Este pequeño texto de autoría del ex-rabino David Paul Drach (1791 – 1868), convertido al catolicismo romano y luego devenido en sacerdote católico, explica de manera muy clara y concisa como la institución rabínica ya para la venida de Cristo estaba completamente agotada. Es un texto a nuestro criterio muy esclarecedor en tanto que muchos occidentales tratan de equiparar al rabino como si tuviese un estatus (para la religión judía actual) similar o igual al de un sacerdote cristiano.
Hemos extraído este breve fragmento del libro “La armonía
entre la Iglesia y la sinagoga”. Tomo I, fragmento que se corresponde a las páginas
128 a 133, traducido al castellano por Cristian Nicolás Jacobo, ediciones Alfa,
Córdoba, Argentina, 2023.
Debemos rectificar aquí un error común entre quienes no
están familiarizados con el culto judío, a saber, la creencia de que los rabinos
son los sacerdotes de los judíos. Los rabinos ni siquiera son doctores de la
ley en el verdadero sentido de la palabra. Su papel en la sinagoga se
reduce a dar soluciones a los judíos devotos que se sienten desconcertados en
ciertos casos relacionados con las observancias de su culto. Por ejemplo,
cuando la desgracia ha hecho que una cuchara de la cocina magra haya caído en
una olla utilizada para preparar la grasa; cuando, comiendo un pollo, se ha
notado que el ala o la pata del pobre pájaro se había roto alguna vez, aunque luego
se ha recuperado. Al hacernos eco de las expresiones de San Jerónimo, que
todavía hoy son de la más repugnante exactitud: Tienen al frente de sus
sinagogas a hombres sapientísimos, que destinan a una obra fea. Tienen que
distinguir si la sangre de una virgen o menstruada es limpia o inmunda, y, si
no la distinguen a simple vista, han de probarla con el gusto (Epist. ad
Algasiam). Para la comprensión de este pasaje es necesario saber que la
mujer que se encuentra en el estado descripto en Lev. XV, 19, debe permanecer
separada de su marido, no siete días, como dice el texto, sino quince días,
como dicen los fariseos. Ahora bien, un gran estudio de los rabinos consiste en
discernir y constatar este estado, «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos,
hipócritas! Conductores ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el
camello» (Mt. XXIII, 24).
El servicio de la sinagoga, que consiste en entonar
oraciones e himnos, y en la lectura pública del Pentateuco, es realizado por un
cantor laico llamado en hebreo חזן (jazán) y en latín praecentor
[director de coro]; el cuidado en distribuir la ayuda a los pobres, supervisar
la educación pública y dar instrucción religiosa a la juventud, asistir a los
moribundos, presidir los funerales, etc., suele reservarse a los laicos. La
circuncisión, el bautismo de la sinagoga, es generalmente administrada por
peritomistas[1] no
rabinos. Los propios rabinos los llaman para hacer a sus hijos el mal servicio
de convertirlos en judíos; si los rabinos aparecen en estas ceremonias, es como
meros particulares. Canónicamente no son, en todo esto, más que el menor
israelita. Si el rabino bendice el matrimonio, es una mera formalidad que no
tiene ningún efecto sobre la legitimidad del vínculo y cualquier otro judío,
como de hecho ocurre a menudo, puede pronunciar esta insignificante bendición,
pues las palabras sacramentales que producen la unión matrimonial son pronunciadas
por el novio. Un matrimonio judío es válido cuando un israelita dice a una
mujer libre, de su nación, ante dos testigos masculinos hebreos, ya que no se
reciben como testigos ni a mujeres ni a no judíos, entregándole una moneda u
otro objeto (normalmente un anillo) del valor de la moneda corriente más
pequeña: Sé mi esposa por este anillo (o por esta moneda), según
el rito de Moisés e Israel (traducción literal de la fórmula hebrea: He
aquí que tú estás reservada exclusivamente para mí, a cambio de este anillo y
esta moneda, según, etc. Ver nuestro libro El divorcio en la sinagoga,
pp. 6 y 193). El consentimiento de la mujer resulta de la simple aceptación de
la moneda o del objeto que la reemplaza. No es necesario que exprese el sí
fatal. Ver Talmud, tratado Kidushín, fol. 1 sigs.
