Primera Parte: Presentación del Problema
Una vez más una circunstancia urgente e inevitable interrumpe la
serie de cuestiones sobre las que estábamos hablando, es decir, sobre las
controversias con los herejes. Sin embargo, esta circunstancia urgente e
inevitable requiere toda nuestra atención y nos separa del objetivo inicial. De
hecho, estábamos listos para promover en ustedes la caridad en vistas de una
mayor gloria del Unigénito preparándolos para enfrentar al enemigo de Cristo,
pero el intolerable comportamiento obstinado de aquellos
que quieren ayunar en la próxima Pascua, nos empuja fuertemente a
dedicar todas nuestras energías y enseñanzas a su curación.
De hecho, el buen pastor no sólo aleja a los lobos,
sino que también cura a las ovejas enfermas con gran solicitud. ¿A qué ayuda
que la grey huya de los dientes de las fieras si después mueren infectadas por
una enfermedad? Del mismo modo el buen comandante no sólo aleja a los que pretenden
atacarlo, sino que lo primero que hace es pacificar la ciudad dividida por las
revueltas, sabiendo muy bien que a nada sirve una futura victoria externa
cuando todavía al interno del pueblo continúan las luchas civiles.
Segunda Parte: Exhortación a la unidad
Para comprender plenamente como nada es más dañoso que las luchas y
la desunión, escucha aquello que Cristo dijo: “No podrá resistir un reino con divisiones internas” (cf. Mt 12,25).
¿Qué hay más potente que un reino al cual dan gran fuerza las riquezas
y las armas, las murallas y las fortificaciones, y, por si fuera poco, las
armadas numerosas con sus respectivos caballos? Y sin embargo, toda esa
potencia es nada si nace desde dentro la división.
En verdad, nada causa más debilidad que las luchas
y las diputas, así como el amor y la concordia dan grande fuerza y potencia. De hecho, Salomón, habiendo comprendido bien este pensamiento,
afirmaba: “El hermano que es ayudado por
su hermano es como una ciudad potente y un reino bien fortificado” (Prov.
28,19).
¿Ves cuánta es la fuerza de la concordia? ¿Ves cuánto daño hacen las
luchas y divisiones? Un reino dividido por las discordias cae en ruina; dos
hombres puestos de acuerdo y estrechamente unidos son más fuertes que cualquier
torre.
Sé que, por gracia de Dios, la mayor parte de la grey es inmune a
este mal[2]
y que pocos son los infectados por esta enfermedad, sin embargo, no debemos
dejar de lado la curación de estos pocos. En efecto, si por caso fueran diez, o
si fueran cinco o dos, o quizá solamente uno es el enfermo, no por ello hay que
dejar de hacer el máximo cuidado en favor del infectado. Aquel ‘uno’ puede ser
valorado por nosotros como vil y despreciable, pero es un hermano por el cual
Cristo ha muerto y que Cristo ha valorado al máximo precio. Cristo ha dicho: “Quienquiera que escandalice a uno de estos
pequeños, más le vale ponerse una piedra de molino en el cuello y echarse en el
mar” (Mt 16,6); y también dijo: “Todo
lo que al más despreciable de mis hermanos no lo hiciste, a mí tampoco me lo
hiciste” (Mt 25,45) y en otro punto encontramos: “Es voluntad del padre celestial que ninguno perezca” (Mt 12,14).
Por tanto, ¿no es absurdo que, mientras Cristo tiene tanto cuidado de los más
despreciables, nosotros por pereza no hagamos nada?
Y no me digan: “es nada más uno”, porque, en verdad, ese solo ‘uno’
puede transmitir la enfermedad a los otros, como dijo Pablo: “Una pequeñísima porción de levadura fermenta
toda la masa” (Gal 5,9). Es propiamente este descuido nuestro para con los
más necesitados que todo manda a la ruina y lo destruye, porque el mal se
extiende cuando con la curación adecuada se reduciría.
Por lo tanto, repitámonos que nada es peor que las disputas y las
discordias […]. Por ello, debemos actuar como las
madres afectuosas para con sus hijos cuando no obedecen, es decir, amenazan a
los pequeños de dejarlos con alguien extraño para que les haga mal, no porque
pretendan dejarlos en verdad con el enemigo, sino para que el niño obedezca.
Del mismo modo, amonestando severamente, pretendemos conseguir la paz y estar
bien unos con otros.
También Pablo, pudiendo acusar a los Corintios de muchos
y graves pecados, les acusó, sobre todo y en primer lugar, del pecado de
discordia. Habría podido acusarles de fornicación (cf.
1 Co 5,1), de orgullo (cf. 1 Co 4,19),
de recurrir a los jueces paganos en vez de acudir con sus jueces cristianos (cf. 1 Co 6,1), de participar en comidas
idolátricas (cf. 1 Co 10,21); habría
podido acusar a las mujeres de no cubrirse la cabeza y a los hombres del deber
de cubrir a sus mujeres (cf. 1 Co
11,4-5); además de estas culpas, también habría podido inculparlos de su
indiferencia para con los pobres (cf. 1
Co 11,21-22), su arrogancia por adquirir los dones del espíritu (cf. 1 Co 12,29), su incredulidad
respecto a la resurrección de los cuerpos (cf.
