lunes, 5 de agosto de 2024

CURSO DE SUPERVIVENCIA ORTODOXA; LA ILUSTRACIÓN (primera conferencia). Parte IV

 padre Serafín Rose 


Imagen: Galileo y Belarmino 

Ahora llegamos al periodo que se sitúa entre el Renacimiento y los tiempos modernos, el cual tiene una esencia definida propia. Una de las obras clásicas sobre este periodo, escrita por Paul Hazard, se titula, La Crisis de la Mente Europea. En esta obra se afirma, «En este periodo tuvo lugar un choque moral en Europa». El intervalo entre el Renacimiento, del cual es un descendiente lineal, y la Revolución francesa, para la cual estaba forjando las armas, constituye una época que no cede en importancia histórica a ninguna otra. Esta es la era clásica de la Europa moderna.

El mismo autor afirma, «El espíritu clásico, en su fuerza, gusta de la estabilidad: quisiera ser la estabilidad misma. Después del Renacimiento y de la Reforma, grandes aventuras, ha venido la época del recogimiento. Se ha sustraído la política, la religión, la sociedad, el arte, a las discusiones interminables, a la crítica insatisfecha; el pobre navío humano ha encontrado el puerto: ¡ojalá permanezca en él mucho tiempo, siempre! El orden reina en la vida: ¿por qué intentar, fuera del sistema cerrado que se ha reconocido como excelente, experiencias que volverían a ponerlo todo en cuestión? Se tiene miedo del espacio que contiene las sorpresas; y se querría, si fuera posible, detener el tiempo. En Versalles, el visitante tiene la impresión de que las aguas mismas no se derraman; se las capta, se las obliga de nuevo, se las vuelve a lanzar hacia el cielo: como si se las quisiera hacer servir eternamente»[1].

Este periodo entre el Renacimiento y los tiempos modernos es el primer intento real de hacer una síntesis armoniosa de todas las nuevas fuerzas que habían sido liberadas por el hombre medieval, renacentista y reformista. Pero el intento era hacer esto sin perder una base espiritual de algún tipo de cristianismo. Así es como es bastante diferente de lo que se está intentando hoy, hacer una síntesis sin cristianismo, o más bien con un cristianismo mucho más diluido. Veremos varios aspectos de esta armonía y encontraremos también las razones por las cuales no pudo durar.

El primer aspecto de esta nueva era clásica, esta nueva armonía, es el dominio de la visión científica del mundo que tomó la forma de la máquina del mundo de Isaac Newton la “Era de Newton”, el temprano iluminismo; - él murió en la década de 1720, creo, su gran libro salió en la década de 1690 - cuando la ciencia y la religión racional parecían estar de acuerdo en que todo estaba bien con el mundo, y las artes florecieron de una manera que nunca más volverían a florecer en Occidente. Antes de este tiempo, Occidente había conocido varios siglos de fermento intelectual e incluso caos mientras la síntesis medieval católica-romana colapsaba y nuevas fuerzas se hacían sentir y llevaban a disputas acaloradas y guerras sangrientas. Las guerras religiosas, a todos los efectos prácticos, terminaron en 1648, con el fin de la Guerra de los Treinta Años, que en realidad devastó Alemania y prácticamente la destruyó durante dos siglos.

«El protestantismo se había revelado contra la complejidad y la corrupción en el catolicismo romano, hubo un renacimiento del pensamiento y el arte paganos antiguos, un nuevo humanismo había descubierto al hombre natural y empujado la idea de Dios cada vez más al fondo y, lo más significativo para el futuro, la ciencia reemplazó a la teología como el estándar del conocimiento. Y el estudio de la naturaleza y sus leyes llegó a parecer la búsqueda intelectual más importante.

