En la medida que se nos requiere,
preservando nuestra ortodoxia y los dogmas de la Iglesia trasmitidos por los
Padres, para responder con amor a lo que habéis dicho, como regla general
citaremos cada argumento y testimonio que usted ha presentado por escrito, a
fin de que se le continúe a cada uno de estos una réplica y resolución de forma
clara y breve.
1.
Y así, en el comienzo de vuestro informe habláis de este modo: «Si aquellos que
se arrepienten verdaderamente han partido de esta vida en el amor (hacia Dios)
antes de haber podido dar satisfacción mediante frutos dignos por sus
transgresiones o faltas, sus almas son purificadas después de la muerte
mediante sufrimientos purgatoriales; pero para el alivio (o ‘liberación’) de
ellos de tales sufrimientos, son auxiliados por la ayuda que se les muestra por
parte de los fieles que viven, como por ejemplo: oraciones, Liturgias, limosnas
y otras obras de piedad.»
A
esto respondemos lo siguiente: al hecho de que los que necesitan en la fe son
indudablemente ayudados por las liturgias y las oraciones y las limosnas ofrecidas
por ellos, y de que esta costumbre ha estado presente desde la antigüedad,
existe el testimonio de muchas y variadas afirmaciones de los doctores, tanto
latinos como griegos, escritas en distintas épocas y en distintos lugares.
Pero
que las almas son liberadas gracias a un cierto sufrimiento del purgatorio y a
un fuego temporal que posea tal poder (purgatorial) y que tenga carácter de
auxilio —esto no lo hallamos ni en las Escrituras ni en las oraciones e himnos
por los difuntos, ni en las palabras de los Maestros.
Pero
lo que se nos ha legado es que incluso las almas retenidas en el infierno y ya
entregadas a tormentos eternos —ya sea en la realidad misma de su sufrimiento o
en la desesperanza de tal expectativa— pueden ser socorridas y recibir algún
alivio, aunque no en el sentido de ser plenamente liberadas del tormento ni de
alcanzar esperanza de una liberación definitiva. Y esto se ve de las palabras
del gran asceta Macario el Egipcio quién, al encontrar una calavera en el
desierto, fue instruido por esta en lo concerniente a esto por la acción del
Poder Divino.[2] Y
Basilio el Grande, en las oraciones leídas en Pentecostés, escribe literalmente
lo siguiente: “que también en esta fiesta tan perfecta y
salvadora, te dignas recibir oblaciones y súplicas por causa de los que están
vinculados en el infierno, y nos concedes la gran esperanza de
mejoramiento para aquellos que están encarcelados por las impurezas que los han
aprisionado, y que Tú enviarás tu consolación” (Tercera
oración de Genuflexión en las Vísperas)
Pero
si las almas que se apartaron de esta vida en la fe y en el amor, pero llevando
consigo ciertas faltas, sean pequeñas, de las que no se arrepientan en
absoluto, o grandes, de las que, aunque se hayan arrepentido de ellas, no se
han esforzado para mostrar los frutos del arrepentimiento: tales almas,
creemos, deben ser limpiadas de este tipo de pecados, pero no por algún fuego
purgatorio o un castigo específico en alguna parte (porque esto, como hemos
dicho, no se nos ha trasmitido de ninguna manera) . Algunos deben ser
purificados a la salida del cuerpo, sólo gracias al miedo, como literalmente lo
muestra San Gregorio el Dialogista[3];
mientras que otros, por el contrario, han de ser purificados después de la
salida del cuerpo: unos permanecen aún en el mismo lugar terrenal, antes de
presentarse a adorar a Dios y ser dignos de la herencia de los bienaventurados;
otros —cuyos pecados más graves los atan por mayor tiempo— son retenidos en el
infierno, no para permanecer allí eternamente en fuego y tormento, sino como en
una cárcel, bajo encierro y vigilancia.
Todos
estos, afirmamos, son ayudados por las oraciones y Liturgias realizadas por
ellos, con la cooperación de la bondad divina y el amor de Dios por los
hombres. Esta cooperación divina de inmediato desprecia y remite ciertos
pecados, como los cometidos por la debilidad humana, como dice Dionisio el
Grande (Areopagita) en la “Contemplación sobre el misterio de los que descansan
en la fe” (en La Jerarquía Eclesiástica,
VII, 7); mientras que otros pecados, tras cierto tiempo, mediante juicios
justos también los libera y perdona —y eso de manera completa— o aligera la
responsabilidad por ellos hasta aquel Juicio final.