1 Co 15,35); sin embargo, dejando para después cada una de las acusaciones
mencionadas, escogió como primera y más urgente a corregir: la desunión.
Porque el Apóstol sabía, y lo sabía con certeza, que
este tema urgía más que todos los otros. Si el idólatra o el soberbio o aquel
afligido por los vicios, frecuenta la Iglesia, gozando así de la doctrina,
puede alejar rápidamente estos males por los cuales está siendo afectado y
puede recuperar la salud; pero el que se oculta a la enseñanza de la doctrina
de los Padres y está alejado del laboratorio del médico,
es decir, de la Iglesia, si bien parezca sano, en realidad bien rápido será
golpeado por los males.
El buen doctor primeramente calma la fiebre y después
cura las úlceras y las fracturas, así también hizo
Pablo. En primer lugar eliminó la discordia, después curó las heridas de cada
uno de los miembros del cuerpo. Primero realizó la curación más urgente
exhortando a no tener divisiones, a no estar bajo el partido de una persona
particular y a no dividir en muchas partes el cuerpo de Cristo. Después, fue
aplicando el remedio a cada miembro del cuerpo según su necesidad. Pero, sus palabras
no se aplican solamente a los de Corinto, sino también a todos aquellos que
después de ellos estarían bajo el mismo mal.
Tercera Parte: Sobre la celebración de la
Pascua según el concilio de Nicea[3]
Quisiera preguntar gustosamente a los que hoy hacen
división entre nosotros ¿qué cosa es la Pascua? ¿Qué cosa es la Cuaresma? ¿Qué
cosa pertenece al judaísmo y qué cosa pertenece a nosotros los cristianos? ¿Por
qué aquella Pascua judía ocurre una sola vez al año y en cambio nuestra Pascua
es celebrada en cada asamblea? Y también me gustaría preguntarles el
significado de los ázimos y otras muchas interrogantes sobre este argumento.
Comprenderían, entonces, cabalmente cuan fuera de lugar
está la necedad que genera batalla de estos que, mientras no saben dar razón de
lo que hacen, se comportan como si fueran los más sabios e incapaces de recibir
lecciones. Esto es sumamente reprobable: son ignorantes y no escuchan a
aquellos que saben y, por sus propios intereses, ejecutan, sin ninguna
consideración, hábitos detestables y por ello, caen como en un precipicio
profundo y oscuro donde sólo hay destrucción.
En realidad ¿cuál sabio discurso objetan a lo que
decimos? De hecho, nos acusan diciendo: ¿Acaso
ustedes no observaban el ayuno? Sin embargo, puedo responderles con todo
derecho desde mi experiencia –aunque ésta no valga de mucho–, que si bien es
verdad que antes se ayunaba, ahora se ha preferido la concordia a la
observancia de los tiempos.
Esto es cuanto decía Pablo y esto es lo que les digo a
ustedes: Sean como yo, porque yo fui como
ustedes (cf. Gal 4,12). ¿Qué
significan estas palabras? Pablo había persuadido a los Gálatas a renunciar a
la circuncisión, a dejar de lado el rito del sábado y otras obligaciones
legales, sin embargo, viendo que estaban inquietos y temían sufrir penas y
suplicios a causa de las transgresiones a la ley, los tuvo que sostener en el
ánimo poniéndose como ejemplo y diciendo: “Sean
como yo, porque yo fui como ustedes”. “¿Acaso
ignoro las leyes y las penas que éstas imponen a los que las transgreden? Yo
soy hebreo nacido de hebreos, fui fariseo en la observancia de la ley y, por
celo, fui perseguidor de la Iglesia. Sin embargo, todo eso que tenía en gran
valor, a causa de Cristo, ahora lo juzgo como un daño” (Fil 3,5-7). A causa
de estas palabras, yo mismo me he desprendido de los hebreos de una vez por
todas. Por ello, les digo, sean como yo,
ya que yo era como ustedes.
Pero, por qué hablo de mi experiencia cuando fueron
trecientos Padres, o quizá más, reunidos en Bitinia, los que han decretado
estas cosas y, sin embargo, tú las desprecias.
Dos son las hipótesis: o tú condenas a los Padres como
ignorantes, como gentes que no estudiaron el caso cuidadosamente, o tú acusas a
los Padres de cobardes al evitar las dificultades inherentes a la cuestión
sobre la Pascua, porque llegaron a un cierto acuerdo engañoso traicionando así
la verdad. Porque si tú no sigues lo decretado por los Padres, son éstas las
consideraciones que se concluyen de ti. Y sin embargo, cuanto establecieron fue
verdaderamente modelo de gran sabiduría y firmeza, como atestiguan los
acontecimientos que te mostraré.