Sin embargo, para los siglos XVII y principios del XVIII, se alcanzó un cierto equilibrio y armonía en el pensamiento occidental. El cristianismo no fue, después de todo, derrocado por las nuevas ideas, en la próxima lección veremos qué tipo de cristianismo era éste, sino que se adaptó al nuevo espíritu. Y las dificultades y contradicciones de las ideas modernas naturalistas y racionalistas aún no se habían hecho sentir. Particularmente en la parte más ilustrada de Europa Occidental, Inglaterra, Francia y Alemania, casi parecía que había llegado una edad de oro, especialmente en contraste con las guerras religiosas que habían devastado estos países hasta mediados del siglo XVII. El hombre ilustrado creía en un Dios cuya existencia podía demostrarse racionalmente y en una religión natural, era tolerante con las creencias de los demás y estaba convencido de que todo en el mundo podía explicarse por la ciencia moderna, cuyos últimos descubrimientos y avances seguía con entusiasmo. El mundo se veía como una vasta máquina en perpetuo movimiento cuyo cada movimiento podía describirse matemáticamente. Era un gran universo armonioso ordenado, no jerárquicamente como en la Edad Media o en el pensamiento ortodoxo, sino como un sistema matemático uniforme. La obra clásica que expresa estas ideas, Principia Mathematica, de Newton, fue recibida con aclamación universal cuando apareció en 1687, mostrando que el mundo educado de ese tiempo estaba completamente maduro para este nuevo Evangelio.»



Una de las primeras ediciones de la Principia Mathematica de Newton 

 Otra obra clásica sobre el pensamiento moderno, La formación del pensamiento moderno, de Randall, discute algunos de estos elementos que entraron en esta visión del universo.

«Los treinta años transcurridos desde que Galileo había publicado sus Diálogos sobre los dos máximos sistemas, [Nota del p. Serafín Rose: Es decir, los sistemas heliocéntrico y geocéntrico] habían contemplado un enorme cambio intelectual. Mientras Galileo todavía estaba discutiendo con el pasado , [Nota del p. Serafín Rose: y vemos que casi fue quemado en la hoguera hasta que se retractó de su error y luego susurrando dijo “Y sin embargo, la tierra se mueve”], Newton desconoce las antiguas polémicas y, dirigiendo su mirada por entero hacia el futuro, tranquilamente enuncia definiciones, principios, y pruebas que desde entonces han formado las bases de la ciencia natural. Galileo representa el asalto; después de una sola generación llega la victoria. El mismo Newton realizó dos notables descubrimientos: creó el método matemático, capaz de descubrir el movimiento mecánico, y los aplicó universalmente. Al fin se realizaba el sueño de Descartes: los hombres habían llegado a una completa interpretación mecánica del mundo en términos deductivos, matemáticos, exactos. Al colocar así la piedra angular en el arco de la ciencia del siglo XVII, Newton estampaba apropiadamente su nombre en la imagen del universo que habría de permanecer intacta en sus grandes líneas hasta Darwin; había realizado el bosquejo del mundo newtoniano que durante todo el siglo XVIII habría de constituir la suprema verdad científica.»[2]

Esta es la Era, en realidad el final de este periodo es la era de la enciclopedia en Francia, una gran empresa particularmente por Diderot, para reunir todo el conocimiento en un gran libro de muchos volúmenes. Debe entenderse ante todo que esta misma idea de la enciclopedia es algo bastante nuevo, es decir, la idea de reunir todo el conocimiento en un solo lugar y ordenarlo, como en enciclopedias posteriores, incluso alfabéticamente. Así que todo está un poco aplanado y colocado dentro del alcance de un cierto número de páginas, de modo que si quieres saber sobre algo, simplemente buscas en el índice o buscas alfabéticamente y encuentras un artículo sobre ese tema.

Debe decirse que en otras naciones que tenían algo de una idea de conocimiento universal como China, también había enciclopedias. Pero esas enciclopedias eran bastante diferentes porque allí, todavía existía la idea jerárquica y, por ejemplo, las grandes enciclopedias de China que datan de hace mil años o más, todas estas grandes enciclopedias estaban ordenadas de modo que el primer volumen siempre era “Cielo”, luego “Emperador”, luego las ciencias superiores, y gradualmente progresaban hasta llegar al final a aquellas cosas que tratan con la tierra. Mientras que en la nueva idea de Enciclopedia, todo está aplanado. Y puedes conocer una página de la enciclopedia y no saber nada sobre el resto de ella pero ser un experto en eso. Por lo tanto, este es un tipo de conocimiento muy fragmentario. Y quizás tan sólo la persona que lo reúne –  hecho, no una persona lo reúne, muchas personas lo hacen, así que en nadie lo hace en realidad, – conoce todo.

