ecumenismo]. Y por eso su emancipación a través de
Cristo fue tanto más maravillosa dado lo fuertemente atada que había estado por
Satanás.”[2]
El poder romano
ya había comenzado a cumplir el rol de protector de los cristianos, ya en el
año 35, cuando sobre la base de un reporte enviado a él por Pilatos, el
emperador Tiberio, le propuso al senado, que Cristo debería ser reconocido como
un dios. El senado negó esta petición, y declaró que el cristianismo era una
“superstición ilícita”; pero Tiberio ignoró esto y prohibió traer cualquier
acusación en contra de los cristianos. [3] Además, cuando María Magdalena se quejó al
emperador sobre la injusta sentencia de Poncio Pilatos sobre Cristo, el
emperador trasladó a Pilatos de Jerusalén a las Galias, donde murió luego de
una terrible enfermedad. [4] Nuevamente en 36 o 37, el representante
romano en Siria, Vitelio, destituyó a Caifás por su ejecución ilegal del
archidiácono y protomártir Esteban (en el 34), y en el 62 el sumo sacerdote
Ananías fue similarmente destituido por ejecutar a Santiago el Justo, primer
obispo de Jerusalén. Entre estas dos fechas, el Apóstol Pablo fue salvado de un
linchamiento a manos de los judíos, por las autoridades Romanas. (Hechos 21,
23.28-29, 25.19).[5]
Así que al
principio los romanos, estuvieron lejos de ser perseguidores de los cristianos…
Fue solo el Emperador Nerón, quien culpó a los cristianos del gran fuego de
Roma en el año 64, cuando él llamó la fe superstitio
illicita, lo que provocó que la actitud de los romanos hacia la Iglesia se
endureciera temporalmente.
La primera
epístola de San Pedro fue escrita durante la persecución de Nerón, y el apóstol
es insistente en que los cristianos debían permanecer fieles súbditos del
Emperador Romano (“Honren al Rey”, dice), sufriendo pacientemente si fuesen
tratados injustamente. De modo similar, durante la rebelión judía en 66-70, los
cristianos permanecieron leales al poder romano. Esta continuó siendo la
actitud de la Iglesia a lo largo del período pre-Constantino.
*
Edward Gibbon
escribe: “Las diversas formas de culto que prevalecieron en el mundo Romano,
eran todas consideradas por la gente como igualmente verdaderas, por los
filósofos como igualmente falsas, y por los magistrados como igualmente útiles.
De tal forma que la tolerancia produjo no solo la indulgencia mutua, sino
incluso la concordia religiosa”.[6]
Pero el tema no
era tan simple como eso…
Como escribe
Alexander Dvorkin. “El Gobierno Romano en la práctica fue tolerante a cualquier
culto si no incitaba a la rebelión y no socavara la moralidad. Además, los
romanos pensaban que una de las razones de sus victorias militares era el hecho
de que mientras otros pueblos solo rendían culto a sus dioses locales, los
romanos mostraban signos de honor a todos los dioses sin excepción y por tal
motivo eran recompensados por su especial piedad. Todos los cultos no establecidos por el
Estado eran permitidos, pero teóricamente no tenían el derecho de hacer
proselitismo en Roma, sin embargo, sus dioses también entraban en el panteón
Romano. En el siglo primero después de Cristo, las religiones conocidas para el
romano contemporáneo no eran, como regla, perseguidas por hacer propaganda. Sin
embargo, esta ley conservaba su vigencia inicial y teóricamente la posibilidad
de ser aplicada. Las religiones permitidas tenían que satisfacer dos criterios:
Lugar y tiempo. La religión era siempre un tema local – esto es, era
relacionada con gente definida, que vivía en un lugar definido, - y también un
tema antiguo, ligado a la historia de tal gente. Era más complicado asimilar el
Dios de los Judíos, que no tenía representación en su panteón y que no aceptaba
sacrificios en ningún lugar excepto en Jerusalén. Los propios judíos no
permitieron que su representación fuese colocada en ningún lugar y se negaron
obstinadamente a adorar los dioses romanos. Los judíos eran monoteístas y
teóricamente entendieron que su fe en principio excluía cualquier otra forma de
religión. Sin embargo, a pesar de todas las complicaciones con los judíos y de
lo extraño de su religión, aún así fue tolerada: la religión de los judíos fue
de carácter nacional, y además antigua, y fue considerado sacrilegio invadirla.
Además, los judíos ocupaban un nicho político importante que para los romanos
representaba un baluarte en sus conquistas del este. En vista de todas estas
consideraciones, los romanos apretaron los dientes y reconocieron que la
religión judía estaba permitida.
Se concedieron
privilegios a la gente judía también porque sus ritos parecían extraños y
sucios. Los romanos pensaban que los judíos simplemente no podían tener
prosélitos entre otras gentes y que en cambio repelerían al altivo aristócrata
romano. Por lo tanto, se les dio a los judíos el derecho a confesar su creencia
en un solo Dios. Hasta la rebelión de los años 66 al 70, las autoridades
romanas, los trataron con cautelosa tolerancia. Augusto les dio a los judíos
privilegios significativos, que, después de la crisis Calígula, que quería
poner su estatua en el templo de Jerusalén (cf. Marcos 13,14 y II
Tesalonicenses 2,3-4), fueron nuevamente renovados por Claudio.
“Las
circunstancias cambiaron cuando la cristiandad apareció. Luego de examinarla,
los romanos clasificaron a los cristianos como apóstatas de la fe judía. Fueron
precisamente los rasgos que distinguían los cristianos de los judíos los que
los mostraron como inferiores a los ojos de los romanos, que inclusive el
judaísmo por el cual tenían poca simpatía. El cristianismo no tenía el derecho
de pertenecer a la antigüedad histórica; era la ´nueva religión´ por lo que les
resultaba desagradable a los romanos conservadores. No era la religión de un
pueblo, sino al contrario, vivía únicamente a través de prosélitos de otras
religiones. Si el propagandismo de otros cultos por sus servidores era visto
como una violación dada en ocasiones, para los cristianos el trabajo misionero
fue su único modus vivendi– una
necesidad de su posición en la historia. Siempre se les reprocho a los
cristianos por su falta de carácter histórico y nacional. Celso, por ejemplo,
vio a los cristianos como un partido que se había separado del judaísmo y que
había heredado de éste, su inclinación hacia las disputas.