La sabiduría de los Padres queda demostrada por su
exposición de la fe. Exposición que cierra la boca a los herejes y aleja las
insidias como una torre que no se puede derribar. El coraje de los Padres queda
demostrado por la persecución que sufrieron, que hasta hace poco ha cesado, y por
la guerra suscitada contra las iglesias. Como fuertes y perseverantes combatientes,
cargados de trofeos y de señales de muchas heridas, se iban reuniendo de todas
partes del imperio, llevando las heridas que les habían hecho por causa de
Cristo; ellos, cabezas de la Iglesia, podían enumerar todos los suplicios
sufridos por haber confesado la fe. Algunos podían describir los sufrimientos
de la vida en las minas, otros, narrar cómo habían sido despojados de sus
bienes y propiedades, otros, podían recordar el hambre y las innumerables
heridas. A algunos los habían golpeado, a otros les habían apaleado duramente
la espalda o les habían quitado los ojos de sus órbitas, había aquellos a los
que les había sido mutilada una parte del cuerpo por la fidelidad a Cristo. Así
pues, estos son los atletas que, reunidos en aquel Sínodo, declararon y
definieron, sabiamente, el símbolo de la fe, y al mismo tiempo decretaron,
unánimemente, que la solemnidad de la Pascua fuera celebrada en idéntico día
para todas las Iglesias.
¿Piensas tú que estos hombres, que en los momentos más
difíciles de su vida no abandonaron la fe, actuarían con simulación en lo que
se refiere a una cuestión ‘de días’? Considera cómo te comportas cuando
condenas a estos Padres tan importantes, tan valientes y tan sabios. Si el
fariseo condenando al publicano pierde todos sus bienes, tú que te opones injustamente
y contra toda razón a tan grandes doctores queridos por Dios, ¿cuál indulgencia
crees merecer o cuál justificación podrás exponer?
No has oído a Cristo decir: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos” (Mt 18,20). Pero si cuando dos o tres están reunidos en su nombre
Cristo está presente, con cuanta mayor razón Cristo estaba presente y designaba
y definía cada cosa, cuando más de trescientos testigos suyos estaban reunidos.
Tú no sólo condenas aquellos Padres, sino que condenas a la toda la tierra
entera que aprobó su sentencia. O ¿acaso juzgas más sabios que los Padres a los
judíos que –repito– están privados de los ritos que hicieron sus antepasados y
que no celebran ningún día solemne?
Aquello que entre los judíos llaman ‘pan ázimo’ y ‘Pascua’
(porque de hecho muchos entre ellos hablan de Pascua y ázimos) es nada. Lo
puedes comprender de las palabras del legislador Moisés cuando dijo: “No podrás celebrar la Pascua en ninguna de las
ciudades que te da el Señor tu Dios, solamente en el lugar en que su nombre
será invocado” (Dt 16,5-6), y ese lugar se refiere a la ciudad de
Jerusalén. Ahora bien, considera que el Señor primeramente había limitado a una
sola ciudad el día de fiesta, pero luego, destruyó esta misma ciudad para
dispersar a sus habitantes y terminar con esos usos religiosos. No hay duda que
el Señor preveía las consecuencias.
¿Por qué otra razón en primer lugar, Dios reunió de
muchas partes de la tierra a los judíos si no es porque después preveía que en
el futuro la ciudad habría de ser destruida? ¿No es evidente que quería abolir
esta festividad? Por tanto, Dios mismo ha cancelado la Pascua de los judíos, y
sin embargo, tú la buscas en compañía de ellos, de los cuales el profeta ha
dicho: “quién es ciego sino mis hijos,
quien es sordo sino aquellos a los que mando” (Is 42,19).
Cuarta Parte: ¿Cuándo debemos celebrar
la Pascua cristiana, es decir, la Eucaristía?
[…] Si Cristo celebró la Pascua con los Apóstoles que eran
judíos, no fue para que también nosotros la celebráramos con los judíos, sino
para introducirnos en la verdad a través de la sombra. En efecto, Cristo fue
circuncidado, observó el sábado, observó la festividad de la Pascua, comió el
pan ázimo, todo lo cual lo cumplió cabalmente en Jerusalén; sin embargo, nosotros no estamos sujetos a la observancia de
estas obligaciones, como proclama Pablo cuando dice: “Si se hacen circuncidar, Cristo no les
servirá de nada” (Gal 5,2) y refiriéndose a los panes ázimos dice: “celebremos la fiesta, no con vieja levadura,
ni con levadura de malicia e injusticia, sino con ázimos de sinceridad y verdad”
(1 Co 5,8). En verdad, nuestros ázimos no son panes hechos de harina, sino
que consisten en relaciones sinceras y una vida virtuosa.
Pero, ¿por qué razón, en aquel tiempo, Cristo se
comportó en tal modo? Porque la antigua Pascua era la
imagen de la Pascua futura. Era necesario agregar la verdad a la imagen
y, después de haber mostrado la sombra, en la misma cena, introduce la verdad. En seguida, mostrada la verdad, la sombra
desaparece y no tiene más razón de ser.