Diderot mismo, aunque subestimó las matemáticas, no obstante su idea de conocimiento, el ideal de saber todo es el mismo que el de todas las demás personas de su época. Él dice, «Estamos en el punto de una gran revolución en las ciencias». Juzgando por la inclinación que las mejores mentes parecen tener por la moral, por las belles-lettres, por la historia natural y por la física experimental, casi me atrevo a predecir que antes de que pasen cien años no habrá tres grandes matemáticos en Europa. La ciencia, habrá erigido los pilares de Hércules, los hombres no irán más allá, sus obras durarán a través de los siglos venideros como las pirámides de Egipto, cuyos volúmenes, inscritos con jeroglíficos, despiertan en nosotros la idea asombrosa del poder y los recursos de los hombres que las construyeron. Vemos que tenían la idea de que ahora van a tener la definición final de la naturaleza, de la ciencia, y recopilar todo el conocimiento que existe. Y pronto la tarea estará terminada.

En esta nueva síntesis, la idea de la naturaleza en realidad reemplaza a Dios como la idea central, aunque veremos que la idea de Dios no fue desechada hasta el final de este periodo. Uno de los pensadores franceses de finales del siglo XVIII, Holbach, describe así su adoración de la naturaleza:

«Los hombres no veían ya más caos ni confusión sino una maquinaria esencialmente armoniosa y racional.

Este descubrimiento tuvo virtudes embriagadoras. Era inevitable la sorpresa entre el contraste con la sociedades e instituciones humanas. En comparación con la sencillez y orden de las leyes de la gravitación, las leyes del hombre no tenían nada de armonioso u ordenado. Se pensó entonces que, si la Naturaleza es obra de arte mucho más perfecta que las creaciones de las artes humanas, el artefacto debe haber sido producido por un ser mucho más perfecto que el hombre: debe ser la armoniosa obra maestra de Dios.  Las leyes naturales se consideraban como mandamientos o leyes reales, decretos del Todopoderoso, literalmente obedecidas sin un solo acto de rebeldía. En Voltaire, la naturaleza dice al hombre de ciencia. “Mi pobre hijo ¿te diré la verdad? Se me ha dado un nombre que no me corresponde en modo alguno. Se me llama Naturaleza, pero en realidad soy Arte”, el arte de Dios. [Nota del p. Serafín Rose: es el Dios deísta de ese periodo] Uno de los principales discípulos de Newton resume la cuestión así:

“La ciencia natural se subordina a propósitos más elevados y su valor reside principalmente en que sirve de seguro fundamento a la religión natural y a la filosofía moral, conduciéndonos de una manera satisfactoria, al conocimiento del Autor y Gobernador del universo… Estudiar la naturaleza es estudiar su obra; cada nuevo descubrimiento nos revela un nuevo aspecto de su plan… Nuestras concepciones de la Naturaleza, por imperfectas que sean, sirven para representarnos de la manera más sensata que una poderosa fuerza que prevalece por todas partes, actuando con una fuerza y eficacia que no parecen sufrir disminución a través de la mayores distancias del espacio o intervalos del tiempo, y la sabiduría que podemos ver igualmente en la exquisita estructura y ajustados movimientos tanto en las partes más grandes como en las más sutiles. Estas cosas y la perfecta bondad que evidentemente las dirigen constituyen el supremo objeto de las especulaciones del filósofo que, al contemplar y admirar un sistema tan excelente no puede menos de sentirse estimulado y admirado a corresponder con la armonía general de la naturaleza”»[3]