Y,
por lo tanto, no vemos la necesidad de ningún otro castigo o fuego purificador;
porque algunos son purificados por el miedo, mientras que otros son devorados
por el carcomer de la conciencia con un mayor tormento que el de cualquier
fuego, y otros son purificados solo por su propio gran terror experimentado
ante la Gloria Divina y la incertidumbre sobre cómo el futuro será.
Y
que esto es mucho más atormentador y castigador que cualquier otra cosa, la
experiencia misma lo demuestra, y San Juan Crisóstomo nos lo testimonia en casi
todas o al menos en la mayoría de sus homilías morales, que afirman esto, al
igual que el asceta santo Doroteo en su homilía “Sobre la conciencia...”
2.
Por lo tanto, nos encomendamos a Dios y creemos que libera a los difuntos del
tormento eterno, y no de otro tormento o fuego aparte de aquellos tormentos y
aquel fuego que han sido proclamados como eternos. Y que además las almas de
los difuntos son liberadas por la oración del confinamiento en el infierno,
como de cierta prisión, lo testifica, entre muchos otros, Teófanes el Confesor,
llamado “el Marcado” (pues las palabras de su testimonio por el Icono de
Cristo, palabras escritas en su frente, las selló con sangre)[4].
En uno de los cánones por los difuntos ora así por ellos: “Libera, oh Salvador,
a tus siervos que están en el infierno de lágrimas y suspiros” (Octoechos,
canon del sábado para los que reposaron, Tono 8, Cántico 6, Gloria).
¿Oyes?
Dijo “lágrimas” y “suspiros”, y no ningún castigo ni fuego purgatorial. Y si en
tales himnos y oraciones se halla alguna referencia al fuego, no es a un fuego
pasajero con virtud purgatoria, sino al fuego eterno y al tormento interminable.
Los santos, movidos por el amor al género humano y la compasión hacia sus
semejantes, deseando y osando lo casi imposible, oran por la liberación de los
difuntos en la fe.
Así
lo dice san Teodoro el Estudita, confesor y testigo mismo de la verdad, al
comienzo de su canon por los difuntos:
“Roguemos
todos a Cristo, celebrando hoy una conmemoración por los muertos de todos los
tiempos, para que Él pueda librar del
fuego eterno los que partieron en la fe y en la esperanza de la vida eterna.”
(Triodión de Cuaresma, sábado de la Abstinencia de la Carne, canon, Cántico 1).
Y luego, en otro Troparion, en el cántico 5 del Canon, dice: “Libera, oh
Salvador nuestro, a todos los que murieron en la fe del fuego eterno y de las
tinieblas sin luz, del crujir de dientes, del gusano que nunca descansa, y de todos los tormentos”
¿Dónde está el fuego del purgatorio
aquí? Y si de hecho existiese ¿dónde sería más apropiado que el Santo hablara
de este, si no fuera aquí? Sea o no escuchada la oración de los
santos por Dios, no nos corresponde a nosotros inquirirlo. Pero
que ellos mismos sabían, así como el Espíritu que moraba en ellos; y por el
cual se movían, y hablaron y escribieron con tal conocimiento; como así también
lo sabía Cristo el Maestro, Quién nos dio el mandamiento de orar por nuestros
enemigos, y que oró por quienes le crucificaron, e inspiró al Primer Mártir
Esteban, cuando estaba siendo lapidado a muerte, de hacer lo mismo.
Y aunque nadie puede decir que se nos
escucha cuando oramos por estas personas, debemos hacer todo lo que esté a
nuestro alcance.
Y he aquí que, algunos de los santos que
oraron no solo por los fieles, sino también por los impíos, fueron escuchados y
con sus oraciones los rescataron del tormento eterno, como la Primera Mujer
Mártir Tecla rescató a Falconila, y san Gregorio el Dialoguista, según esta
relatado, rescató al emperador Trajano.[5]
(El Capítulo 3 demuestra que la Iglesia
también ora por aquellos que ya disfrutan de la bienaventuranza con Dios,
quienes, por supuesto, no tienen necesidad de pasar por el “fuego del
purgatorio”).