Por tanto, no me presenten el argumento que Cristo
celebró la Pascua, más bien, demuéstrenme que Cristo ordenó que hiciéramos como
ustedes dicen. Porque yo les demuestro exactamente lo contrario,
es decir, que Cristo no sólo no ordenó que estas festividades[4]
fueran observadas, sino que nos liberó de estas
obligaciones. Escucha, reflexionando, las palabras de Pablo, y diciendo
Pablo, en verdad debo decir Cristo, porque Cristo inspiró el ánimo del apóstol.
¿Qué dice, pues, Pablo? “Ustedes observan
los días, los meses, las estaciones y los años. Temo que haya trabajado entre
ustedes inútilmente” (Gal 4,10-11) y también dice: “Cada vez que coman este pan y beban este vino, anuncian la muerte del
Señor” (1 Co 11,26). Diciendo claramente ‘cada vez que’ declaró que quien se
acerca a la mesa santa tiene la libertad de escoger el tiempo y lo libera de
toda observancia de días establecidos[5].
Ahora bien, la Pascua y la Cuaresma no son la misma e
idéntica cosa, la Pascua es una cosa, la Cuaresma es otra. La Cuaresma tiene lugar solamente una vez al año; la Pascua[6],
en cambio, tres veces a la semana[7],
a veces también cuatro veces o, para decirlo con más exactitud, cada vez que lo queramos. Esto es así porque la Pascua no es un ayuno sino
una oblación y un sacrificio que se efectúa en cada asamblea.
Que las cosas son así, lo puedes comprender de las
palabras de Pablo: “Nuestro cordero
pascual, Cristo, ha sido inmolado” (1 Co 5,7) y “cada vez que coman este pan y beban este vino, anuncian la muerte del
Señor” (1 Co 11,26). Por lo tanto, cada vez que con conciencia pura te acercas a la mesa santa
celebras la Pascua, no cuando ayunas sino
cuando participas del sacrificio, pues en verdad, “cada vez que coman este pan y beban este vino, anuncian la muerte del
Señor” (1 Co 11,26). De hecho, la oblación ofrecida hoy o aquella de ayer o aquella
celebrada en cualquier día es perfectamente idéntica a aquella del sábado santo;
ni ésta es más venerable que aquellas ni aquellas son menos perfectas que ésta,
sino que todas son igualmente temibles e igualmente saludables. Por ello, cada
Pascua es el anuncio de la muerte del Señor.
Quinta Parte: La relación entre Cuaresma
y Pascua, entre cruz y pecados
Entonces, ¿por qué ayunamos por
cuarenta días? Porque hace tiempo, muchos se acercaban a los
santos misterios sin reflexionar y sin una adecuada preparación, sobretodo en
el tiempo en que Cristo nos los dejó. Entonces, nuestros Padres, comprendiendo
el daño que se derivaba de un hecho tan desconsiderado, establecieron cuarenta
días consagrados al ayuno, a la oración, a la escucha de la Palabra de Dios, a
las reuniones entre hermanos, con el fin que, después de haberse purificado
durante estos cuarenta días por medio de la oración, de la limosna, del ayuno,
de las vigilias, de las lágrimas, de la confesión y de muchas otras prácticas
de piedad, según las propias fuerzas, se pudiera acceder a los sagrados
misterios de la Pascua con ánimo puro.
Que los Padres obtuvieron un excelente resultado con
estas medidas, habituándonos a este periódico ayuno, está probado con seguridad.
De hecho, si durante todo el año no cesáramos de anunciar fuertemente el ayuno,
ninguno prestaría atención a nuestras palabras; en cambio, vemos que, cuando
llega el tiempo de la Cuaresma, incluso el más negligente y el más indiferente
se anima y sigue los consejos y las exhortaciones que recibe en esta época del
año, más aún, él mismo entra en un estado de conversión incluso sin oír
consejos.
Por tanto, si alguno, sea judío sea pagano, te pregunta
la razón de tu ayuno, no digas que es a causa de la Pascua ni mucho menos en
razón de la cruz, porque le ofrecerías un pretexto para acusarte. En realidad, nosotros ayunamos no a causa de la
Pascua o a causa de la cruz, sino a causa de nuestros pecados porque queremos
acercarnos dignamente a los sagrados misterios. Del resto, la Pascua no es en ningún caso ocasión de ayuno o
de tristeza, sino de gran alegría interior y exterior.
La cruz, en efecto, quitó el pecado, fue expiación de
toda la tierra y reconciliación de un antiguo odio; abrió las puertas del cielo
y regresó a la amistad a aquellos que se odiaban; ha regresado al cielo y
colocado a la diestra del trono celeste a la naturaleza humana, y nos ha colmado
a todos de otros innumerables beneficios. Por todas estas razones, es imposible
llorar o entristecerse, sino que, al contrario, es necesario alegrarse y
regocijarse.