Los cristianos
podrían exigir tolerancia, bien en el nombre de la verdad o en el nombre de la
libertad de conciencia. Pero en la medida en que, para los romanos, uno de los
criterios de la verdad era la antigüedad, la Cristiandad, una nueva religión,
automáticamente se convertía en una falsa religión. El derecho a la libertad de
conciencia que es tan importante para el hombre contemporáneo, no fue siquiera
mencionado en aquel tiempo. Solo el Estado, y no los individuos, tenía el
derecho de establecer y legalizar cultos religiosos. Al levantarse contra la
religión del Estado, los cristianos se volvieron culpables de un crimen de
Estado -ellos se volvieron en principio enemigos del Estado- Y con tal visión
del cristianismo es posible interpretar una serie de rasgos de su vida de un
modo particular: sus reuniones nocturnas, su espera de un cierto rey que habría
de venir, la negación de algunos al servicio militar y, sobre todo, su negativa
a ofrecer sacrificios al emperador.
“Los cristianos
se negaron a cumplir ese evidente y sencillo deber estatal. Comenzando con el
Apóstol Pablo, afirmaban su lealtad, referida en las oraciones que ofrecían por
el emperador, por las autoridades y por la patria. Pero ellos se negaron a
reconocer el emperador como ‘Señor’ y a realizar aun una adoración externa de
los ídolos, porque conocían solo a un Señor, Jesucristo. Los cristianos
aceptaron tanto al Estado como a la sociedad, pero solo en el grado en que
ellos no limitaran el Señorío de Cristo, no anegaron la confesión del Reino.
“El Reino de
Dios había llegado y se había revelado al mundo, y desde ahora se convierte en
la medida única de la historia y de la vida humana. En esencia, los cristianos
con su negativa mostraron que – casi en
soledad en lo que era entonces un mundo excepcionalmente religioso - estos creían en la realidad de los ídolos.
Honrar los ídolos significa reconocer el poder del demonio, quien había alejado
el mundo del conocimiento del único verdadero Dios y lo forzó a adorar
estatuas. Pero Cristo había venido a liberar al mundo de ese poder. El
paganismo recobró vida bajo su verdadero significado religioso como el reino
del demonio, como una invasión demoníaca, con la cual los cristianos habían
entrado en un duelo a muerte.
“El cristianismo
llegó como una revolución de la historia del mundo: fue la aparición en él del
Señor para luchar en contra de lo que había usurpado Su poder. La Iglesia se
había convertido en el testigo de su venida y presencia. Fue precisamente este
testimonio el que proclamó al mundo entero…”[7]
La primera
persecución contra los cristianos fue la de Nerón en el 64, en la cual los
apóstoles Pedro y Pablo fueron asesinados. Fue una persecución local en Roma, y
no fue relacionada directamente con religión. La razón real fue que Nerón
necesitaba chivos expiatorios para el fuego que él había causado, el cual
destruyó gran parte de la Ciudad.
No fue hasta la
persecución bajo Domiciano en los años noventa, que vimos el primer choque
ideológico violento entre Roma y la Iglesia. Domiciano se autoproclamó “señor y
dios” y exigió a la gente jurar “por el genio del emperador”. Aquellos que no
lo hicieron fueron declarados “ateos”. El Apóstol Juan, fue desterrado a Patmos
por su negativa a obedecer al emperador. [8]
Sin embargo,
entre de los siguientes dos siglos y algo más, hasta la persecución de
Diocleciano a comienzos del siglo IV, los períodos de persecución, aunque
crueles, fueron esporádicos y de corta duración. Así el emperador Trajano,
comenzó persiguiendo cristianos, pero luego, al presenciar el asombroso
martirio de San Ignacio el Teoforo, Obispo de Antioquía, (+107), se abstuvo y
le recomendó a Plinio no perseguir a los cristianos.
De hecho, con
frecuencia, los emperadores, al no percibir en la Iglesia ninguna amenaza
política para ellos mismos y deseando preservar la paz general, actuaban
efectivamente para proteger a los cristianos contra las turbas paganas que a
veces se volvían contra los cristianos en tiempos de desastres naturales. Es
por esto que, a principios del siglo II, el emperador Trajano ordenó el fin de
la persecución luego de la muerte de San Ignacio el Teoforo, ya que, al quedar
tan impresionado con la confesión del santo, que aconsejó a Plinio el Joven no
buscar a los cristianos para castigarlos… Hasta el tiempo de Decio en la mitad
del siglo III, estas persecuciones no amenazaron la existencia de la Iglesia.
En realidad, hasta entonces, las persecuciones bajo emperadores paganos
romanos, no se pueden comparar en duración ni en sed de sangre, con las mucho
más recientes persecuciones en la Rusia Soviética. Al contrario de destruir la
Iglesia, ellos derramaron la sangre que, en una frase de Tertuliano, fue la
semilla de las futuras generaciones cristianas.
*
Las bases de la
teología Política de la Iglesia, fueron establecidas por el mismo Señor, quien
aceptó el orden político romano como legítimo, y exhortó a sus discípulos a obedecerle
en la medida en que éste no los obligara a desobedecer la Ley de Dios: “Dad al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22.21).
Aunque los
cristianos, siendo en esencia hijos libres del Rey celestial, en su interior no
estaban sometidos al yugo de los reyes terrenales, a pesar de que este yugo
debía de ser aceptado voluntariamente “para no ofenderles” (Mateo 17.27).
Porque, como escribió
San Teófano el Recluso: “El señor pagó el tributo requerido al Templo, y guardo
todas las demás prácticas, tanto las civiles como las relacionadas con el Templo.