4. Después de eso, un poco más adelante,
usted quiso probar el dogma del fuego purgatorial antes mencionado, primero
citando lo que se dice en el libro de los Macabeos: Es santo y piadoso ... orar por los muertos ... para que sean librados
de sus pecados (2 Macabeos 12: 44-45).
Luego, tomando del Evangelio según Mateo
el lugar donde el Salvador declara que "todo aquel que blasfeme en contra del Espíritu Santo, no obtendrá
perdón ni en este siglo ni en el venidero" (Mateo 12:32), afirmas
que de aquí se ve que existe remisión de pecados en la vida futura.
Pero es más claro que el sol que de esto
de ninguna manera se infiere la idea de un fuego purgatorial, porque ¿qué
tiene en común la remisión, por un lado, con la purificación por fuego y el
castigo, por el otro?
Porque
si la remisión de pecados se cumple por las oraciones, o simplemente por el
amor divino hacia los hombres, entonces no hay necesidad de castigo ni de
purificación (por fuego). Pero si se establece (por
Dios) un castigo y, además, una purificación, entonces, parecería, las
oraciones por los difuntos son en vano, y en vano entonamos himnos al amor
divino.
Así
pues, estas citas son menos una prueba de la existencia del fuego purgatorial
que una refutación del mismo; pues la remisión de los pecados de los
transgresores se presenta en ellas como resultado de una cierta potestad real y
del amor de Dios hacia los hombres, y no como una liberación de castigo ni una
purificación.
5. En tercer lugar, (consideremos) el
pasaje de la primera epístola del bienaventurado Pablo a los Corintios, de la
cual él, hablando sobre edificar en el cimiento — de oro, plata, piedras
preciosas, madera, heno, hojarasca, — que es
Cristo, agrega: Aquel día del Señor
pondrá de manifiesto el valor de lo que cada uno haya hecho, pues por el fuego
será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si
permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la
obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo,
aunque, así como por fuego. (1 Cor. 3:11-15). Esta cita, parecería,
introducir más que ninguna otra la idea de un fuego del purgatorio; pero en
hechos reales la refuta más que ninguna otra.
Antes que nada, el Divino Apóstol lo
llamó no fuego purgador, sino (fuego) de prueba; luego declara
que también las obras buenas y honorables han de pasar por él, y éstas, es
claro, no necesitan de ninguna purificación; después
dice que los que traen obras malas, tras arder éstas, sufren pérdida, mientras
que los que son purificados no solo no sufren pérdida, sino que obtienen aún
más; y finalmente, afirma que esto debe acontecer “en aquel día”, es decir, en
el día del Juicio y del siglo venidero, ¿Y acaso no
es un absurdo total suponer la existencia de un fuego purgatorial después de
aquella temible Venida del Juez y de la sentencia final? Porque
la Escritura no nos transmite nada por el estilo. Él mismo que nos juzgará dice:
E irán éstos al castigo eterno, y los
justos a la vida eterna. (Mateo 25:46) y nuevamente: y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; más los
que hicieron lo malo, a resurrección de condenación. (Juan 5:29).
Por ende, no hay cabida para ningún tipo
de lugar intermedio; sino que, después de dividir a todos los
sometidos a juicio en dos partes, colocando a algunos en la
derecha y a otros en la izquierda, y llamando a los primeros “ovejas” y a los
segundos “cabras” no declaró en absoluto que hubiese algunos que deban ser
purificados por ese fuego.
Parece ser que ese fuego del que habla
el Apóstol es el mismo del que habla el profeta David: fuego consumirá delante de Él, y alrededor de él habrá gran tempestad
(Salmo 49:4) y nuevamente: Fuego irá
delante de Él, Y abrasará a sus enemigos alrededor. (Salmo 96:3). Daniel el
Profeta también habla sobre este fuego. Un
río de fuego procedía y salía de delante de Él (Daniel 7:10)
Como los santos no llevan consigo
ninguna mala acción o macula, este fuego los manifiesta aún más luminosos, como
el oro probado en el fuego, o como la piedra amianto, que, según se relata,
cuando se la coloca en fuego se carboniza, pero cuando se saca del fuego se
vuelve aún más pura, como si hubiera sido lavada con agua, como también sucedió
con los cuerpos de los Tres Jóvenes en el horno de Babilonia.