Por esta razón Pablo decía: “Lejos de mí el pensamiento de gloriarme si no es en la cruz de nuestro
Señor Jesucristo” (Gal 6,14) y en otro lado decía: “Dios ha mostrado la grandeza de su amor hacía nosotros, porque cuando
éramos todavía pecadores Cristo murió por nosotros” (Rom 5,8). Y también el
Apóstol Juan lo dijo claramente: “Dios
amó al mundo”, pero ¿en qué modo? Y
el discípulo amado, dejando de lado tantas otras consideraciones y poniendo en
primer lugar la cruz, responde: “Tanto
amó Dios al mundo que le dio a su único Hijo, a fin que fuera crucificado, para que quien crea en él no perezca, sino
tenga la vida eterna” (cf. Jn
3,16). Por lo tanto, si la cruz es ocasión de amor y de gloria, no
diremos que lloramos a causa de la cruz; verdaderamente no lloramos en razón de
ella, sino a causa de nuestros pecados y es precisamente por ellos que ayunamos.
Sexta Parte:
La necesidad de una conciencia pura y no de un tiempo determinado para celebrar
la Pascua
Ciertamente el catecúmeno, es decir, el que se está
preparando a recibir el bautismo, si bien ayuna cada año, no celebra la Pascua,
por la sencilla razón de que no participa de la comunión; en cambio, un
bautizado que no ayunó pero se presenta aquí en la asamblea con la conciencia
pura, sin ninguna duda está celebrando la Pascua, y si así permanece, la
celebrará mañana o en cualquier momento que, en el futuro, comulgue.
No debemos, pues, juzgar la perfección de la comunión
según el momento en que se hace, sino según la pureza de la conciencia. Pero
parece que nosotros nos dejamos guiar exactamente por lo contrario, es decir,
no purificamos nuestra alma pero, si comulgamos en un día determinado,
estimamos que hemos celebrado la Pascua, a pesar de que estemos cargados de
miles de pecados. Pero así no deben ser las cosas. En realidad, si en un sábado
santo, o sea, el día de Pascua, has participado de ella con ánimo impuro de las
sagradas ceremonias, has regresado a tu casa sin haber celebrado la Pascua;
mientras que hoy, aunque no es día de Pascua porque no es sábado santo, si
purificado de tus pecados comulgas, entonces habrás celebrado la Pascua de modo
perfecto. Es, pues, necesario para la participación en los
divinos misterios el celo y el fervor y no la observancia de este o aquel
momento.
Pero quizá tú prefieras soportar el ayuno en Pascua y
guardar estrictamente la ley en vez de cambiar tus costumbres. Sin embargo, deja
te demuestro que es necesario despreciar dicha costumbre y que es preferible
hacer lo posible, e incluso sufrir, por acercarse a la sagrada mesa sin mancha
de pecado. Y a fin que comprendas como Dios no da peso al tiempo y su
observancia, escucha cuanto él mismo ha proclamado: “Me viste hambriento y me nutriste, me viste sediento y me diste de
beber, me viste desnudo y me vestiste” (Mt 25,35) y a aquellos que estarán
a su izquierda les reprochará la conducta contraria. Además, en otro momento,
para recordar los pecados, así reprocha: “Siervo
malo, he perdonado todas tus deudas, ¿no debías tú también haber tenido
compasión de tu semejante como yo tuve compasión de ti?” (Mt 18,32).
Incluso, excluye del banquete de bodas a las vírgenes que no tenían aceite en
la lámpara (cf. Mt 25,7); mandó fuera de la fiesta
al invitado que había entrado con un vestido no digno de las fiestas nupciales
sino con un indumento manchado y sucio por el libertinaje (cf. Mt 22,11ss). Y sin embargo, ninguno fue jamás acusado o
castigado por haber celebrado la Pascua en este o en aquel mes.
Pero, ¿por qué hablo de esto si nosotros estamos libres
de estas obligaciones, nosotros que tenemos nuestra morada en los cielos y que
no estamos sujetos a fiestas en base a los meses, ni al sol ni a la luna, ni al
curso de los años? Porque nos acusan de guardarlas. Pero observemos con
atención y se verá que incluso para los judíos la observancia del tiempo no es
importante, sino que es más importante la consideración del lugar, es decir,
Jerusalén. De hecho, cuando algunos preguntaron a Moisés: “Si quedamos impuros por haber tocado un cuerpo muerto, ¿estaremos, por
esta razón, privados de la posibilidad de ofrecer dones al Señor?” y Moisés
respondió: “Preguntemos al Señor”.
Cuando Moisés regresó, traía una ley que prescribía: “Si alguno queda impuro por haber tocado un muerto o si debe
hacer un viaje largo y no puede, por estos motivos, celebrar la Pascua el
primer mes, la celebrará en el segundo” (cf. Num 9,7-9).
En conclusión, entre los judíos, la observancia rigurosa
del tiempo no es obligatoria siempre que la Pascua sea celebrada en Jerusalén.
Tú, en cambio, antepones el tiempo a la concordia con la Iglesia; es más, te
parece bien observar ciertos días, pero no te pones a pensar que trayendo
desunión a las asambleas santas ultrajas a nuestra madre común, la Iglesia.
¿Qué perdón crees merecer tú que sin motivo cometes tal pecado? Date cuenta que
incluso a nosotros nos sería imposible, aunque lo quisiésemos y deseásemos,
celebrar la Pascua exactamente en aquel día en que Cristo la celebró. Te diré
claramente la razón.