Él cumplió esto y enseñó a los apóstoles a hacer lo mismo, y los apóstoles a su
vez transmitieron esta misma ley a todos los cristianos. Sólo el espíritu de
vida fue hecho nuevo; externamente todo permaneció como antes, exceptuando lo
que claramente estaba en contra de la voluntad de Dios; por ejemplo, participar
en sacrificios a los ídolos, etc. Entonces el cristianismo tomó ventaja, al
desplazar a todas las prácticas anteriores y establecer las suyas propias.”[9].
Siguiendo las
enseñanzas del Señor, el santo apóstol Pedro escribe: “Estad sujetos, por amor
del Señor, a toda institución humana, ya sea al emperador como supremo, ya a
los gobernadores enviados por él para castigar a los que hacen el mal y alabar
a los que hacen el bien... Teme a Dios. Honra al rey”. (I Pedro 2.13, 17) Y el
santo apóstol Pablo mando a los cristianos a dar gracias por el emperador “y
por todos los que están en [la] autoridad, para que vivamos tranquila y
pacíficamente en toda piedad y honestidad” (I Timoteo 2.1-2 ). Porque es
precisamente la capacidad del emperador para mantener la ley y el orden, “una
vida tranquila y pacífica”, lo que lo hace tan importante para la Iglesia. Y
así “Toda persona debe someterse a las autoridades de gobierno, pues toda
autoridad proviene de Dios, y los que ocupan puestos de autoridad están allí colocados
por Dios.” (Romanos 13. 1-2).[10]
La pregunta emerge:
¿Está el Apóstol diciendo que toda
autoridad política es establecida por Dios, sin importar cuál sea la actitud de
este hacia el mismo Dios? ¿O existen motivos para afirmar que algunas
autoridades no están establecidas por Dios, sino que solo Él las permite, y que estas “autoridades”
no deben de obedecerse ya que en realidad están de hecho establecidas por
Satanás? Por consenso de los Padres, el Apóstol no estaba diciendo que todo lo
que se llama a sí mismo como autoridad esta bendecido por Dios, sino que esa
autoridad es en principio buena y establecida por Dios, y que por lo tanto debe
ser obedecida; ya que, como él continúa diciendo, el poder político en general,
se ejerce en general con el propósito de castigar a los malhechores y proteger
al orden público. El poder Romano, dice, es establecido por Dios, y por lo
tanto es una autoridad política verdadera que debe ser obedecida en todos sus
mandamientos que no caigan en directa contradicción con los mandamientos del
mismo Dios. De ahí la veneración y obediencia que le mostraron los primeros
cristianos.
Así San Juan
Crisóstomo pregunta: “¿Es cada gobernante elegido por Dios para el trono que
ocupa? ¿Es cada emperador, rey y príncipe elegido para gobernar? Y siendo así,
¿Debe cada ley y decreto promulgado por un gobernante considerarse como bueno,
y por ende ser obedecido de forma incuestionada? La respuesta a todas estas
preguntas es no. Dios ha ordenado que toda sociedad tenga gobernantes, cuya
tarea es mantener el orden, para que la gente pueda vivir en paz. Dios les
permite a los gobernantes tener soldados, cuya tarea es capturar y apresar a
aquellos que violen el orden social.
Así Dios bendecirá y
guiará a cualquier gobernante o soldado que actúa conforme a estos principios.
Pero muchos gobernantes abusan de su autoridad por medio del atesoramiento de
enormes riquezas para ellos mismos a costa de su gente; castigando injustamente
a aquellos que se atreven a hablar contra su maldad, y haciendo guerras
injustas contra sus vecinos. Tales gobernantes no han sido elegidos por Dios,
sino que han usurpado la posición que un gobernante justo debería ocupar. Y si
sus leyes son incorrectas, no deberíamos obedecerlas. La autoridad suprema en
todas las materias no es la ley del territorio, sino la Ley de Dios; y si una
entra en conflicto con la otra, debemos obedecer la Ley de Dios”.[11]
Esta “teología de la
política”, que ordena la veneración y la obediencia a las autoridades políticas
siempre que no obliguen a la transgresión de la Ley de Dios, se encuentra en
los primeros Padres. Es así que San Clemente de Roma escribió en el siglo I:
“Da concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan en la tierra, como
diste a nuestros padres cuando ellos invocaron tu nombre en fe y verdad con
santidad, [para que podamos ser salvos] cuando rendimos obediencia a tu Nombre
todopoderoso y sublime y a nuestros gobernantes y superiores sobre la tierra.
Tú, Señor y Maestro,
les has dado el poder de la soberanía por medio de tu poder excelente e
inexpresable, para que nosotros, conociendo la gloria y honor que les has dado,
nos sometamos a ellos, sin resistir en nada tu voluntad. Concédeles a ellos,
pues, oh Señor, salud, paz, concordia, estabilidad, para que puedan administrar
sin fallos el gobierno que Tú les has dado.”[12]
De nuevo, en el siglo
II, San Justino el Mártir escribió: “De ahí que sólo a Dios adoramos; pero en
todo lo demás, les servimos a ustedes con gusto, confesando que son reyes y
gobernantes de los hombres y rogando en nuestras oraciones que, junto con el poder
imperial, se halle que también tienen un sano razonamiento. [13] De forma similar, el santo Mártir Apolonio (+ c. 185) expresó la
clásica actitud cristiana hacia el emperador de esta forma: “Con todos los
cristianos, yo ofrezco un sacrificio puro y no cruento al Dios Todopoderoso, el
Señor del cielo y la tierra y de todo lo que respira, un sacrificio de oración
especialmente a nombre de las imágenes espirituales y racionales que han sido
dispuestas por la Providencia de Dios para gobernar sobre la tierra. Por lo
tanto, obedeciendo un precepto justo, oramos diariamente a Dios, que habita en
los cielos, en nombre de Cómodo, quién es nuestro gobernante en este mundo,
porque sabemos muy bien que él gobierna la tierra solo por solo por la voluntad
del invencible Dios que todo lo comprende.”[14]
Nuevamente,
Atenágoras de Atenas escribió a Marco Aurelio que los cristianos oran por las
autoridades, para que el hijo herede el reino de su padre y que el poder de los
Césares sea continuamente extendido y confirmado, instando a todos a someterse
a él. Y San Teófilo de Antioquía escribió: “Por eso prefiero venerar al rey que
a vuestros dioses; venerarlo, no adorarlo, sino orar por él... Al rezar de esta
manera, cumplís la voluntad de Dios. Porque la ley de Dios dice: ‘Hijo mío,
teme al Señor y al rey, y no te mezcles con los rebeldes’ (Proverbios 24.21)”[15].