Los
pecadores, en cambio, que llevan consigo el mal, son tomados como materia
apropiada para este fuego y de inmediato son consumidos por él; su “obra” —es
decir, su mala disposición o hábito— se quema y queda totalmente destruida, de
modo que se ven privados de lo que llevaban consigo, esto es, de su carga de
maldad. Ellos mismos, sin embargo, son “salvos”, es decir, preservados y
guardados para siempre, a fin de que no sean entregados a la destrucción junto
con su maldad.
6. El divino Padre Crisóstomo (quien por nosotros es llamado “los labios de Pablo” así como este último es “los labios de Cristo”) juzga necesario interpretar este pasaje de ese modo en su comentario a la Epístola (Homilía 9 sobre Corintios I); y Pablo habla a través de Crisóstomo, como se hizo evidente gracias a la visión de Prócoro, su discípulo y sucesor en la Sede.[6] San Crisóstomo dedicó un tratado especial a este único pasaje, para que los origenistas no citaran estas palabras del Apóstol para confirmar su forma de pensar (que, según parece, conviene más a ellos que a vosotros), y no causaran daño a la Iglesia al introducir un fin del tormento del infierno y una restauración final (apocatastasis) de los pecadores. Pues la expresión de que el pecador “será salvo, más así como por fuego” (1 Cor. 3:15) significa que permanecerá atormentado en el fuego y que no será destruido conjuntamente con sus obras malvadas y sus malevolas disposiciones del alma.
Basilio el Grande también habla de esto
en su “Moralia”, al interpretar el pasaje de la Escritura, la voz del Señor Que divide la llama del fuego (Salmo 28:7):
“El fuego preparado para el tormento del
diablo y de sus ángeles, es dividido por la voz del Señor, para que después de
eso haya dos poderes en él: uno que quema y otro que ilumina; el poder de
tormento y castigo de ese fuego está reservado para los dignos de tormento,
mientras que el poder iluminador y radiante está destinado al resplandor de los
que se regocijan. Por lo tanto, la voz del Señor Que divide y separa la llama
del fuego es para esto: que la parte oscura sea para un fuego de
tormento y la parte que no quema, una luz de deleite.” (San
Basilio, Homilía sobre el Salmo 28).
Y así, como puede verse, esta división y
separación de este fuego se producirá cuando absolutamente todos pasen a través
de él: las obras brillantes y resplandecientes se manifestarán aún más
brillantes, y quienes las lleven consigo se convertirán en herederos de la luz
y recibirán la recompensa eterna; mientras que aquellos quienes lleven malas
obras dignas de quemarse, siendo castigados por su pérdida, permanecerán
eternamente en el fuego y heredarán una salvación que es peor que la perdición,
porque eso es lo que, estrictamente hablando, la palabra “salvo” significa: que el
poder destructor del fuego jamás se les aplicará a ellos hasta aniquilarlos por
completo.
Siguiendo a estos Padres, muchos otros
de nuestros Doctores también entendieron este pasaje en el mismo sentido. Y si
alguien lo interpretó de manera diferente y entendió “salvación” como
“liberación del castigo” y “atravesar el fuego” como “purgatorio”, ese alguien,
si podemos decirlo de esa manera, entiende este pasaje de una manera
completamente equivocada. Y esto no es sorprendente, porque este es un hombre,
y se puede observar a muchos incluso entre los Doctores interpretando pasajes
de la Escritura de diversas maneras, y no todos han adquirido en igual medida
su significado verdadero.
No es posible que un mismo texto se
interprete de varias formas y todas las interpretaciones de este puedan
corresponderse de igual nivel; pero nosotros, seleccionando las más importantes
y las que mejor se corresponden con los dogmas de la Iglesia, debemos de
colocar en segundo lugar las demás interpretaciones. Por tanto, no nos
apartaremos de la interpretación antes citada a las palabras del Apóstol,
incluso si Agustín o Gregorio el Dialoguista, u otro de vuestros Doctores dieran
otra interpretación; ya que tal interpretación es menos favorable a la idea de
un fuego purgatorio temporal que a la enseñanza de
Orígenes, la cual, al hablar de una restauración final de las almas mediante
aquel fuego y de una liberación del tormento, fue condenada y entregada al
anatema por el Quinto Concilio Ecuménico, y fue
definitivamente destronada como una impiedad general por la Iglesia.