Cuando Cristo fue crucificado era el primer día de los
ázimos y la vigilia del sábado, sin embargo, que ambos días coincidan no sucede
todos los años. De hecho, este año el primer día de los ázimos cae en domingo y
es completamente necesario que ayunemos toda la semana, de modo que cuando la
Pasión haya pasado y los días de la crucifixión y resurrección hayan tenido
cumplimiento, nosotros estaremos todavía ayunando. En realidad, sucede
frecuentemente que después que pasan los días de la crucifixión y de la
resurrección, nosotros todavía estamos ayunando, porque la semana entera no ha
pasado todavía. Por lo tanto, la observancia del tiempo es, si puedo decirlo,
vana.[8]
No estamos aquí para discutir y lamentarnos diciendo: “Lo que pasa es que tengo mucho tiempo
haciendo estas prácticas y me parece que no podré cambiar”. Exactamente por
esta razón debes cambiar, porque has estado lejos durante mucho tiempo de tu
Madre, la Iglesia. Ninguno diga: “Me da
vergüenza reconciliarme, porque incluso he sentido odio”. Vergüenza y
deshonor es el no cambiar y ser mejor sino persistir en un rencor inoportuno.
Ve que fue precisamente la persistencia en sus costumbres antiguas lo que hizo
perecer a los judíos, cayendo en la impiedad.
Pero ¿por cuál motivo estoy hablando de ayuno y
observancia de los días? Porque algunos de ustedes lo hacen y quiero
rescatarlos del error. Pero mejor les pongo delante de los ojos el ejemplo
insigne del apóstol de los gentiles: Pablo. Él observaba las leyes, soportaba
muchas fatigas, realizaba viajes, resistía pacientemente muchas tribulaciones
superando a todos sus contemporáneos en la exacta observancia de las
prescripciones religiosas, sin embargo, una vez que llegó a la perfección de la
religión judía, comprendiendo que todo esto repercutía para su daño y lo
llevaba a la perdición, no dudó ni un instante en cambiar inmediatamente. Y no
se dijo a sí mismo ‘perderé los frutos de
tanto trabajo’, ‘dejar mis costumbres
hará inútiles tantas fatigas’, sino que para no sufrir por segunda vez los
daños de ese apego, abandonó la justicia de la ley para aceptar la justicia de
la fe. Y esto lo proclama diciendo: “A
causa de Cristo, todo lo que creía un beneficio, ahora lo juzgo un daño”
(Fil 3,7).
Séptima Parte:
Celebrar la Pascua reconciliado, buscando la paz y la concordia, sin la
preocupación de un tiempo determinado
Ahora bien, después de todo lo que hemos considerado y
reflexionado, ¿qué nos queda? Ante todo hemos de tener presente aquello que nos
dice nuestro Señor: “Si cuando estás presentando
tu ofrenda ante el altar te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, ve
primero a reconciliarte con él y después regresa a presentar tu ofrenda”
(Mt 5,23), de modo que si tu hermano tiene alguna cosa contra ti, no te está
permitido ofrecer el sacrificio mientras no estés reconciliado. ¿Serás tan
temerario y audaz de participar en los sagrados misterios sin antes haber
puesto fin a tu odio insolente contra la Iglesia entera y contra tan insignes
Padres? ¿Cómo puedes atreverte a celebrar la Pascua teniendo este estado de
ánimo? Y atención que no me dirijo solamente a los hermanos extraviados por el
error, sino que me dirijo también a ustedes que están aquí y que están sanos y
sin error, para que congreguen con mucho celo y dulzura a aquellos que les
parecen estar extraviados y, después, los traigan al seno de la Madre Iglesia.
Puede darse que opongan resistencia, puede darse que se obstinen, pero a pesar
de cualquier cosa que hagan no debemos dejar de insistir hasta que los hayamos
convencido. En verdad, nada hay mejor que la paz y la concordia.
Es por esta razón que el sacerdote, entrando en esta
asamblea, no se retira de ella sin antes primero haber deseado la paz a todos
ustedes, así como no comienza a darles su enseñanza sin haber primero dado a
todos la paz. Asimismo, los sacerdotes cuando deben bendecir, antes de nada
ofrecen el deseo de paz, después comienzan a realizar la bendición. Además, el
diácono cuando les ordena orar, les recomienda suplicar en la oración al ángel
de la paz y les recomienda que sus ofrendas sean de paz; más aún, cuando
estemos por despedirnos de esta reunión se les dirá: “vayan en paz”, porque sin la paz nada es posible hacer o decir.
La paz es realmente madre que nos alimenta y nos
sostiene con atención y ternura, pero cuando digo ‘paz’ no entiendo indicar
sólo aquello que de ordinario entendemos con esta palabra, ni quiero llamar
‘paz’ al hecho de sentarse en la misma mesa, sino digo ‘paz’ conforme el
pensamiento de Dios, es decir, aquella realidad que nace de la unión espiritual
y que hoy muchos fieles destruyen; como aquellos que dañan nuestra fe con
inoportunas disputas y exaltan el judaísmo considerando a los doctores judíos
más dignos que nuestros Padres. ¿Puede haber una cosa más absurda que creerles
más a los asesinos de Cristo que a quienes han dado la vida por él? ¿No saben
que el judaísmo era la imagen y que la Iglesia de Cristo es la realidad?