Lo mismo ocurre con el divorcio. La ley de Moisés no prescribía,
ni siquiera en la antigüedad, la intervención de quienes tenían autoridad
espiritual para la entrega del libelo de repudio. Ver nuestro libro mencionado
anteriormente El divorcio, p. 25 (IX).
Por lo tanto, el ministerio de los rabinos es absolutamente
nulo en los principales actos de la vida de un judío.
Cuando el rabino, de vez en cuando, sube al púlpito, ¿es
para predicar? En absoluto. Ve a la sinagoga y le oirás dar interminables
disertaciones sobre el Talmud, del que la gente no entiende nada, o pronunciar
discursos ceremoniales que estarían mejor en otro lugar que en un templo.
Los rabinos modernos siguen llamándose a sí mismos doctores
de la ley y el reglamento anexo al decreto de Napoleón del 17 de marzo de
1808 mantiene este título[2].
Pero recuerden que sus decisiones no vinculan en absoluto la conciencia de los
judíos, mientras que la situación era distinta en la antigua sinagoga. La
negativa a someterse a la autoridad religiosa se castigaba con pena de muerte.
Ver Deut. XVII, 12 sigs. Talmud, tratado Sanedrín, fol. 26 verso, fol.
87 recto; tratado Sota, fol. 45 recto; tratado Rosch Hashaná,
fol. 25 recto. Maimónides, cap. 5 de su Tratado sobre los rebeldes (se
llamaba así a los que se negaban a aceptar las decisiones del Sanedrin
supremo).
Además, el Talmud dice positivamente que, desde la última
(podría decir definitiva) dispersión de los judíos, no hay más doctores
en Israel, porque la imposición de manos, una vez interrumpida, ya no puede
reanudarse. Sólo el Mesías, esperado por los judíos, podrá, según el Talmud,
devolver a este signo externo la virtud de imprimir el carácter de doctor de
la ley. Ver Talmud, tratado Sanedrín, fol. 13 verso, y fol. 14 recto;
tratado Aboda-Zara, fol. 8 verso. Maimónides, Comentario a la Mishná
de Sanedrín, cap. 1, § 3, y su tratado del mismo título, cap. 4.
El Talmud narra que la autoridad del Sanedrin de Jerusalén
cesó CUARENTA AÑOS antes de la ruina del Segundo Templo, es decir, precisamente
en el momento de la Pasión de Nuestro Señor. Ver tratado Sanedrín, fol. 41
recto; Aboda-Zara, vol. 8 verso. El Consummatum est[3],
pronunciado desde la cruz por el mediador del mundo, fue el decreto de la
disolución eterna de este famoso cuerpo[4].
Las funciones sacerdotales siempre han pertenecido exclusivamente
a los levitas de la raza de Aarón. El rey de Judá, Azarias, también llamado
Ocías, se permitió una vez ofrecer incienso en el templo y fue inmediatamente
herido de lepra cerca del altar donde cometió este sacrilegio. No había querido
recibir las protestas de los sacerdotes, que le representaban que sólo a los
descendientes de Aarón correspondía esa función, II Rey. XV, 5; II Par. XXVI,
18-19.
Son estos aaronitas los que, hasta el día de hoy, dan la bendición
al pueblo en la sinagoga y gozan allí de algunos otros honores. Los rabinos no
están exentos de su bendición: deben inclinarse bajo sus manos extendidas, así
como el último miembro de la sinagoga. Pero, debido a la confusión de las
tribus de Israel, la genealogía de los levitas se ha vuelto tan incierta que
estos ya no se atreven a consumir los bienes que, según la ley de Moisés, les
estaban reservados. Esos bienes incluyen el ganado (que debía ser entregado a
los levitas en ciertas circunstancias), los diezmos de los rebaños y los
primogénitos de los animales, (que se les prohibía tener a los demás judíos),
así como los tributos sobre los frutos de la tierra y los objetos consagrados
al Señor.