Tertuliano (+ c. 240)
empleo un argumento similar: “Anticipándose a Eusebio, el insto que los
cristianos rindieran ‘tan reverencial homenaje como fuese licito para nosotros
y bueno para él; considerándole como el humano más próximo a Dios y de quién de
Dios recibe todo su poder, y que solamente es menor a Dios’ Los cristianos,
Tertuliano argumentó, estaban incluso perfectamente dispuestos a ofrecer
sacrificios en nombre del emperador, aunque tenía que ser un Sacrificio
cristiano: ‘Por lo tanto, sacrificamos por la seguridad del emperador, pero a
nuestro Dios y al vuestro, y de la manera que Dios ha ordenado, con una simple
oración.’. Los sacrificios paganos, ‘la comida de los demonios’, son inútiles.
Los cristianos apelan a Dios, ‘oramos por el bienestar imperial, como aquellos
que lo buscan de manos de Aquel que puede otorgarlo.’ Los cristianos hacen
exactamente lo que exige el culto imperial, aunque a su manera.”[16]
En otras palabras, el
único sacrificio legítimo que un cristiano puede hacer al emperador es el
sacrificio de la oración en su nombre; porque él gobierna, no como un dios,
sino “por la voluntad de Dios”. De modo que los cristianos de ninguna manera se
negaron de darle a César lo que era suyo. De hecho, el emperador era, en
palabras de Tertuliano, “más nuestro (que vuestro), pues nuestro Dios lo hizo
César.”, razón por la cual los cristianos oraron para que tuviera “una larga
vida, imperio quieto, palacio seguro, ejércitos fuertes, Senado leal, pueblo
honrado, un mundo en paz”[17]
En cuanto al
sacrificio pagano al propio emperador, el Hieromártir Hipólito de Roma (+235)
escribió: “Los creyentes en Dios no deben ser hipócritas ni temer a las
personas investidas de autoridad, con excepción de aquellos casos en los que se
comete alguna mala acción [Romanos 13.1-4]. Por el contrario, si los líderes,
teniendo en cuenta su fe en Dios, los obligan a hacer algo contrario a esta fe,
entonces es mejor para ellos el morir que el llevar a cabo el mandato de los
líderes. Después de todo, cuando el apóstol enseña la sumisión a ‘todos los
poderes existentes’ (Romanos 13.1), no estaba diciendo que debiéramos renunciar
a nuestra fe y a los mandamientos divinos, y llevar a cabo con indiferencia
todo lo que la gente nos dice que hagamos; sino que nosotros, teniendo miedo de
las autoridades, no hagamos nada malo, ni merezcamos castigo de ellas como
algunos malhechores (Romanos 13.4). Por eso dice: ‘El siervo de Dios es
vengador de [los que hacen] el mal’ (I Pedro 2.14-20) ¿Y entonces? ‘¿Quieres,
pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque
es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en
vano lleva la espada’ (Romanos 13.4)”. [18]
Esta actitud fue bien
ejemplificada por San Mauricio y su legión cristiana en Agaunum. Como muchos
mártires antes que ellos, no se negaron a luchar en los ejércitos de los
emperadores romanos paganos contra los paganos. Pero se negaron a destruir una
aldea compuesta de hermanos cristianos. Porque “somos vuestros soldados, sí”,
dijo Mauricio, “pero también somos soldados de Dios. A ti te debemos los
deberes del servicio militar, pero a Él la pureza de nuestras almas”[19].
De modo que incluso a
los emperadores perseguidores se les reconocía autoridad legítima: sólo cuando
sus órdenes entraban en contradicción la Ley de Dios es que fueron desafiados.
E incluso entonces, no hay ningún indicio de rebelión física contra los poderes
establecidos entre los cristianos preconstantinianos. Su actitud hacia
Diocleciano fue como la del profeta Daniel hacia Nabucodonosor: su poder
proviene de Dios, aunque a veces lo use contra Dios. Y esta actitud dio buenos
frutos: Nabucodonosor arrojó al horno a los Tres Niños Santos, pero luego se
arrepintió y alabó al Dios de Daniel.
Sin embargo, la
mención de Daniel nos recuerda que había entre los escritores cristianos una
actitud un tanto más sombría y diferente hacia Roma. Usando como criterio la
profecía de Daniel sobre las cuatro bestias (Daniel 7), Roma fue vista como el
último de los cuatro reinos (los otros eran Babilonia, Persia y Macedonia) que
finalmente serían destruidos en los últimos días por el Reino de Cristo. Según
esta tradición, los reyes absolutistas paganos que perseguían al pueblo de Dios
no eran gobernantes legítimos sino tiranos. A Nabucodonosor, por ejemplo, se le
llama “tirano” en algunos textos litúrgicos: “Atrapados y sujetos por el amor
al Rey de todo, los Jóvenes despreciaron las impías amenazas del tirano en su
incontenida furia”[20].
Ahora bien, la
distinción entre el verdadero monarca, el basileus,
y el usurpador ilegal, rebelde o tirano, el tyrannis,
no era nueva. Aristóteles escribió: “Existe un tercer tipo de tiranía, que es
la forma más típica y es la contraparte de la monarquía perfecta, que ejerce un
poder irresponsable sobre todos los ciudadanos, iguales y superiores, con
vistas a su propio interés, y no al de sus súbditos; por eso es contra la
voluntad de estos, pues ningún hombre libre soporta con gusto un poder de tal
clase.”[21].