(Capítulo
7-12, San Marcos responde a las objeciones planteadas por las citas de las
obras del bienaventurado Agustín, San Ambrosio, San Gregorio el Dialoguista,
San Basilio el Grande y otros Padres, mostrando que fueron mal interpretadas o
quizás mal citadas y que estos Padres realmente enseñan doctrina ortodoxa, y de
lo contrario, sus enseñanzas no deberían ser aceptadas. Además, señala que San
Gregorio de Nisa no enseña nada sobre el “purgatorio”, sino que sostiene el
error mucho peor que el de Orígenes: que habrá un fin de las llamas eternas del
infierno; aunque tal vez estas ideas fueron añadidas a sus escritos
posteriormente por los origenistas).
13.
Y finalmente usted dice: «La verdad antes mencionada se desprende claramente de
la Justicia Divina que no deja impune nada de lo que se ha hecho mal, y de esto
se sigue que necesariamente que
para aquellos que no han recibido la condenación aquí, y no pueden pagarla ni
en el cielo ni en el infierno, queda por suponer que hay un tercer lugar
especial, en el que se realiza esta limpieza, a través del cual cada uno es
limpiado y es inmediatamente elevado al gozo celestial»
A
esto respondemos lo siguiente —y ved cuán simple y al mismo tiempo cuán justo
es—: se reconoce en general que la remisión de los pecados es, al mismo tiempo,
liberación del castigo; pues quien recibe la remisión de ellos, al mismo tiempo
queda libre del castigo que les correspondía. La remisión se da en tres formas
y en distintos momentos:
(1) en el Bautismo; (2) después del Bautismo, mediante la conversión y la
contrición, y reparando (los pecados) con buenas obras en la vida presente; y
(3) después de la muerte, por medio de las oraciones y las buenas obras y
gracias a todo lo demás que la Iglesia realiza en favor de los difuntos.
Así,
la primera remisión de los pecados no está en absoluto unida a esfuerzo alguno;
es común a todos e igual en honor, como la efusión de la luz, la visión del sol
o los cambios de las estaciones del año; pues esto es gracia sola y nada más se requiere de nosotros que la fe.
Pero la segunda remisión es dolorosa,
como para aquel que todas las noches baña
su lecho con lágrimas, y con lágrimas inundo su lecho (Salmo 6: 5), para
quien hasta las huellas de los golpes del pecado le son dolorosas, que camina
de luto y con rostro contrito e imita la conversión de los
ninivitas y la humildad de Manasés, sobre la cual hubo misericordia. La tercera remisión también es dolorosa, ya que está ligada al
arrepentimiento y a una conciencia contrita que sufre por la
insuficiencia del bien; sin embargo, no está en absoluto mezclada con castigo,
si es una remisión de pecados: porque remisión y castigo de ningún modo pueden
coexistir.
Además, en la primera y última remisión
de los pecados la gracia de Dios tiene la mayor parte, con la cooperación de la
oración, y muy poco se hace de nuestra parte. La remisión
intermedia, en cambio, recibe poco de la gracia, y la mayor parte se debe a
nuestro esfuerzo. La primera remisión de pecados se
distingue de la última en esto: la primera es una remisión de todos los pecados
por igual, mientras que la última lo es solamente de aquellos pecados
que no son mortales y de los cuales la persona se ha arrepentido en vida.
Así piensa la Iglesia de Dios, y cuando suplica por
los difuntos la remisión de los pecados, creyendo que se les concede, no
establece como ley ningún género de castigo respecto de ellos, sabiendo bien
que la bondad divina en tales cosas prevalece sobre la idea de justicia.
3. Afirmamos que ni
los justos han recibido todavía la plenitud de su herencia y aquella condición
bienaventurada para la cual se prepararon aquí mediante sus obras, ni los
pecadores, después de la muerte, han sido ya llevados al castigo eterno en el
que serán atormentados por siempre. Más bien, tanto lo uno como lo otro debe
cumplirse necesariamente después del Juicio de aquel último día y de la
resurrección de todos.