Consideren, pues, que es enorme la diferencia: la Pascua judía prohibía la
muerte de un hombre sustituyéndola con un animal, la Pascua de Cristo aplacó la
cólera contra el universo; la primera liberó del yugo de Egipto, la segunda nos
liberó del yugo de la idolatría; además, aquella sofocó al faraón, ésta al
demonio; después de aquella se entró en la tierra de Palestina, después de ésta
se entra en el cielo. ¿Por qué, pues, te obstinas en estar junto a la pequeña
luz de la lámpara ahora que ha salido el sol?
Dime, te ruego, ¿quieres continuar nutriéndote de leche
cuando se te ofrecen alimentos más substanciosos? Precisamente por eso Dios en
primer lugar nutrió de leche a su pueblo, para que no estuviera satisfecho; y
por eso conducía a su rebaño con pequeñas luces, a fin de conducirlo a ver el
sol. ¡Ha llegado la época de las cosas perfectas, no demos un paso atrás! No estamos ya obligados a observar fiestas en
base a los días, ni a los tiempos, ni al año; estamos llamados a seguir con
fidelidad a la Iglesia y en cada cosa anteponer a todo la caridad y la paz.
Tanto es así que si bien la Iglesia se equivocase en la exacta observancia del
tiempo con respecto a las fiestas, produciría muchos más bienes y beneficios
que los que produciría estando la Iglesia dividida.
Sin embargo, por cuenta mía, yo no doy ninguna
importancia a la observancia del tiempo porque ninguna le da Dios, como
con muchas consideraciones he demostrado en mis sermones. Pero una sola cosa pido: que todo se haga en paz y
en concordia y que, mientras nosotros ayunamos y el pueblo con nosotros,
mientras los sacerdotes oran por el bien de todo el mundo, tú no estés en tu
casa comiendo y bebiendo sin medida. Reflexiona
como este comportamiento tuyo es obra del demonio y te haces responsable no de
uno o dos pecados, sino de muchos. Te has separado de la asamblea y
mientras no estás de acuerdo con tan grandes Padres de la Iglesia caes en el error; vas en busca de los judíos
dando así escándalo a los hermanos y a los infieles. Y no
sólo te haces reo de estos pecados, sino que también debes responder por el
grave daño de no gozar de las Escrituras, de las asambleas, de las bendiciones
y de las oraciones hechas en común durante los ayunos; más aún, ocultas tu mala conciencia, temiendo de
ser descubierto, como si fueras un extranjero o de otra estirpe, mientras sería necesario que tú, con fe
y placer, con alegría y al mismo tiempo con absoluta libertad, participaras de
las celebraciones con toda la Iglesia.
Al inicio de la Iglesia no se tenía un exacto cálculo
del tiempo en relación a la fiesta de la Pascua, pero cuando los Padres que
estaban dispersos en muchas partes se reunieron y establecieron un día específico,
la Iglesia entera deseosa de la unión entre sus miembros donde quiera que se
encontraran, acogió aquella decisión. Por lo demás, ya ha sido suficientemente
demostrado que nos será imposible celebrar los sagrados misterios en el mismo
día en que Cristo los celebró.
No combatamos contra las sombras, no nos hagamos daño
discutiendo sobre cuestiones de poco valor, más bien, atendamos a lo
verdaderamente importante que es no dividir la Iglesia, no perderse en
discusiones ni privarse de las reuniones: esto sí que es imperdonable, digno de
condena y de grave castigo; en cambio, es secundario y no acarrea culpa ayunar
en este o en aquel momento.
Mucho más se podría decir, sin embargo, para aquellos
que me han seguido con atención, cuanto he dicho es suficiente, para aquellos
menos atentos, decir más no serviría.
Terminemos aquí nuestro discurso orando para que todos
nuestros hermanos regresen a nosotros, nos demos el abrazo de la paz,
abandonemos toda inoportuna discusión, y, dejando de lado las pequeñeces,
elevemos la mente y el corazón –considerándonos liberados de la obligación del
tiempo– hacía Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, al cual, todos juntos
con un solo espíritu y a una sola voz, damos gloria ahora y siempre, por los
siglos de los siglos. Amén.
Traducción hecha por:
Pbro. Rubén Marroquín Moreno
Tacámbaro, Michoacán, México, a 1 de abril
del 2020.
[1] De san Juan Crisóstomo se conservan 8 homilías contra los hebreos
en PG 48, 843-942 tanto en la lengua original, es decir, en griego, como en su
traducción al latín. Dichas homilías, las pronunció en Antioquía de Siria
durante los años 386 y 387, ya que no las pronunció una después de otra, sino
según se iba necesitando. Iban dirigidas principalmente a los cristianos que,
sin embargo, tenían contacto con personas del mundo judío, y por ello, en
cuestiones de culto y de fe tenían cierta confusión y hacían cosas que no eran
correctas para un cristiano. Para mayor información sobre el contenido de las
otras 7 homilías, cf. Johannes
Quasten, Patrología, tomo II, Madrid
1977, pp. 503.