Nuevamente, el rey
Salomón escribió: “Hijo mío, teme al Señor y al rey, y no te mezcles con los
rebeldes” (Proverbios 24.21). Después de la muerte de Salomón, hubo una
rebelión contra su legítimo sucesor, Roboam, por parte de Jeroboam, el fundador
del reino norteño de Israel. Y aunque los profetas Elías y Eliseo vivieron y
trabajaron principalmente en el reino del norte, siempre dejaron clara su
lealtad a los reyes legítimos de Judá por encima de los reyes usurpadores de
Israel. Es así que, cuando ambos reyes, en un momento inusual de alianza, se
acercaron al profeta Eliseo para pedirle consejo, este le dijo al rey de
Israel: “¿Qué tengo yo contigo? Ve a los profetas de tu padre, y a los profetas
de tu madre. (…) en cuya presencia estoy, que si no tuviese respeto al rostro
de Josafat rey de Judá, no te mirara a ti, ni te vería.” (II Reyes 3.13, 14) …
Si Roboam y
Nabucodonosor eran tiranos, entonces era lógico ver tiranía también en los
emperadores romanos que perseguían a la Iglesia. Es así que, algunos de los
primeros intérpretes vieron en una u otra de las malvadas figuras simbólicas
del Apocalipsis de San Juan el Teólogo, que fue escrito durante la persecución
de Domiciano (c. 92), referencias al poder romano.
De hecho, ¿qué
cristiano contemporáneo podría dejar de pensar en Roma al leer sobre esa gran
ciudad, simbólicamente llamada una prostituta y Babilonia, que se sienta en
siete colinas (Roma está situada en siete colinas), que es “la madre de las
rameras y de las abominaciones de la tierra”, es decir, la multitud de cultos
paganos que encontraron refugio en Roma, siendo “una mujer embriagada con la
sangre de los santos, y con la sangre de los mártires de Jesús” (17.5, 6)? Es
por esto que, el Hieromártir Victorino de Petau escribió que la caída de la
ramera fue “la ruina de la gran Babilonia, es decir, de la ciudad de Roma”. [22] En otras palabras, Roma, según esta tradición, no era vista como una
monarquía legal o como el modelo de una futura autocracia cristiana, sino como
un despotismo sangriento y blasfemo, que seguía la tradición de los antiguos
despotismos derivados de la Babilonia de Nimrod.[23]
Esta tradición se
hizo más popular a medida que la historia de la Roma pagana alcanzó su clímax
sangriento a principios del siglo IV, cuando la Iglesia se vio amenazada, no
simplemente por una persecución a manos de criminales locales, sino por un
decidido intento de destruirla completamente a manos de hombres que se
consideraban dioses y cuyas vidas personales eran a menudo extraordinariamente
corruptas. El Imperio concentró en sí mismo, y especialmente en su ciudad
capital, todos los demonios de todos los cultos paganos junto con toda la
depravación moral, la crueldad y el anticristianismo rabioso que esos cultos
alentaban. ¿Cómo tal reino podría ser establecido por Dios? ¿No era esa la
bestia tiránica de la que la Escritura habla que fue establecida por el diablo
(Apocalipsis 13,2)? Es por esto que la imagen del Imperio era ambigua para los
primeros cristianos: era a la vez un reino verdadero, un anti-tipo del Reino de
Dios, y una tiranía, precursora del reino del Anticristo que sería aniquilado
en la Segunda Venida del Mismo Cristo…
Sin embargo, la
imagen más optimista de Roma, la del reino verdadero fue la que prevaleció y la
actitud leal de los cristianos hacia Roma queda demostrada por el hecho de que
incluso durante la persecución de Diocleciano, cuando la Iglesia estaba
amenazada de extinción, los cristianos nunca se rebelaron contra el imperio, sino
sólo contra las demandas ilegales de los emperadores. En recompensa por esta
paciencia, el Señor finalmente rompió la coraza del antiguo despotismo pagano,
dando a luz una nueva creación, diseñada específicamente para la difusión de la
Fe en todo el mundo: la Autocracia Cristiana Romana, o Nueva Roma…[24]
*
Los reinos cristianos
y las autocracias pudieron facilitar, y de hecho lo hicieron, la adquisición
del Reino interior de la Gracia; y en verdad, esa era su función principal.
Pero no pudieron reemplazarlo: el reino de los hombres, por más elevado que sea,
no es un substituto del Reino de Dios. Además, la resurrección de los reinos no
es nada comparada con la resurrección de las almas y de los cuerpos... La
degeneración de estos reinos cristianos en despotismos o democracias
anticristianas o pseudocristianos que obstaculizan en lugar de facilitar la
adquisición del Reino de Dios, que reside dentro del alma humana redimida y
divinizada (porque, como dijo el Señor: “El Reino de Dios está dentro de
vosotros” (Lucas 17,21)), constituye la principal tragedia de la historia en su
dimensión social, política y colectiva.
Que el Imperio Romano
llegara a existir para el bien de la Iglesia fue, a primera vista, una
enseñanza muy audaz y paradójica. Después de todo, el pueblo de Dios al
comienzo de la era cristiana eran los judíos, no los romanos, mientras que los
romanos eran paganos que adoraban a los demonios, no al Dios verdadero que se
había revelado a Abraham, Isaac y Jacob. En el año 63 a. C., de hecho, los
romanos habían conquistado al pueblo de Dios; y su general, Pompeyo, había
entrado blasfemamente en el Santo de los Santos (esto fue considerado por
algunos como “la abominación de la desolación”), y su gobierno fue amargamente
resentido. En el año 70 d.C. destruyeron Jerusalén y el Templo en una campaña
de terrible crueldad y dispersaron a los judíos por toda la faz de la tierra.
¿Cómo podría interpretarse entonces que la Roma pagana, la Roma de tiranos tan
temibles como Nerón, Tito, Calígula, Domiciano y Diocleciano, trabaje con Dios
y no contra Él?
Puede llegarse a la
solución de esta paradoja en los dos encuentros entre Cristo y dos “gobernantes
de este mundo”: Satanás y Poncio Pilato. En el primero, Satanás lleva a Cristo
a una montaña alta y le muestra todos los reinos de este mundo para aquel entonces.