De nuevo, dice Holbach sobre la naturaleza: «Tu, – dice esta Naturaleza al hombre – que siguiendo el impulso que te he dado, tiendes incesantemente durante toda tu existencia a la felicidad. No trates de resistir mi ley suprema. Esfuérzate por obtener tu propia felicidad; participa sin temor del banquete que se presenta ante ti, dándole la más sincera bienvenida. Encontrarás los medios legiblemente escritos en tu corazón. Atrévete, pues, a liberarte de las trabas de la superstición, mi vanidosa y pragmática rival, que se arroga mis derechos. Denuncia las huecas teorías que usurpan mis privilegios; retorna al dominio de mis leyes que, por severas que sean, son suaves en comparación con las del fanatismo. Sólo en mi imperio reina la verdadera felicidad. No se conoce la tiranía en su suelo; la esclavitud se ha desterrado para siempre de sus adeptos. La igualdad vigila incesantemente los derechos de todos mis súbditos, los mantiene en la posesión de sus justas reclamaciones. La benevolencia conecta a los seres humanos con lazos de amistad; la verdad los ilumina; jamás podrá cegarlos la impostura con sus brumas oscurecedoras. ¡Retorna, pues, hijo mío, a los brazos de tu madre que te nutre! ¡Desertor, vuelve tus errantes pasos a la Naturaleza! Ella te consolará de tus males; ella quitará de tu corazón los grandes temores que te abruman... ¡Vuelve a la Naturaleza, a la humanidad, a ti mismo! Goza y haz que los demás también gocen las comodidades que con mano generosa he puesto al alcance de todas las criaturas de la tierra, que, todas por igual, han surgido de mi seno... Estos placeres te están libremente permitidos si te entregas a ellos con moderación y con la discreción que yo misma he fijado. ¡Sé feliz, pues, oh hombre!»[4]

Y a continuación dice:

«¡Oh Naturaleza, reina de todos los seres, y vosotras, sus adorables hijas, Virtud, Razón y Verdad, permaneced siempre como nuestras reverenciadas protectoras! A vosotros pertenecen las alabanzas de la especie humana; a vosotras corresponden los homenajes de la tierra. Muéstranos, pues, oh Naturaleza, lo que el hombre debe hacer para obtener la felicidad que le hacéis desear. ¡Virtud, anímalo con tu fuego benéfico! Razón, conduce sus inciertos pasos a través de los caminos de la vida. Verdad, que tu antorcha ilumine su intelecto y disipe las tinieblas de su camino. ¡Unid, oh diosas favorables, vuestros poderes para someter los corazones de los hombres a vuestro dominio! ¡Desterrad el error de nuestros espíritus, la maldad de nuestros corazones, la confusión de nuestros pasos! ¡Haced que el conocimiento extienda su saludable reino y que la serenidad se aloje en nuestros pechos!»[5]

Por ende, los grandes filósofos de este período solo tenían que descubrir todo el sistema de la naturaleza, ya para este momento tenemos a los grandes sistemas metafísicos del momento, cuando el filósofo podía sentarse en su cómodo sillón frente a su escritorio, leer todos los resultados de la investigación científica y los escritos de los filósofos anteriores, y elaborar su propio sistema de lo que es la naturaleza. Así tenemos a Spinoza sentado y elaborando la idea de que existen dos sistemas paralelos, mente y materia; y ambos son Dios. Y Leibniz surge con la idea de la mónada, un átomo primario que es la base de todo lo demás, lo cual explica tanto la mente como la materia. Y Descartes sentado en su estudio y descubriendo que todo en la naturaleza procede del conocimiento, la intuición de ideas claras y distintas.

Todos estos sistemas, por supuesto, rivalizaban entre sí y eventualmente se derrocaron unos a otros; otros sistemas los derrocarían a ellos. Pero el ideal de una verdadera filosofía de la naturaleza nunca se realizó. En este período esto aún no está completamente realizado. Y se consideraba a la ciencia de ser el tipo de conocimiento que llevaría a los hombres a la verdad.

Todo este período es de gran optimismo y está bien resumido en el poeta Alexander Pope, quien veía a Newton como el ideal. Unas pocas palabras resumen el espíritu que la gente tenía, el sentimiento que la gente tenía sobre la época en la que vivían y la verdadera filosofía que ahora se estaba elaborando a partir de la ciencia moderna:

«Todos son partes de un todo estupendo, cuyo cuerpo es la naturaleza y Dios el alma.