La distinción de tribus comenzó a desaparecer,
admirablemente, tan pronto como el censo ordenado por un edicto de César
Augusto estableció auténticamente la genealogía de Nuestro Señor. Naturalmente,
este censo debería haber evitado cualquier confusión de las doce familias
patriarcales; pero lo que sería un obstáculo insuperable a los ojos de los
hombres es, a veces, precisamente el medio que la Providencia divina utiliza
para ejecutar sus decretos eternos. De la misma manera que el cielo es más alto
que la tierra, así los pensamientos y caminos de Jehová son más altos que los
nuestros (Is. LV, 9). Se dice en Lc. II que, para cumplir el edicto del
emperador, todos debían ser inscritos, cada uno en la ciudad de su origen
(v. 3). Este texto demuestra que, desde el regreso de Babilonia, o al menos
desde que Judea se convirtió en una provincia tributaria de Roma, se había
abandonado la estricta observancia de permanecer cada uno en la posesión de
sus padres. Ahora bien, en el desplazamiento general al que dio lugar el
edicto del César, los judíos, inconstantes por naturaleza, se instalaron,
después de su inscripción, en los lugares que más les habían sonreído en el
espacio de su viaje. A partir de ese momento, los descendientes de los doce
hijos de Jacob se mezclaron inextricablemente.
La nación judía, en su estado de infidelidad, ya no posee
ningún tipo de sacerdocio. Así se cumple en todo su rigor esta terrible profecía:
«Durante mucho tiempo Israel estará sin verdadero Dios, sin sacerdote», II Par.
XV, 3.
La constatación de la ausencia de todo ministerio sagrado en
la sinagoga es de gran importancia para la controversia religiosa. La
corroboraremos con el siguiente pasaje, que hemos tomado del libro de un
notable consistorio de Paris: «Los rabinos no son, como los sacerdotes y
pastores de las comuniones cristianas, los ministros necesarios de nuestro
culto. El oficio de la oración en nuestros templos no es llevado a cabo por
ellos. No son los confidentes de nuestras conciencias. Su poder no puede hacer
nada por la salvación de nuestras almas», etc. Des Consistoires israélites
de France, por M. Singer, p. 32. Paris, 1820, por Delaunay, 1 vol. in-8°.
No podemos prescindir de una observación pasajera. El autor
que acabamos de citar, conoce mejor el judaísmo que el cristianismo; de lo
contrario, no habría equiparado al sacerdote católico con el ministro
protestante. Este último, al igual que el rabino, no tiene carácter sacerdotal
y su papel se reduce al de intérprete de la ley. Al igual que el rabino, no
puede hacer nada por la salvación de las almas, ya que el protestantismo,
habiendo arrojado lejos las llaves de San Pedro, no puede abrir el cielo al
penitente que confiesa las faltas inseparables, por así decirlo, de nuestra
débil humanidad. Su pretendida iglesia, como la sinagoga, no tiene ni altar ni
sacrificio. Al testimonio del Sr. Singer, añadiremos el del ilustre orientalista,
de piadosa memoria, nuestro maestro de la lengua árabe: «No existe hoy en la
nación judía una autoridad que pueda establecer el límite que separe lo que es
obligatorio en la ley de Moisés y en las tradiciones, de lo que ha dejado de
serlo con la destrucción del Estado; una autoridad cuyas decisiones puedan
tranquilizar las con-ciencias y resolver los escrúpulos de los hombres
timoratos». Carta a un consejero del rey de Sajonia, por el barón Sylv. de
Sacy. París, 1817, Bure, broch. in-8°.
[1]
Nota del autor de este blog – La palabra peritomista designa a aquel que
realiza la circuncisión
[2] Ver
Solución dada por el consistorio central de los israelitas del imperio a
varias cuestiones que le propuso la sinagoga consistorial de Coblentz,
acompañada de exposiciones. París, 1809, in-4°, pp. 7 y 23.
[3]
Nota del autor de este blog - Consummatum est; Todo se ha terminado.
[4] El
rabino David Gans dice en su Crónica, año 3788, que fue en la misma época que
el santuario del Templo de Jerusalén se abrió por sí mismo. Ver también el
Talmud, tratado Yoma, fol. 59 verso. Se refiere al velo que cierra la
entrada al Santo de los Santos, es decir, el santuario interior. Se sabe que
uno de los fenómenos que se produjeron cuando la naturaleza se horrorizó ante
el mayor crimen del que fue testigo, fue el desgarro del velo en toda su
extensión de arriba abajo. «Mas Jesús, clamando de nuevo, con gran voz, exhaló
el espíritu. Y he ahí que el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo»,
Mt. XXVII, 50-51; ver Mc. XV, 38; Lc. XXIII, 45.