Sin embargo, ahora,
ambos se encuentran en los lugares apropiados para ellos: los primeros, en
absoluto reposo y libres, están en el cielo con los ángeles y ante Dios mismo,
ya como si estuvieran en el paraíso del que cayó Adán (en el que entró el buen
ladrón antes que los demás) y a menudo nos visitan en esos templos donde se les
rinde culto, y escuchan a quienes los invocan y oran a Dios por ellos, habiendo
recibido de Él este don sublime, y a través de sus reliquias han obrado
milagros, y se deleitan con la visión en Dios y la iluminación de Él, con más
perfección y pureza que antes, cuando estaban en vida en la tierra; mientras
que los segundos, a su vez, confinados en el Hades, permanece en el abismo más profundo, en tinieblas y sombra de muerte (Sal.
87: 7), como dice David, y luego Job: a
la tierra donde la luz es como tinieblas (Job 10: 21-22).
Los primeros
permanecen en gozo y alegría, ya esperando la cercanía del Reino con todas sus
bondades prometidas; y los segundos, por el contrario, permanecen en un
completo encierro y sufrimiento inconsolable, como hombres condenados que
esperan la sentencia del Juez y vislumbrando tales tormentos.
Ni siquiera los
primeros han recibido la herencia del Reino y las cosas buenas que el ojo no
vio, y el oído no oyó, ni subió al corazón del hombre (1 Cor. 2: 9); ni los
segundos han sido entregados todavía a los tormentos eternos ni al ardor del
fuego inextinguible. Y esta enseñanza la hemos recibido transmitida por
nuestros Padres desde la antigüedad, y fácilmente podemos presentarla también a
partir de las mismas Divinas Escrituras.
10. Lo que algunos de
los santos vieron en visión y revelación con respecto al futuro tormento de los
malvados y pecadores que están allí, son ciertas imágenes certeras de las cosas
por venir y, por así decirlo, representaciones, no lo que realmente está
sucediendo ahora. Así es que, por ejemplo, Daniel, al describir este Juicio
futuro, dice: Seguí mirando, hasta que se
colocaron los tronos y vino un anciano y se sentó ... y se abrieron los libros
(Daniel 7: 9-10); siendo claro que esto en la realidad aún no ha sucedido, sino
que fue revelado de antemano en espíritu al Profeta.
19. Al examinar los
testimonios que habéis citado del libro de los Macabeos y del Evangelio,
hablando sencillamente con amor a la verdad, vemos que no contienen ningún
testimonio de ningún tipo de castigo o purificación, sino que sólo hablan de la
remisión de los pecados. Usted ha hecho una división bastante sorprendente,
diciendo que todo pecado debe entenderse bajo dos aspectos: (1) la ofensa misma
que se le hace a Dios, y (2) el castigo que sigue.
De estos dos aspectos
enseñáis que la ofensa a Dios puede ser remitida tras el arrepentimiento y el
apartarse del mal, pero que la obligación del castigo debe existir en todo
caso; de modo que, según esta idea, es necesario que aquellos liberados de sus pecados
deban, sin embargo, estar sujetos a castigo por ellos.
Pero nos permitimos
decir que tal planteamiento contradice verdades claras y comúnmente conocidas: Pues
si no sucede que un rey, después de conceder amnistía y perdón, someta al
culpable a nuevo castigo, ¡con
cuánta mayor razón Dios, en quien, entre sus muchas perfecciones, sobresale de
modo eminente el amor por el género humano! Pues aun cuando castiga al hombre
después de un pecado cometido, una vez perdonado, lo libra de inmediato también
del castigo.
Y eso es natural. Porque si la ofensa a Dios conduce al castigo, entonces, cuando la culpa es perdonada y se produce la reconciliación, la consecuencia misma de la culpa, el castigo, debe llegar a su fin.
[1] Traducido de la traducción rusa del
archimandrita Ambrossy Pogodin, en St.
Mark of Ephesus and the Union of Florence, Jordanvielle, N.Y., 1963 pp.
58-73
[2]En la “Colección Alfabética” de los dichos de los Padres del Desierto,
sobre “Macario el Grande” podemos leer: “Dijo abba Macario: «Marchando en cierta ocasión por el desierto, encontré el
cráneo de un muerto, que yacía en el suelo.