Toda la naturaleza no es más que arte que desconoces,

Toda casualidad, dirección que no puedes ver;

Toda discordia, armonía incomprendida;

Todo mal parcial, bien universal;

Y, a pesar del orgullo,

Y a pesar del despecho de la mente errada,

Una verdad es clara,

Lo que es, es como debe ser.

La naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche;

y Dios dijo “que sea Newton” y todo se hizo luz»          

 

Retrato de Voltaire 


El “Mundo Feliz” Cándido.

«Pero en la edad de la razón un Voltaire empleaba el empirismo para destruir la religión revelada, la monarquía absoluta y el ascetismo cristiano; pero el mismo Voltaire utilizaba la razón para erigir una teología racional, un derecho natural y una ley moral natural. »[6]

«Voltaire lo expresó terminantemente: “Entiendo por religión natural los principios de la moralidad comunes a la especie humana.” No contenía otra cosa. Ortodoxos y radicales aceptaban igualmente este credo como contenido esencial de la tradición religiosa del cristianismo.» [7]

«Ante la cuestión del gobierno moral del mundo, el secular problema del mal no encontraban soluciones mejores que sus antecesores. En este caso también lo único que podían hacer era tener fe en que el orden racional debía ser un orden moral. Algunos, como Leibniz, llenaron muchas cuartillas para probar que este es el mejor de los mundos posibles, creencia a veces llamada “optimismo”, pero que a muchos les da la impresión de que es el colmo del pesimismo: ¡Si este es el mejor de los mundos posibles, que Dios se apiade del hombre! El retintín de los versos de Pope “Todo lo que es, es justo” sonaba sospechosamente en los oídos del siglo XVIII como la melodía que se silba para conservar el valor. Otros, como Voltaire, eran demasiado conscientes de las injusticias cometidas por la naturaleza y el hombre contra el hombre, para no rebelarse ante esta fe; Cándido, el más famoso de los cuentos de Voltaire, es una extensa sátira de la posición de Leibniz.»[8]

«Pero la principal disensión de Voltaire con el patriotismo se debe a la razón de que el patriotismo parece requerir el odio del resto del género humano. Amar a la patria significa comúnmente odiar a todos los países extranjeros. (…) De aquí que contra la locura del patriota, Voltaire llevase una incesante guerra de ridículo. Todos recuerdan a la sátira de los primeros capítulos de Cándido, donde el héroe es engañosamente alistado en el ejercito del rey de los búlgaros en su guerra contra los búlgaros»[9]

[Cita del p. Serafín Rose de la primera parte de Cándido] «No había nada en el mundo más bello, más ágil, más brillante, más bien organizado que aquellos dos ejércitos. Las trompetas, pífanos, oboes, tambores, cañones formaban tal armonía que ni en el infierno existiera cosa igual. En primer lugar, la artillería abatió casi seis mil hombres de cada bando; (…) Cándido, que temblaba como una hoja, se escondió como pudo durante esta heroica carnicería. (…) Por el suelo estaban esparcidos sesos mezclados con brazos y piernas amputados. Cándido huyó a todo correr a otro pueblo. (…) Cándido, avanzando también sobre miembros aún con vida, o a través de ruinas, llegó por fin a territorio sin guerra.»

 

Sueños de la unidad de la humanidad,, descubrimiento, misterios de la naturaleza, felicidad en la tierra, progreso y edad dorada del arte.

Fe en el Progreso

Los grandes apóstoles de la Ilustración esperaban construir en la realidad la sociedad humana ideal mediante la difusión de la razón y de la ciencia entre los individuos, especialmente. Con esta difusión esperaban alcanzar una verdadera edad de oro en el futuro. Desde los comienzos del siglo fueron creciendo las alabanzas al progreso que habría de lograrse mediante la educación. Locke, Helvecio y Bentham echaron las bases de este sueño generoso; todos los hombres, cualquiera fuera su escuela -con la única excepción de aquellos que, como Malthus, se aferraban a la doctrina cristiana del pecado original creían con todo el ardor de su ser en la perfectibilidad de la especie humana. Por fin la humanidad tenía en sus propias manos la llave de su destino: podía hacer del futuro casi lo que quisiera. Al destruir los tontos errores del pasado y volver a un cultivo racional de la naturaleza no quedaban casi límites que el bienestar humano no pudiera superar.