“Y le dijo el diablo: A ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos;
porque a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú postrado me
adorares, todos serán tuyos. Respondiendo Jesús, le dijo: Vete de mí, Satanás,
porque escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás’.” (Lucas
4.6-8). Aquí vemos que, para aquel entonces, Satanás tenia el control sobre
todos los reinos del mundo, pero por la fuerza, por la fuerza que los pecados
de los hombres le concedían, no por derecho. Por eso es que exclama San Cirilo
de Alejandría: “¿Cómo prometes lo que no es tuyo? ¿Quién te hizo heredero del
reino de Dios? ¿Quién te hizo señor de todo lo que hay debajo del cielo? Te has
apoderado de estas cosas mediante fraude. Devuélvelos, pues, al Hijo encarnado,
Señor de todos…”[25]
Y ciertamente el
Señor no aceptó ni el señorío de Satanás sobre el mundo, ni el satanismo tan
estrechamente asociado con los estados paganos del mundo antiguo. Vino a
restaurar la verdadera Estatidad, que reconoce la supremacía última sólo
en el único Dios verdadero, y que exige la veneración al gobernante terrenal,
pero adoración sólo al Rey Celestial. Y dado que, para el momento de la
Natividad de Cristo, todos los principales reinos paganos habían sido
absorbidos por Roma, fue para la transformación de la Estatidad Romana que vino el Señor.
Porque como K.V.
Glazkov escribió: “la buena nueva anunciada por el Señor Jesucristo no podía
dejar sin transfigurar ni una sola de las esferas de la vida del hombre. Uno de
los actos de nuestro Señor Jesucristo consistió en traer a la Tierra las
verdades celestiales, en inculcarlas en la conciencia de la humanidad con el
fin de su regeneración espiritual, en reestructurar las leyes de la vida
comunitaria sobre nuevos principios anunciados por Cristo el Salvador, en la
creación de un orden cristiano de esta vida comunitaria y, en consecuencia, en
un cambio radical de la estatalidad pagana. A partir de aquí queda claro qué
lugar debe ocupar la Iglesia en relación con el Estado. No es el lugar de un
oponente de un campo hostil, no es el lugar de un partido querellante, sino el
lugar de un pastor en relación con su rebaño, el lugar de un padre amoroso en
relación con sus hijos perdidos. Incluso en aquellos momentos en que no había
ni podía haber unanimidad o unión entre la Iglesia y el Estado, Cristo el
Salvador prohibió a la Iglesia mantenerse al margen del Estado, y menos aún
romper todo vínculo con él, diciendo: ‘Dad al César lo que es del César, y a
Dios lo que es de Dios’ (Lucas 20,25).[26]
Por tanto, Cristo es
el verdadero Rey, pero dado que otorga una autoridad limitada a los reyes
terrenales, los cristianos debían una lealtad limitada al Imperio sin
integrarse totalmente en él. La integración total era imposible, ya que, como
escribió el P. Georges Florovsky: “en ‘este mundo’ los cristianos no pueden ser
más que peregrinos y extranjeros. Su verdadera ‘ciudadanía’, politeuma, esta ‘en los cielos’
(Filipenses 3,20). La Iglesia misma esta peregrinando
en este mundo (paroikousa). ‘La comunidad cristiana era una especie de
jurisdicción extraterritorial en la tierra del mundo de arriba’ (Frank Gavin).
La Iglesia es ‘una avanzada del cielo’ en la tierra, una ‘colonia
del cielo’. Puede ser cierto que esta actitud de desapego radical tuviera
originalmente una connotación ‘apocalíptica’ y estuviera inspirada por la
expectativa de una parusía inminente. Porque, incluso como sociedad histórica
duradera, la Iglesia estaba destinada a estar separada del mundo. Un ethos de ‘segregación
espiritual’ era inherente al tejido mismo de la fe cristiana, como era
inherente a la fe del antiguo Israel. La Iglesia misma es ‘una ciudad’, una polis,
una ‘entidad política’ nueva y peculiar. En su profesión bautismal, los
cristianos tenían que ‘renunciar’ a este mundo, con toda su vanidad, orgullo y
pompa, pero incluso a todos sus vínculos naturales, incluso sus vínculos
familiares, y prestar un solemne juramento de fidelidad a Cristo Rey, el único
Rey verdadero en la tierra y en el cielo, a quien se le es dada toda ‘autoridad’.
Mediante este compromiso bautismal los cristianos quedaron radicalmente
separados de ‘este mundo’. En este mundo no tenían una ‘ciudad permanente”. Eran
‘ciudadanos” de la ‘Ciudad venidera’, de la cual Dios mismo fue constructor y
hacedor (Hebreos 13,14; cf. 11,10).” [27]
En Su juicio ante
Pilato, el Señor insiste en que su poder deriva de Dios, el verdadero Rey y
Legislador. Porque “ningún poder tendríais contra mí, si no os fuese dado de
arriba” (Juan 19,11). Estas palabras paradójicamente limitan al poder del
César, en la medida de que está sujeto al de Dios, y a su vez lo fortalecen, al
indicar de que en principio tiene el sello y la bendición de Dios. Esta
conclusión tampoco entra en contradicción sus palabras anteriores: “Mi Reino no
es de este mundo” (Juan 18,36)”
Porque, como escribe
el Bienaventurado Teofilacto: “Él no dijo: (que su Reino) no este aquí, ni en
este mundo. Él gobierna en este mundo, lo cuida providencialmente y administra
todo según su Voluntad. Pero Su Reino ‘no es de este mundo’, sino de arriba y
de antes de los siglos, y ‘no de aquí’, es decir, no proviene de la tierra,
aunque tiene poder en ella”[28].
El obispo san Nikolai
Velimirovič escribe: “Que nadie
imagine que Cristo el Señor no tiene poder imperial sobre este mundo porque Él
le dijo a Pilato: ‘Mi Reino no es de este mundo’. Quien posee lo duradero tiene
también poder sobre lo transitorio. El Señor habla de Su Reino duradero,
independiente del tiempo y de la decadencia, la injusticia, la ilusión y la
muerte. Alguien podría decir: ‘Mis riquezas no están en papel, sino en oro’.