Cuando lo toqué con el bastón de palma,
el cráneo me habló. Le
digo: “¿Quién eres
tú?”. Me respondió el cráneo: “Yo
era un sacerdote de los ídolos y
de los paganos que vivían en este lugar; tú
eres Macario, el pneumatóforo. Cuando te apiadas de los que están en el
tormento, y oras por ellos, sienten un poco de alivio”. El cráneo instruyó además a San Macario
sobre los tormentos del infierno, concluyendo: “Nosotros, puesto que
desconocíamos a Dios, recibimos alguna
misericordia, pero los que conocían a Dios y lo negaron, están debajo nuestro!”
(The Sayings of the Desert Fathers, tr. By Benedicta Ward, London,
A.R. Mowbray & Co., 1975, pp. 115-6).
[3]En el libro IV de los Diálogos
[4] N. de T. - San Teófanes el Confesor († ca. 845), apodado ho Graptós
(“el Marcado” o “el Escrito”), fue un monje palestino que sufrió durante la
persecución iconoclasta bajo el emperador Teófilo. Como castigo por su firme
defensa de la veneración de los santos iconos, le marcaron la frente con
hierros candentes, grabando en ella inscripciones injuriosas contra su fe. De
ahí proviene su sobrenombre “el Marcado”, pues su propio rostro quedó
convertido en un testimonio escrito de la confesión ortodoxa.
[5] Este último incidente es relatado en algunas de las primeras Vidas de
San Gregorio, como por ejemplo en una Vida inglesa del siglo VIII: “Algunos de
nuestros pueblos también cuentan una historia contada por los romanos sobre
cómo el alma del emperador Trajano fue refrescada e incluso bautizada por las
lágrimas de San Gregorio, una historia maravillosa de contar y maravillosa de
escuchar. Que nadie se sorprenda de que digamos que fue bautizado, porque sin
el bautismo nadie verá jamás a Dios, y el tercer tipo de bautismo por medio de
lágrimas.
Un día, cuando él pasaba por el Foro,
una obra magnífica de la que se dice que fue responsable Trajano, descubrió al
examinarla cuidadosamente que Trajano, aunque pagano, había realizado un acto
tan caritativo que parecía más probable que había sido un acto de un cristiano
que de un pagano. Porque se cuenta que, mientras dirigía su ejército con gran
prisa contra el enemigo, se sintió conmovido por las palabras de una viuda, y
el emperador de todo el mundo dio un alto. Ella dijo: 'Señor Trajano, aquí
están los hombres que mataron a mi hijo y no están dispuestos a pagarme una
recompensa'. Él respondió: 'Cuéntamelo cuando regrese y haré que te
recompensen'.
Pero ella respondió: 'Señor, si nunca
regresas, no habrá nadie que me ayude'. Luego, armado como estaba, hizo que los
acusados pagaran inmediatamente la indemnización que le debían, en su
presencia. Cuando Gregorio descubrió esta historia, reconoció que esto era
exactamente lo que leemos en la Biblia, hacer
justicia al huérfano, defender a la viuda. Pues bien, justifiquémonos, dice el
Señor.
Como Gregorio no sabía qué hacer para
consolar el alma de este hombre que le traía a la mente las palabras de Cristo,
fue a la iglesia de San Pedro y lloró a torrentes de lágrimas, como era su
costumbre, hasta que finalmente obtuvo la certeza por medio de la divina
revelación de que sus oraciones fueron respondidas, ya que nunca se había
atrevido a pedirlo a ningún otro pagano”. (The
Earliest Life of Gregory the Great, por un monje anónimo de Whitby, tr. por
Benram Colgrave, The University of Kansas Press, Lawrence, Kansas, 1968, cap.
29, pp. 127-9.) Dado que la Iglesia no ofrece oración
pública por los difuntos no creyentes, es evidente que esta liberación del
infierno fue el fruto de la propia oración personal de San Gregorio. Aunque
esto es raro, da esperanza a aquellos que tienen seres queridos que han muerto
fuera de la fe.
[6]Esto es relatado en la Vida de san Proclo (Nov. 20) que cuando san Juan
Crisóstomo estaba trabajando en sus comentarios sobre las epístolas de san
Pablo, san Proclo vio a san Pablo inclinado sobre san Juan Crisóstomo y
susurrándole en su oído.
[7] Texto ruso en Pogodin, pp. 118-150