Es difícil darnos cuenta cuán reciente es esta fe en el progreso. El mundo antiguo no parece haber tenido idea de ella; griegos y romanos miraban retrospectivamente a una edad de oro de la que el hombre había degenerado. La Edad Media no podía, naturalmente, tolerar esta idea. El Renacimiento, que en efecto realizó tanto, no podía imaginar que el hombre jamás pudiera alcanzar el nivel de la gloriosa Antigüedad; sus pensamientos se dirigían enteramente al pasado. Sólo con el crecimiento de la ciencia en el siglo XVII los hombres pudieron atreverse a fomentar ambición tan presuntuosa. A Fontenelle, cuya larga vida alcanzó desde los días de Descartes hasta los de la Enciclopedia, corresponde principalmente el mérito de haber introducido la fe en el progreso que tuvo el siglo xv. Divulgador de la ciencia cartesiana, esperaba que Europa no sólo igualaría sino que aun superaría a la Antigüedad mediante su ciencia y su razón. Todos los hombres, decía, están hechos del mismo paño; somos como Platón y Homero, y tenemos un cúmulo de experiencias mucho más rico que ellos. Se reverencia la mayoría de edad por su sabiduría y su experiencia; pero somos nosotros los modernos quienes realmente representamos la antigüedad del mundo, y los antiguos quienes vivieron en su juventud. Un hombre de ciencia actual sabe diez veces más que un científico de la época Augusto. Y mientras los hombres continúen acumulando conocimientos, el progreso será tan inevitable como el crecimiento de un árbol; además, no hay razón para esperar que esta acumulación haya de cesar.

Esta opinión podrá parecernos casi una perogrullada; pero a los contemporáneos de Fontenelle se les antojaba rancia herejía. El mismo Fontenelle se vió envuelto en una furiosa batalla, y todos en Francia tomaron partido en el conflicto entre los antiguos y los modernos. En La batalla de los libros de Swift quedó inmortalizado un pálido reflejo de lo que fué la controversia en Inglaterra. Pero no había dudas sobre cuál había de ser el resultado final; todos los hombres de ciencia, desde Descartes en adelante, despreciaban a los antiguos, y triunfaron por su fe en el progreso. Hacia mediados del siglo siguiente se había reconocido que sólo en literatura el mundo antiguo podía retener su superioridad. Cuando el surgimiento de la escuela romántica rechazó el gusto clásico, los antiguos perdieron la batalla aun en el campo de las letras.

Condorcet había de compendiar la confianza y esperanzas de toda su época. Matemático, estadista, educador, revolucionario, su vida es símbolo del alma misma de la Revolución Francesa. Sus opiniones liberales en la Convención no estaban de acuerdo con lo que se consideraba que eran las necesidades prácticas de la política francesa, y tuvo que huir para salvar el pellejo, ocultándose en un cuarto al fondo de un bodegón, donde finalmente se suicidó para escapar de la guillotina. Si bien fue consumido por las mismas fuerzas que tan ardientemente defendía, y aunque temblaba ante cada ruido que escuchaba, y vivió continuamente el temor de la muerte que al fin lo alcanzó, fue capaz de olvidar totalmente su propio destino en la maravillosa visión del progreso de todo el género humano a través de la gran Revolución. Mientras se ocultaba para salvar su vida pasó el tiempo redactando el libro de más sublime confianza en el futuro que jamás se haya escrito: la Historia del progreso del espíritu humano. Es adecuado símbolo de Francia misma, queriendo derramar su propia sangre en los campos de batalla de Europa para que mediante su glorioso sacrificio las generaciones futuras pudieran conocer la libertad. Mirando retrospectiva- mente el pasado, Condorcet halla en el crecimiento cada vez más rápido de los conocimientos y de la ilustración, la plataforma desde donde lanzar el alma humana a los triunfos del futuro. Para Condorcet el lema fundamental no es ya "¡volvamos a la naturaleza!" sino más bien “¡avancemos hacia el ideal!":