¿Pero el que tiene oro no tiene también papel? ¿No es el oro como papel para su
dueño? Entonces, El Señor, no le dice a Pilato que Él no es rey, sino que, por
el contrario, dice que Él es un Rey mayor que todos los reyes, y que su Reino es más grande, más
fuerte y duradero que todos los reinos terrenales. Se refiere a Su Reino
preeminente, del cual dependen todos los reinos en el espacio y en el tiempo…” [29]
El Señor continúa: “Por
tanto, el que a vosotros me entregó, mayor pecado tiene” (Juan 19.11). Quien
entregó a Cristo a Pilato fue Caifás, sumo sacerdote de los judíos. Porque,
como es bien sabido (excepto para los cristianos ecumenistas contemporáneos),
fueron los judíos, su propio pueblo, quienes condenaron a Cristo por blasfemia
y exigieron su ejecución a manos de las autoridades romanas en la persona de
Poncio Pilato. Como no le era de interés a Pilato el cargo de blasfemia, la
única manera en que los judíos podían salirse con la suya era acusar a Cristo
de fomentar la rebelión contra Roma, una acusación hipócrita, ya que eran
precisamente los judíos, no Cristo, quienes estaban planeando la
revolución; de hecho se rebelaron en el
año 66 d.C.[30] Pilato no sólo no creyó en esta acusación: como señaló el apóstol
Pedro, hizo todo lo posible para que Cristo fuera liberado (Hechos 3.13),
cediendo sólo cuando temió que los judíos estuvieran a punto de amotinarse y de
denunciarle ante el emperador en Roma.
En consecuencia, en
la medida en que Pilato pudo haber usado el poder que Dios le había otorgado
para salvar al Señor de una muerte injusta, el poder del Estado romano aparece
en esta situación como culpable, pero también como el protector potencial, si bien
no todavía real, de Cristo en contra de los ataques de sus más feroces
enemigos. En otras palabras, ya durante la vida de Cristo, vemos el rol futuro
de Roma como guardiana del Cuerpo de Cristo y “aquello que retiene” al Anticristo
(II Tesalonicenses 2.7).
*
Desde ese momento, como enseñó San Serafín de Sarov, el primer deber de todos los cristianos ortodoxos, luego de la fidelidad a la Ortodoxia, es su lealtad al Autócrata Cristiano Ortodoxo; quien, en su época, fue el Zar Ruso.
“Al explicar lo bueno que era servir al Zar, – escribió el
amigo del santo, Nicolás Motovilov – ‘y
cuánto debería valorarse su vida, citó como ejemplo a Abisai, comandante de
guerra de David.
“ ‘Una vez – dijo el batyushka Serafin – ‘para satisfacer la
sed de David, a la vista del campamento enemigo se coló en un y consiguió agua,
y, a pesar de una lluvia de flechas lanzadas desde el campamento enemigo,
regresó completamente ileso, llevando el agua en su yelmo. Había sido salvado
de la lluvia de flechas solo debido a su celo hacia el Rey. Tan solo cuando
David daba una orden, Abisai respondía: ‘Solo ordena, oh Rey, y todo se hará
según tu voluntad’.
Pero cuando el Rey expresó el deseo de participar él mismo
en alguna hazaña sangrienta para animar a sus guerreros, Abisai le rogó que
preservara su salud y, impidiéndole participar en la batalla, le dijo: ‘Hay
muchos entre nosotros, su Majestad, pero usted es uno entre los nuestros.
Incluso si todos nosotros fuéramos asesinados, mientras usted estuviera vivo,
Israel permanecería íntegro e invicto. Pero si usted se va, entonces, ¿qué será
de Israel?…’
El batyushka Padre Serafín amaba dar explicaciones con
detalle, elogiando el celo y el ardor de los fieles súbditos al Zar, y deseando
explicar más claramente cómo estas dos virtudes cristianas son agradables a
Dios, dijo:
‘Después de la Ortodoxia, estos son nuestros primeros
deberes rusos y la base principal de la verdadera piedad cristiana.’[31]
A menudo, alternaba el tema David con el de nuestro gran
Emperador [Nicolás I] y durante horas seguidas me hablaba de él y del reino
ruso, lamentando a aquellos que tramaban el mal en contra de su Augusta
Persona. Al revelarme claramente lo que querían hacer, me sumía en un estado de
horror; al hablar sobre el castigo preparado para ellos por el Señor y para confirmar
sus palabras, añadía:
‘Esto sucederá sin falta: el Señor, viendo el rencor
impenitente de sus corazones, permitirá que sus empresas se lleven a cabo por
un corto período, pero su enfermedad se volverá contra ellos, y la injusticia
de sus maquinaciones destructivas recaerá sobre ellos. La tierra rusa se teñirá
de torrentes de sangre, y muchos nobles serán asesinados por su gran Majestad y
la integridad de su Autocracia: pero hasta el final el Señor no se enfurecerá y
no permitirá que la tierra rusa sea destruida hasta el final, porque solo en
ella la Ortodoxia y los remanentes de la verdadera piedad cristiana especialmente
se preservaran. Antes del nacimiento del Anticristo, habrá una gran y
prolongada guerra y una terrible revolución en Rusia que superará todos los
límites de la imaginación humana, ya que la efusión de sangre será más
terrible: las rebeliones de Ryazan, Pugachov y la revolución francesa no serán
nada en comparación con lo que sucederá en Rusia. Muchas personas fieles a la
patria perecerán, se saquearán propiedades de la Iglesia y los monasterios; las
iglesias del Señor serán profanadas; las buenas personas ricas serán robadas y
asesinadas, ríos de sangre rusa fluirán...’ ”[32]
[1] Stephenson, Constantine: Unconquered Emperador,
Christian Victor, Londres: Quercus, 2009, p. 38.
[2] San León, Sermón LXXXII, en la fiesta de los santos
Pedro y Pablo.
[3] Sordi, op. cit., pág. 18.
[4] Velimirovič, El prólogo de Ochrid, parte III, 22 de
julio, p. 94. Anás y Caifás también tuvieron malos resultados.
[5] Sordi, op. cit., capítulo 1.
[6] Gibbon, La decadencia y caída del imperio romano, capítulo 2.