El tema
general de esta tercera homilía es que algunos cristianos celebraban la fiesta
de la Pascua en el día que los judíos lo hacían, es decir, el día 14 del mes de
Nisán, que no es otra cosa que 14 días después de la primera luna llena de
primavera. Esta costumbre, desde el año 325, había quedado prohibida en toda la
Iglesia por mandato del Concilio Ecuménico celebrado en la ciudad de Nicea.
Presento
aquí el texto en español a partir de una traducción italiana hecha del original
griego que se encuentra en PG 48, 861-872, allí mismo está una traducción en
latín del texto griego que me ha ayudado a ser más preciso en muchas partes de
la traducción.
[2] Recordemos que el ‘mal’ al que se refiere san Juan Crisóstomo es la
necedad de ayunar durante la Pascua.
[3] En dicho Concilio Ecuménico acaecido el año 325 en la ciudad de
Nicea perteneciente en ese entonces a la región de Bitinia, se decretó que la
fiesta de la Pascua se celebrara en toda la Iglesia, tanto de la parte Oriental
como Occidental, el primer domingo después de la primera luna llena de
primavera. En ese Concilio participaron, como se sabe por otros escritos, 318
obispos. Es de saber que antes de este año, desde los comienzos de la Iglesia
había dos tradiciones para celebrar la Pascua en lo que se refiere a la fecha.
Unos cristianos, sobre todo en Oriente, celebraban la Pascua el día 14 del mes
de Nisán, exactamente en la fecha que hasta el día de hoy la celebran los
judíos; otros cristianos, sobre todo en Occidente, celebraran la Pascua el
primer domingo después de la primera luna llena de primavera, fecha que
prevalece hasta la fecha y que fue decretada en el Concilio ya mencionado.
[4] Con ‘estas festividades’ se está haciendo alusión a lo dicho apenas
un poco antes, es decir, la circuncisión, el respeto al sábado, comer los panes
ázimos y realizar la Pascua judía que era el un modelo de la verdadera Pascua,
es decir, la Pascua celebrada por Jesucristo y después de él, por su Iglesia.
[5] Ésta es la frase más sorprendente de esta cuarta parte o, quizá, de
toda la homilía. Sorprende porque desde pequeños se nos ha enseñado que
tenemos, como cristianos, la obligación de asistir a Misa los domingos y
fiestas de guardar. En cambio aquí, san Juan Crisóstomo parece estar
absolutamente de acuerdo con los que dicen: ‘yo voy a Misa cuando me nace’. No es exactamente así en Crisóstomo.
Pero la importancia de estas palabras suyas radica en que nos recuerda que la
asistencia a la Eucaristía debe ser hecha, fundamentalmente, con toda libertad.
Sobre la
historia de cómo, en la Iglesia, la Misa llegó a ser un mandato ver el Apéndice al final de esta
homilía.
[6] Aquí no se está hablando de la Pascua anual, que recuerda el día en
que Cristo resucitó de entre los muertos y que, como signo de unidad entre
nosotros los cristianos, celebramos el primero domingo después de la primera
luna llena de primavera, sino que se está refiriendo a la cena celebrada por
Cristo con sus apóstoles y que con toda verdad es llamada también Pascua,
porque en ella se realiza la nueva alianza entre Dios y los hombres a través de
la mediación de Cristo. Se refiere, pues, a lo que comúnmente llamamos
‘Eucaristía’ o ‘Misa’, pero es admirable que también se pueda llamar ‘Pascua’,
porque surge en ese contexto, surge cuando los judíos celebraban su fiesta, por
ello, con toda razón san Juan Crisóstomo habla de ‘imagen’ y ‘verdad’, de
‘modelo’ y cumplimiento cabal de dicho modelo.
[7] De esta frase se deduce que, en el tiempo de san Juan Crisóstomo,
lo común era celebrar la Eucaristía tres veces a la semana.
[8] Para entender este párrafo es necesario no pensar en el modo como
hoy nosotros contamos y dividimos la Cuaresma y la Pascua. En ese entonces el
conteo de los días de Cuaresma era diferente, de modo que, como dice san Juan
Crisóstomo, en muchas ocasiones ya se había celebrado la Pasión y resurrección
del Señor y todavía seguían en días de ascesis, es decir, de Cuaresma.
Obviamente este modo de vivir el tiempo de la Cuaresma cambiará y serán días
sólo precedentes a la fiesta de Pascua. Para más detalles sobre la no
uniformidad del tiempo de Cuaresma y su problemática en la época patrística, cf. la voz ‘Quaresima’ en Angelo de
Berardino, Nuovo Dizionario Patristico e
di Antichità Cristiane, Génova 20082, 4428-4432. Lamentablemente
la voz ‘Cuaresma’ en el mismo diccionario traducido a la lengua española no se
encuentra, habrá que esperar a una futura actualización del Diccionario en dicha
lengua.