“El resultado de mi obra será mostrar, por el razonamiento y por los hechos, que el perfeccionamiento de las facultades del hombre no tiene limites; que la perfectibilidad humana es realmente infinita, que el progreso de esta perfectibilidad, desde ahora independiente de todo poder que pudiera querer detenerlo, no tiene otros límites que la duración del globo en que la naturaleza nos ha colocado. Sin duda este progreso puede marchar a un paso más o menos rápido, pero jamás retrocederá. Por lo menos, mientras la tierra ocupe el mismo lugar en el sistema del universo y las leyes generales de este sistema no produzcan la destrucción general del globo, o cambios que ya no permitieran la conservación del género humano, la utilización de las mismas capacidades y el descubrimiento de los mismos recursos."

Los principios de la Revolución, es decir, de la fe que el siglo XVII tenía en la razón, se difundirán por toda la tierra; la libertad y la igualdad -auténtica igualdad económica, social e intelectual- se fortalecerán continuamente; reinará la paz en la tierra; “se consíderará que la guerra es la mayor de las pestes y el mayor de los crímenes”,  Más aún; la mejor organización del saber y mejoras inteligentes de la cualidad del organismo humano en sí mismo, llevarán no sólo a la desaparición de la enfermedad y a la indefinida prolongación de la vida humana, sino al logro efectivo de las perfectas condiciones del bienestar del hombre.

En medio de estos males personales concluye poniendo una nota de sublime esperanza:

¡Qué cuadro del género humano, librado de sus cadenas, alejado del imperio del azar y de los enemigos de su progreso, y avanzando con paso firme y seguro por el sendero de la verdad, de la virtud y de la felicidad, se levanta ante el filósofo para consolarlo de los errores, los crímenes y las injusticias con que todavía se mancilla la tierra, y de las que a menudo él mismo es victima!. Es al contemplar esta visión que el filósofo recibe la recompensa por sus esfuerzos en favor del progreso de la razón, y de la defensa de la libertad. Se atreve entonces a unirlos a la eterna cadena del destino humano; es aquí donde encuentra la auténtica recompensa de la virtud, el placer de haber creado un bien duradero, que el destino no puede destruir por medio de ninguna tremenda compensación, volviendo a introducir el prejuicio y la esclavitud. Esta contemplación es para él el asilo hasta donde el recuerdo de sus perseguidores no puede alcanzarlo; donde, viviendo mentalmente con el hombre asentado en sus derechos y en la dignidad de su naturaleza, olvida a quien el miedo, la envidia o la avaricia atormentan y corrompen; es allí donde verdaderamente existe con sus camaradas, en un paraíso que su razón ha creado, y que su amor por la humanidad enriquece con el más puro de los goces.

Podemos concluir nuestra consideración del siglo XVIII con dos expresiones de lo que sus proezas significaban para quienes vivieron en él. La primera procede de una historia de la filosofía escrita en 1796 por J. G. Buhle.

“Nos estamos aproximando al período más reciente de la historia de la filosofía, que es el periodo más brillante y notable de la filosofía, así como de las ciencias, las artes y de la civilización humana en general. La simiente plantada en los siglos que le precedieron inmediatamente comenzó a florecer en el siglo XVIII. De ningún siglo puede decirse con tanta verdad como del XVIII que utilizó las conquistas de sus predecesores para dar a la humanidad una mayor perfección física, intelectual y moral. Ha alcanzado una altura que, si se consideran las limitaciones de la naturaleza humana y el curso de nuestra experiencia pasada, deberíamos sorprendernos si el genio de las generaciones futuras pudiera mantener.”