[7] Dvorkin, op. cit., págs. 79-81.
[8] Domiciano era visto en la antigüedad como
el peor de los emperadores romanos, peor incluso que Nerón y Calígula (Peter
Heather, The Restoration of Rome,
Londres: Pan Books, 2013, p. 114).
[9] San Teófano, Thoughts for Each Day of the Year,
Platina, Ca.: Hermandad de San Herman de Alaska, 2010, p. 167.
[10] El Sínodo de los Obispos de la Iglesia Rusa Fuera de
Rusia escribió que “los apóstoles Pedro y Pablo exigieron de los cristianos de
su tiempo sumisión a la autoridad romana, a pesar de que esta más tarde
persiguiera a los seguidores de Cristo. Los romanos por naturaleza se
distinguían por su valor moral, por lo que, según palabras de Agustín en su
libro Sobre la ciudad de Dios, el
Señor los magnificó y glorificó. La humanidad le debe al genio de los romanos
la elaboración de una ley más perfecta, que fue el fundamento de su famosa
estructura gubernamental, mediante la cual sometió para así al mundo en mayor
medida que por vía de su renombrada espada. Bajo la sombra del águila romana
muchas tribus y naciones prosperaron, disfrutando de paz y libre autogobierno
interno. El respeto y la tolerancia hacia todas las religiones eran tan grandes
en Roma que al principio se extendieron también al cristianismo recientemente
engendrado. Baste recordar que el procurador romano Pilato trató de defender a
Cristo Salvador de la malicia de los judíos, señalando su inocencia y no
encontrando nada censurable en la doctrina que predicaba. Durante sus numerosos
viajes evangélicos, que lo pusieron en contacto con los habitantes de tierras
extranjeras, el apóstol Pablo, como ciudadano romano, apeló a la protección del
derecho romano para defenderse tanto de los judíos como de los paganos. Y, por
supuesto, pidió que su caso fuera juzgado por César, quién, según la tradición,
lo declaró inocente de lo que se le acusaba; sólo más tarde, tras su regreso a
Roma desde España, padecería el martirio.
“La persecución de los
cristianos nunca impregnó al sistema romano, y fue una cuestión de iniciativa
personal de emperadores individuales, que vieron en la amplia difusión de la
nueva Fe un peligro para la religión del Estado, y también para el orden del
Estado, hasta que uno de ellos, san Constantino, comprendió finalmente que en
realidad no sabían lo que hacían, y puso su espada y su cetro a los pies de la
Cruz de Cristo…” (Carta Encíclica del Consejo de Obispos Rusos en el Extranjero
dirigida a la feligresía ortodoxa, 23 de marzo de 1933; Living Orthodoxy, #131, vol. XXII, N 5, septiembre-octubre de 2001,
págs. 13-14)
[11] San Juan
Crisóstomo, On Living Simply. Triumph
Books, 1997
[12] San
Clemente de Roma, epístola a los
Corintios, 60-61.
[13] San Justino Martir, Primera Apologia, 17
[14] San Atenágoras, Representation for the Christians, en The Acts of the Christian Martyrs, Oxford: Clarendon Press, 1972, p. 93.
[15] San Teofilo, Tres libros a Autólico
[16] Peter J. Leithart, Defending Constantine, Downers Grove, Ill.: IVP Academic, 2010, p.
281.
[18] San
Hipólito, en Fomin, S. & Fomina, T. Rossia
pered Vtorym Prishestviem (Rusia después de la Segunda Venida), Moscú,
1994, vol. I, p. 56.
[19] San
Euquerio de Lyon, La pasión de los mártires.
[20] Menaion
Festivo, La Natividad de Cristo,
Canon, Canto séptimo, irmos segundo
[21]
Aristóteles, Política, IV, 10.
[22] Heromartir
Victorino de Petovio, Comentario al
Apocalipsis
[23] Algunos
vieron en 1 Pedro 5.13 una identificación similar de Roma con Babilonia, pero
esto es dudoso. La Babilonia a la que se hace referencia allí probablemente sea
Babilonia en Egipto, desde donde San Pedro escribía su epístola. Sin embargo,
no cabe duda de que a los primeros lectores de Juan la imagen de Babilonia les
habría recordado en primer lugar a la Roma de Nerón y Domiciano.
[24] P. Michael Azkoul,
The teachings of the Orthodox Church,
Buena Vista, Co.: Publicaciones Dormition Skete, 1986, parte I, p. 110.
[25] San Cirilo de Alejandra,
Commentary on the Gospel of Saint Luke,
(Comentario al Evangelio de san Lucas) Homilía 12, Nueva York: Studion
Publishers, 1983, p. 89.
[26] Glazkov, “Zashchita ot Liberalizma” (“Una defensa
desde el Liberalismo”), Pravoslavnaia
Rus’ (Rusia Ortodoxa), N 15 (1636), Agosto 1/14, 1999, p. 10.
[27] Florovsky, “Antinomies of Christian
History: Empire and Desert” (Antinomias de la Historia Cristiana: Imperio y
Desierto), Christianity and Culture,
Belmont, Mass.: Nordland, 1974, pp. 68- 69.
[28] Florovsky, Antinomies of Christian History: Empire and
Desert (Antinomias de la Historia Cristiana: Imperio y Desierto),
Christianity and Culture, Belmont, Mass.: Nordland, 1974, pp. 68- 69.
[29] Obispo san
Nicolas Velimirovič, The Prologue from
Ochrid (El prólogo de Ochrid), parte III, Birmingham: Lazarica Press, 1986,
parte III, correspondiente al día 30 de septiembre, pp. 395-396.
[30]
Bienaventurado Teófilacto, On John 18:36
(sobre Juan 18.36).
[31] Yu.K.
Begunov, A.D. Stepanov, K.Yu. Dushenov (editores), Tajna Bezzakonia (El misterio de la Iniquidad), san Petersburgo
2000, pags 61-64.
[32] San
Serafín, citado por el protopresbitero Victor Potapov, “Dios es traicionado por
el silencio”. Véase también en Literaturnaya
Ucheba, Enero-Febrero, 1991, pp. 131-134.
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