En la punta del campanario de la iglesia de Santa Margarita, en Gotha, Alemania, recientemente se descubrió este mensaje, dejado allí en 1784 para que la posteridad lo leyera:

“Nuestra época ocupa el período más feliz del siglo XVIII. Los emperadores, los reyes y los príncipes descienden humanamente de sus temidas alturas, desprecian la pompa y el esplendor, se convierten en padres, amigos y confidentes de su pueblo. La religión hace trizas las vestiduras sacerdotales y aparece en su esencia divina. La ilustración hace grandes avances. Miles de nuestros hermanos y hermanas que antes vivían en santa inactividad son devueltos al Estado. Desaparecen los odios sectarios y las persecuciones por motivos de conciencia. El amor hacia el prójimo y la libertad de pensamiento ganan supremacía. Florecen las artes y las ciencias, y nuestra mirada penetra profundamente en el taller de la naturaleza. Tanto los artesanos como los artistas alcanzan la perfección; los conocimientos útiles aumentan en todas las clases de la sociedad. He aquí una fiel descripción de nuestro tiempo. No nos miréis con arrogancia si estáis más alto que nosotros o veis más que nosotros. Reconoced más bien en el cuadro que hemos presentado cuán valiente y enérgicamente hemos luchado para elevaros al puesto que ahora ocupáis y para apoyaros en él. Haced lo mismo por vuestros descendientes y que seáis felices.”[10]

Al observar estas perspectivas en torno a la naturaleza, el arte, la virtud, la idea, vemos, recordamos la idea de que existe la posibilidad de que el hombre sea feliz en esta tierra, de que el conocimiento sea perfecto, de que las artes florezcan y de que haya una armonía, de hecho, incluso como se dice aquí, un paraíso en la tierra.

Esta es la base de lo que ha estado sucediendo en el mundo durante los últimos dos siglos. La mayoría de las ideas por las cuales la gente vive hoy en día provienen de este período. Y si ahora este temprano optimismo parece bastante ingenuo, todavía tenemos que entender por qué es ingenuo, por qué no corresponde a la verdad. Así que tendremos que mirar el interior de toda esta filosofía positiva para ver cuáles fueron los gérmenes que existían ya en este tiempo que llevaron a lo negativo, al derrocamiento de esta filosofía optimista.

Pero antes de hacer eso, tendremos que mirar otra cosa muy interesante.

Aunque todo esto pareciese  – si se piensa bien – ser muy superficial, ser una especie de burla del cristianismo; aún es muy cierto que en este período hubo un gran florecimiento de las artes. De hecho, muchas personas dirían que las artes en Occidente nunca volvieron al estándar de este período; particularmente en la música, es realmente cierto que esta es una edad de oro de la música moderna occidental.

Por lo que tendremos que examinar este lado positivo para entender por qué puede haber un florecimiento tan profundo de las artes, incluso cuando la filosofía en la que se basa parece bastante superficial. Y ese será el tema de la próxima conferencia.

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[1] La Crisis de la Conciencia Europea; Paul Hazard, pág. 17 y 18. Editorial Alianza. 1988. Madrid. España

[2] Nota de Traductor – Extraído de la versión en castellano de la misma obra citada por el padre Serafín Rose al inglés. La formación del pensamiento moderno, John Randall, pagina 263 y 264. Editorial Mariano Moreno. Buenos Aires, Argentina.

[3] N. de T. – La formación del pensamiento moderno, John Randall, pagina 280 y 281. Editorial Mariano Moreno. Buenos Aires, Argentina.

[4] N. de T. – La formación del pensamiento moderno, John Randall, pagina 284. Editorial Mariano Moreno. Buenos Aires, Argentina.

[5] N. de T. – La formación del pensamiento moderno, John Randall, pagina 285. Editorial Mariano Moreno. Buenos Aires, Argentina.

[6] N. de T. – La formación del pensamiento moderno, John Randall, pagina 278. Editorial Mariano Moreno. Buenos Aires, Argentina.

[7] N. de T. – La formación del pensamiento moderno, John Randall, pagina 293. Editorial Mariano Moreno. Buenos Aires, Argentina.

[8] N. de T. – La formación del pensamiento moderno, John Randall, pagina 303 y 304. Editorial Mariano Moreno. Buenos Aires, Argentina.

[9] N. de T. – La formación del pensamiento moderno, John Randall, pagina 384 y 385. Editorial Mariano Moreno. Buenos Aires, Argentina.

[10] N. de T. – La formación del pensamiento moderno, John Randall, pagina 388, 389, 390 y 391. Editorial Mariano Moreno. Buenos Aires, Argentina.


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